Los niños y las niñas españoles del siglo XX aprendían los afluentes de sus ríos igual que los viejos podían recitar de memoria un equipo campeón.
Sólo había un problema: al llegar a la frontera portuguesa, su mapa acababa de golpe y dos gruesas líneas azules que iban hacia al oeste, los ríos Tajo y Duero, se esfumaban antes de llegar al Atlántico. Ese Duero era, ante todo, un río castellano y sus suaves orillas, las del poeta andaluz Antonio Machado, chopos, álamos dorados, un olmo seco.
El Duero corría, sí, entre nieves y pinos en los Picos de Urbión, pero ya en Soria lo alcanzaba la melancolía de una Castilla árida y llana.
Castilla es ancha —reza el dicho implacable—, pero incluso ella termina. Y, en junio pasado, mi hermano Miguel y yo, niños de aquel siglo XX, quisimos saber qué había entre ese Duero familiar castellano y ese otro que fluye, casi mil kilómetros después, bajo el puente de acero en la selfi más famosa de Porto.
Quisimos conocer cómo el río se precipita en las Arribes, se convierte en el Douro y busca el Atlántico entre empinados viñedos. Para pegarnos lo más posible a la orilla, seguiríamos, desde Toro, el sendero GR-14 en tres partes: cinco días en bici, tres más a pie en la frontera y dos tramos de tren hasta Porto.
Las Arribes del Duero, abismos y bares
En Castilla, el Duero ya fue frontera –al norte estuvo la cruz; al sur, el islam– y ahora, pasada Zamora, vira al sur y por más de cien kilómetros forma La Raya, el nombre que los vecinos de España y Portugal dan a su confín compartido.
Allá, cosa de miles de años, las orillas no son frondosas ni dóciles y el río se fuga entre riscos pelados. Entre ellos desagua Castilla. Más que orillas, aquello son abismos de piedra y los rayanos las llaman Arribes.
Recorremos las Arribes en bici, hilando aldeas en las que el Duero ha esculpido un modo de vida. La comarca de Sayago, en el confín zamorano, parece levantada sobre un lecho de piedra, visible en grandes bolas graníticas esparcidas a diestra y siniestra o en sus duros caminos.
En esta tierra, la agricultura siempre fue complicada y se vivió del ganado extensivo. Aquí y allá sobraba piedra, que acabó cercando los campos con un estilo propio, a base de losas paradas, otras acostadas encima y más piedrecillas llenando los huecos.
Primer tramo
Aquí, Portugal se siente y su frontera de agua es porosa. Al otro lado, a veces se ve un camino en zigzag que baja hasta el Duero. Antaño había barqueros y con ellos cruzaban paisanos o tratantes rumbo a las ferias vecinas. Esos puntos de paso, Barca de tal, Barca de cual, dejaron su nombre en el mapa. Hoy, el río se encaja a tal punto que, como en Miranda do Douro, sólo da para verlo desde arriba o desde las lanchas que enseñan un tramo.
Los bares, además de ser pausas para un refrigerio, para una cerveza que baje el calor de las piernas, permiten tomar el pulso a los pueblos. Todos, a ambos lados, perdieron vecinos rumbo a las grandes ciudades y muchos han reabierto sus bares para atraer gente en verano. El de Villardiegua sirve hasta tarde, pero sólo hay un parroquiano, y lo atiende una señora de sonrisa triste y pocas palabras. Ha llegado de Dnipropetrovsk, en el este de Ucrania.
A pocos metros, Andrés, un apasionado de la comarca, abrió La Burra de los Arribes. Es una coqueta posada con nombre de piedra, porque la burra es uno de los misteriosos y enormes verracos que los vetones, antiguo pueblo íbero, dejaron tallados en la zona. Como el bar abre tarde, al despertarnos desayunamos en compañía de Andrés.
Segundo tramo
En Villadepera, Feli lo mismo vende quesos que parches de bici. Nos sirve dos cervezas y cuenta que, de unos 170 vecinos empadronados, sólo 70 viven allí todo el año.
—Yo quité el bar después de 28 años y, como no lo di de baja, puedo servir. Pero no es igual, antes había gente. Se fueron porque no hay trabajo y porque no te dejan hacer nada.
—Las Arribes son un parque natural… ¿Eso no trae turismo, no crea empleos?
—El parque es una fantasía, no existe. Es como la sierra de la Culebra. ¿Por qué arde? –España y Portugal están pasando un junio sequísimo, con calores récord, y vecinas como Feli han puesto el grito en el cielo porque la norma del parque les prohíbe actuar–. Arde por dejadez y porque no dejan ni meter vehículos por un cortafuegos así de estrecho.
En Miaza, una señora que se mudó al País Vasco está de visita con su marido gallego.
—¿Y ustedes son de aquí? –preguntamos.
—Sí –responde–, yo sí, pero a mí aquí ya no me conoce nadie.
Y explica que antes su pueblo no le gustaba, que de niña la ponían a trabajar con las vacas y las ovejas, pero que ahora está más bonito y se alojan con sus hijas en una casa rural. La vecina que atiende el bar, recién abierto tras el invierno, tiene un ojo puesto en la barra y otro en los fogones, donde prepara unos pinchos de patata.
—Un vino dulce –le pide un hombre, el yerno, o quizá el marido gallego.
—De eso no tengo –responde ella, una vez más–. Es que aquí, lo que no…
—Entonces dos cafés cortos.
Es paradójico, con tan pocos vecinos, que se hable tanto de Arribes del Duero. No es destino de masas, pero sí de cierto turismo de naturaleza, gastronómico, enológico. Tiene rincones de ensueño y en Fermoselle, la cabecera comarcal, hasta Calleja, una estrella de los medios, hizo un programa. Me lo cuenta el proveedor de La Tienda de Antaño, que es una ferretería-juguetería-tienda de chuches con nombre de hoy. “Le di esto”, me dice Julia, la dueña, mientras sujeta un cilindro de aluminio con punta esférica. “Me preguntó que si estábamos en un sex-shop, pero ¡es para cazar topos!”. Después, Calleja la llevó en su helicóptero.
Hoy, Julia me vende un jabón portugués de leche de burra y a cambio me dice el nombre de antaño. “No tenía, pero mi abuelo se llamaba Eusebio y era el comercio de Ebito”. A unas calles, el ayuntamiento le da la razón a Feli. Una lona en su fachada anima a quien la lea a empadronarse para poder tener más servicios. Por ejemplo, un hospital.
Tercer tramo
Las claves de un paisaje no siempre aparecen donde uno lo espera. En un cruce, junto a Trabanca, almorzamos con los trabajadores de la hidroeléctrica de La Almendra; en la gasolinera previa a Masueco inflamos las llantas y, entre autopartes, jamón y queso de oveja, se vende, y bien, una novela “ambientada en los Arribes del Duero”; ya en el pueblo, como no queda ni un bar de los 12 que hubo, buscamos un café en el club de jubilados y alcanzamos, por poco, el final de la partida de naipes.
—Aquí hubo 1,200 vecinos y ahora no llegan a la mitad –dice José Antonio, que fue minero por media España–. Vino la migración y empezó a irse la gente a Madrid, a Barcelona, sobre todo a Bilbao. Y aquí nos reunimos nosotros, que de alguna forma hay que matar el tiempo, aunque muchos ya no volvieron. Eso sí, ¡en verano no hay dónde aparcar!
José Antonio recuerda un tiempo en el que la gente, en vez de irse del pueblo, llegaba.
—Las presas. Las presas dieron trabajo que parecía esto Alemania.
José Antonio, minero residente de la zona
Este tramo, el más agreste del Duero, también fue el más explotado. Desde que, en 1927, España y Portugal se repartieron el río en común para aprovechar sus saltos de agua, se hicieron siete presas.
España, sin hidrocarburos, se encomendó al carbón y a la fuerza del agua, y para la presa de Aldeadávila la dictadura recurrió a ingenieros extranjeros. Hubo que innovar en el uso del concreto, desviar el caudal y abrir grutas enormes para albergar las turbinas. Miguel y yo bajamos –y luego subimos– a aquella extraña Alemania.
Cuarto tramo
Vigilados por una nube de buitres leonados, salvamos la abrupta ladera por otro empinado zigzag, un viejo camino de mulas que usaban los frailes de La Verde.
Aquel monasterio recuperado no lejos del pie de la presa es hoy lugar de retiro para empleados de Iberdrola, pero sus monjes conocieron aquel Duero sin diques, con piedras y rápidos.
Valentín, que fue un joven obrero de Miaza antes de irse a Bilbao, recuerda cómo bajaba a pie para trabajar en La Verde, y también que años antes, haciendo la presa, muchos otros perdieron la vida.
La Almendra, Aldeadávila o Saucelle dejaron hitos de la ingeniería civil que pueden verse desde varios miradores. Antes de irnos de Miaza, nos dicen, debemos ir al que llaman La Code.
Milagrosamente, nos cae tremendo aguacero y, cuando la niebla despeja, surge, sin presas visibles, un cañón que el ojo no abarca. A nuestros pies, el bosque cubre ambas orillas y al fondo, entre girones de nubes, culebrea, manso otra vez, el cauce del Duero.
Quinto tramo
Lorenzo es vecino de La Fregeneda y esta tarde presume la enorme maqueta ferroviaria que hizo un señor de fuera. Reproduce las estaciones, los túneles y puentes del último tramo español de la Linha do Douro, que estuvo abierta un siglo entero entre Porto y Salamanca, y que se interrumpió por falta de rentabilidad en 1985.
La maqueta está dentro de la escuela local y ocupa medio piso de arriba. Cuando la trajeron, los vecinos la armaron más bonita de lo que era y por eso su autor decidió que la dejaría allí, y no en Salamanca.
El Camino de Hierro es una iniciativa muy celebrada. Por eso, en La Fregeneda dejamos las bicis y seguimos a pie. Al amanecer, desde la vieja estación, previa reserva y con luces frontales, caminamos los 17 kilómetros de rieles repletos de túneles y enormes puentes de acero hasta Barca d’Alva, ya en Portugal.
La Linha do Douro fue financiada a fines del siglo XIX por el Sindicato de Banqueros de Porto y trató de conectar la ciudad con París vía Hendaya.
Sexto tramo
En los primeros 200 kilómetros remonta suavemente el Duero pegada a su orilla, pero al cruzar a España se vale del río Águeda para recuperar 400 metros. De nuevo, ese tramo es un monumento; empleó a miles de obreros y no pocos perdieron la vida.
Al principio, los vecinos de La Raya se unieron para luchar por la línea, pero decidieron enfocarse en mantener su patrimonio y memoria. Renovaron las pasarelas, limpiaron tramos de vía, armaron conciertos junto al puente internacional, su punto de encuentro, e inventaron vehículos para rodar sobre rieles.
Hicieron el ruido necesario para que el gobierno local le pidiera al Estado español la cesión de las vías y así es como se abrió el Camino de Hierro, un recorrido a ojo de águila, una sutil inmersión en el rocoso valle del Águeda, hijo del Duero, que conserva el olor del acero oxidado y la madera tratada.
Séptimo tramo
En el último puente, donde el Águeda vierte en el Duero, un pequeño letrero anuncia que el otro lado ya es portugués. Allí mismo, en sólo una curva, aguarda Barca d’Alva y, como fue fronteriza, su estación tuvo un larguísimo muelle de carga, un tejado a dos aguas de madera ennegrecida y unas cocheras donde guardar y girar las máquinas.
En el edificio de viajeros quedan letreros sobre las puertas –bilheteira, agência aduaneira– y azulejos deslavados, presas de burdos grafitis. El follaje tapa los rieles y se han tapiado las puertas.
Hasta Barca, dos hileras de casas que miran al río, se puede llegar desde Porto por agua. Allá amarran algunos cruceros y la tripulación, que espera al próximo viaje, almuerza en una de sus dos fondas junto a algunos paisanos.
Sin trenes, con aldeas pequeñas y escasas, y ya sin aduana, no es fácil imaginar una frontera más relajada. Para algunos, la falta de estímulos en la zona se debe en parte a la inoperancia y una pancarta corajuda exige al Estado portugués que –porra!– cumpla ya lo acordado. Que reabra la linha.
Octavo tramo
En vez de regresar a España después del recorrido guiado, tratamos de seguir a pie, con los víveres necesarios y un par de bolsas de dormir, hasta llegar a Pocinho, de donde aún sale el tren a Porto.
Sabemos que quizá hemos de retomar la senda GR-14, aquí algo difusa, pero si logramos avanzar por la vía, por 30 kilómetros no habrá más de cinco metros entre nosotros y el río, y nos atrae esa idea y la de no quitar el pie de los rieles.
Cuando, en una primera curva llena de matas, uno de los cruceros nos rebasa por el centro del río, nos preguntamos si llegaremos al mismo puerto.
Sin embargo, se adivina cierto trasiego furtivo y las pintas en las viejas casetas de ferroviarios demuestran que no sólo hemos pasado nosotros. De hecho, si el tren no regresa, es probable que el tramo se adecue como senda, pues requiere mucho menos mantenimiento que el Camino de Hierro.
Caminar entre los rieles y el río tiene algo de peregrinaje que embriaga la mente. Este Duero, ya mucho más bajo, es de lo más generoso, tanto que, al llegar a Foz Côa, José Ribeiro, un profesor local, nos hablará de “un Nilo portugués”. Al cavar su valle, el río propició aquí un clima mediterráneo que escapa a las heladas y provee de olivos, naranjos, limones.
En los costados de la vía, junto a encinas y enebros, crecen higueras y almendros silvestres, y aunque no todos los frutos han madurado, parece que es buen momento. Pero si algo produce el Duero, eso son vinos.
Hay siete denominaciones de origen del lado español, cuatro del portugués, y entre ellas destaca la producción de oporto que, cuenta José, ya era exportado antes de que el marqués de Pombal creara en 1766 la primera denominación de la historia. Lo especial de este entorno es que, igual que en los Arribes, el Douro Vinhateiro es un largo viñedo inclinado.
“Y en estos suelos cálidos y esquistosos, una población esforzada esculpió millares de gradas que humanizaron un paisaje que hoy es patrimonio mundial”.
José Ribeiro, habitante de la zona
El profesor José nos da la clase que nunca tuvimos. A orillas del Duero –que allí recibe al río Sabor, al Tua o al Támega–, sus antepasados llevan dos mil años trabajando la uva.
Cae una nueva tarde y, al cabo de dos cortos túneles, dos puentes y cientos de hileras de olivos y vides, otro puente permite vadear mejor la llegada de un regato y tener acceso a unas antiguas viviendas.
La pequeña estación de Castelo Melhor, relegada, junto a su cargadero fluvial, tres kilómetros ladera abajo de su pueblo, conserva sus duelas y azulejos en una idílica, solitaria, curva del río. No hemos oído un alma desde que dejamos Barca y nos parece que hoy día eso es valioso.
Tenemos un pequeño refugio y una orilla sin par, sólo alterada por algunos letreros de grandes viñedos –Ferreira, Duorum– que miran al río. Nos despertará, con los primeros rayos, el rumor de un crucero que sube vacío rumbo a Pocinho y dibuja ondas en el espejo del Duero.
Aunque cueste creerlo, el Duero, aquí, tampoco siempre fue manso. Un breve documental, A fúria do rio, se acerca a quienes guiaban aquellos rabelos, los barcos a vela en los que, como almadieros, debían conocer las zonas de rápidos para evitar estamparse en laberintos de rocas, bajar el vino en grandes toneles a Porto y volver aguas arriba ayudados desde la orilla por bueyes.
Podían hacer hasta dos mil viajes anuales y consideraban el río un camino más, sólo que de agua. Fue después, en los años sesenta, cuando surgieron las presas, hidroeléctricas y esclusas que acabaron por embalsar cada tramo de río. Para entonces ya había otros medios y casi no quedaban rabelos.
En 1985, otra presa en la unión del Côa y el Duero provocó un fuerte rechazo. La polémica saltó a los medios internacionales y su destino cambió con la elección como primer ministro portugués de Antonio Gutérres, hoy secretario general de la ONU.
Al detenerse las obras, las aguas volvieron a su nivel, se salvaron decenas de grabados hechos en roca que iban a quedar sumergidos y la UNESCO los protegió en sólo dos años.
La historia se cuenta en el Museo del Paleolítico de Foz-Côa, el edificio de concreto terroso que asoma como un moderno espolón sobre la unión de los cauces. Justo detrás, en lo alto, Vila Nova es un pueblo pequeño, con paredes y adoquines de piedra blanca y de aires tranquilos.
En la Taberna do Barriga Verde, su mesera cuenta que, tras la pandemia, se hartó de los precios de Lisboa y se unió a otros jóvenes que quisieron volver a los pueblos de donde sus abuelos habían salido. La zona aún vive del vino, promociona sus catas y lo invoca en sus fiestas, y todo, dice el profesor Ribeiro, gracias al río.
“El Duero es la gran fuente de riqueza social, cultural y económica de la región, y moldeó el homem duriense, trabajador, hospitalario y sacrificado que, igual que la cepa de una vid, se retuerce pero no se quiebra”.
Noveno tramo
Caminando a pleno sol, nuestra visión de los rieles en fuga con la estación de Pocinho a lo lejos tiene un aire de western. Las colinas se ven ahora terrosas, con filas de olivos de un verde más pálido.
El río, siempre al costado, aparece más bajo debido a una nueva esclusa y sobre la vía intuimos el ventanuco trasero de un viejo tren dispuesto a partir.
Corremos y, sin saber muy bien cómo, nos vemos a bordo de vagones Schindler suizos de los años sesenta, rodeados de mobiliario de tonos pastel. Pronto, el piso se mueve y no queda sino aceptar el regalo, viajar en este museo con ruedas, como si no nos bastaran tres días siguiendo rieles y la orilla del Duero.
Un auto rentado en Salamanca nos habría traído en hora y media a Pocinho, y de regreso de Porto seguiría a la sombra de los cipreses de la estación, pero ese hubiera sido otro viaje. Cada uno intuye cuál es el suyo, y luego el propio viaje decide.
Mientras se concreta la reapertura hasta Barca d’Alva, la linha presta servicio entre Pocinho y Porto. Tiene horarios y precios de transporte local, porque lo es, pero muchos visitantes, a menudo británicos, copan las ventanillas para ver con el viento en la cara la gran película del Duero. Eso explica en parte este tren.
Y lo completa João, nombre ficticio de un empleado, al contarnos que el gobierno, escamado por los derroches del ministro anterior, demostró que restaurar un viejo vagón costaba seis veces menos que importar uno nuevo. Rescató locomotoras y vagones que penaban en vías muertas, y ahora portugueses y suizos prestan servicio regular con su particular estética de rojos y ocres, hoy, bajo un cielo azul y entre colinas verdes de viñas sin fin.
Quienes toman cruceros y visitan bodegas pueden descender luego el río con ellos. Ni el tren especial de los sábados, tres vagones de madera con máquina de vapor, le quita esplendor en el andén de Peso da Regua.
A lo largo de muchas estaciones, sobre todo en las de Pocinho, Tua y Pinhao, los azulejos cuentan la historia del Duero, su valle y el vino.
No todo ese vino es oporto, pero sí fue éste, endulzado al añadirle licor, el que más les gustó a los ingleses. En 1703, por la rivalidad histórica con Francia y la amistad con Portugal, Inglaterra pactó su provisión a cambio de derechos de pesca y la colonia inglesa en Porto desarrolló esos vinos que bajaban el Duero para completarse en los muelles de su ciudad y en los de Gaia, ya a las puertas del mar.
Entre los túneles urbanos de Porto, el tren regala un último vistazo en altura sobre el río y sobre ambas ciudades, cosidas por seis pasarelas enormes.
La más conocida es el puente eiffeliano de Luis I. A sus pies aguardan los viejos rabelos, hoy de paseo, y las bodegas lucen sus grandes letreros mientras, arriba, el tren llega a la estación terminal de Sâo Bento. No es un rincón más. Allá, otro templo del famoso granito portuense, se narra parte de la historia nacional en 20,000 azulejos.
Ahí, además, confluyen la Linha do Douro y la Linha do Minho, porque las vías del tren portuguesas también llevan nombre de río. Si muchas ciudades surgieron donde antiguas rutas comerciales se unían, en Porto queda claro que, selfis aparte, una ciudad y un río así sólo se entienden buscando lo que la una hizo del otro.