Así es como Oslo se convirtió en la capital nórdica de la cultura
En poco más de una década, la capital noruega vivió una transformación que la ubica entre las más atractivas para los viajeros.
POR: María Pellicer \ FOTO: Natasha Javadine
Hace 10 años, durante una entrevista con The New York Times, Joachim Trier, el hoy súper reconocido director de cine noruego-danés, se refería a su ciudad natal: “Oslo se encuentra en un momento en el que arquitectónica y sociológicamente pasan muchas cosas nuevas y pensé que sería interesante hacer una película que capturara ese momento”.
Entonces, Trier se refería a Oslo, 31 de agosto. Una década más tarde, el cineasta terminaría su trilogía dedicada a la capital noruega con La peor persona del mundo. Y su declaración aún es relevante, incluso más que entonces.
La transformación de la ciudad que vive en el bosque
Ya nada es igual en la capital noruega. Si tuviéramos que resumirlo, diríamos que la primera en llegar fue la Ópera, inaugurada en 2008. Después vino la renovación de Aker-Brygge, entre 2010 y 2014, y la apertura del Museo Astrup Fearnley, a cargo de Renzo Piano, en 2012. Entonces se empezó a desarrollar la zona de Tjuvholmen.
En 2021 le tocó el turno al Museo Munch y en junio de 2022 se estrenó la obra más ambiciosa: el Museo Nacional. Por eso, este verano todas las miradas estaban puestas en una ciudad que hasta hace relativamente poco no aparecía en el radar de los viajeros.
Es junio y el verano se deja sentir en las calles de Oslo. Para quien llega aquí por primera vez, lo que más llama la atención es descubrir cómo la naturaleza es parte de la urbe. La ciudad vive dentro de un bosque, y no al revés.
Un buen punto de partida para esta historia es Ekebergrestauranten, donde comienza también la película La peor persona del mundo, de Trier (otro de los personajes recurrentes en esta historia). Nominada a los Oscars como Mejor Película Extranjera, la actriz principal, Renate Reinsve, se llevó la Palma de Oro como Mejor Actriz por el papel de Julie.
La primera toma del filme muestra a la protagonista justamente aquí, tomando una copa de champaña, fuera del elegante restaurante que mira la ciudad desde las alturas. Justo debajo se encuentra Sørenga, los antiguos muelles de contenedores que han sido transformados en un moderno barrio residencial.
Más allá está el polémico Museo Munch, ocultando la vista de la Ópera. Luego sigue el centro de la ciudad y más allá las montañas y Holmenkollen, el gran trampolín para salto en esquí que se mantiene como el epicentro del deporte nacional y les ofrece a los visitantes un museo y algunas de las vistas más hermosas de Oslo y su fiordo. Detrás se extiende Ekebergparken.
Clásicos y no tanto
Desde 2013, Ekebergparken es uno de los espacios culturales más importantes de la ciudad, con una extensión que sobrepasa las 10 hectáreas.
Creado con la ayuda de la fundación del coleccionista Christian Ringnes y operado por el gobierno local, con el apoyo de la fundación y una comisión de arte, el parque tiene una colección de 43 esculturas que incluye a Hirst, Rodin, Dalí, Cragg, Bourgeois, Botero, Saint Phalle, Plensa y Abramovic, entre muchos otros. Hay además dos piezas de James Turell creadas ex profeso para los antiguos reservorios del parque (sólo es posible entrar mediante reserva o con un tour que se organiza cada hora y tiene un cupo limitado).
Desde distintos puntos del parque, la ciudad aparece, allá abajo, maravillosamente verde. Es el Oslo de toda la vida, el que no ha cambiado. De hecho, fue en este mismo lugar donde Edvard Munch se inspiró para pintar su más famosa obra, El grito.
No es ningún secreto que durante mucho tiempo la oferta cultural de Oslo se concentraba en Bygdøy, una península que, además de ser una de las zonas residenciales más caras de la ciudad, presume también cinco museos: Museo del Kon-Tiki, Norsk Folkemuseum, Vikingskipshuset, Norsk Maritimt Museum y Fram Museum (que exhibe el barco con el que Amundsen llegó a la Antártida y de ahí al Polo Sur en 1911).
Todos son museos que vale la pena visitar, pero que parecen hablar de una Noruega que en nada se semeja a la actual, aquélla de los exploradores y los navegantes. La antiguamente llamada Christiania necesitaba una nueva oferta cultural para llamar la atención de los viajeros de hoy.
La otra parada obligada en el itinerario turístico era, y ojo, aún lo es, Vigeland Park. Sin temor a exagerar, éste es uno de los parques públicos más hermosos del mundo, con una colección de más de 200 esculturas, todas del mismo Vigeland.
Para no dejar de lado a nuestro guía cinematográfico, Joachim Trier, una de las escenas finales de Oslo, 31 de agosto transcurre justamente en este parque, durante una hermosa madrugada de verano. Las figuras de Vigeland –un niño que hace un berrinche, una madre y su hija, una pareja, un grupo de amigos– reflejan la vida cotidiana y son los testigos silenciosos de una alocada noche de fiesta que termina con la salida del sol.
Pero, como ya lo dijimos, la ciudad necesitaba renovarse. Es posible que el primer paso hacia esta nueva capital noruega haya sido el cierre de Fornebu, el aeropuerto que funcionó desde 1939 hasta 1998.
Entonces, por su imposibilidad de extenderse más allá del fiordo, el aeródromo fue cerrado y transformado en un parque. El moderno aeropuerto de Oslo-Gardermoen abrió ese mismo año, a 48 kilómetros del centro de la ciudad.
Habría que mencionar también el proyecto de renovación urbana Fjord City (Fjordbyen), que comenzó a gestarse desde 1980 con miras a transformar la zona portuaria de la ciudad en espacios residenciales y de esparcimiento.
Espacios de transformación
Pero la responsable de insertar la ciudad en el mapa cultural fue la Ópera. A cargo de Snøhetta, un estudio de arquitectura local, la Operahuset está inspirada en un témpano de hielo y emerge imponente del mar: la gigantesca construcción está completamente recubierta de mármol de Carrara.
El techo inclinado del edificio convierte el exterior en una plaza pública donde, además de turistas tomándose fotos, se organizan también conciertos y eventos al aire libre. Adentro es la madera la protagonista, que le regala calidez al espacio.
Durante el verano, la luz se magnifica aquí y el brillo que emite el edificio obliga a los visitantes a sacar los lentes oscuros para tolerarlo. En invierno, cuando hay nieve o niebla, la construcción se vuelve casi una pieza de fantasía, muy bien acompañada por She Lies, una pieza de la artista Monica Bonvicini que flota más allá en el fiordo.
En su película Thelma, Trier también le regala un homenaje a la construcción durante la escena del concierto, en la cual además se puede apreciar el foyer interior, diseñado por el danés Olafur Eliasson: una aparentemente sencilla celosía de luz blanca.
Renzo Piano no podía faltar en esta receta cultural, claro. El arquitecto llegó a Oslo de la mano del Astrup Fearnley Museum of Modern Art, una colección privada de arte contemporáneo (el acceso ronda los 15 dólares y suele ofrecer dinámicas muestras contemporáneas, además de explorar la colección permanente).
Los 90 millones de euros que costó la obra sirvieron para crear un nuevo espacio recreativo al final del popular muelle de Aker Brygge. En especial durante el verano, viajeros y lugaeños se concentran aquí, ya sea para tomar un trago en alguno de los restaurantes o para aprovechar las playas al final de la zona del museo.
Desde octubre del año pasado, detrás de la construcción de la Ópera hay otro personaje. Se trata del Museo Munch, que se mudó de su ubicación original en Tøyen a Bjørvika, un barrio en pleno desarrollo que pasó de ser zona portuaria a una de las áreas residenciales más caras de toda la ciudad.
El nuevo Munchmuseet, que estuvo a cargo del arquitecto español Juan Herreros, además de protagonizar un complicado proceso de financiación que retrasó la obra, ha recibido innumerables críticas. La más notoria se refiere a la apariencia externa: el museo es un gigantesco bloque de metal inclinado de 60 metros de altura. El contraste con la ópera es inevitable.
Como visitante, lo más lógico para acercarse al nuevo museo es caminar desde la Estación Central de Oslo, cruzar a pie por la Ópera y llegar al museo por el agua. Entonces aparecen las gigantescas letras en rojo: MUNCH.
Jamie Rickett, diseñador gráfico de North, dijo en una entrevista para It’s Nice That que “mientras más entendíamos sobre ellos, más nos dábamos cuenta de que su visión había cambiado en los últimos años para mostrar la obra de Munch a una audiencia contemporánea, muchas veces utilizando a otros artistas y otras formas de arte, como el lente, para aproximarse.
Donde algunos museos monográficos se convierten en mausoleos para la obra de un artista, el Munchmuseet quería convertirse en un espacio dinámico y siempre en mutación. Por eso pensamos que nuestra respuesta creativa necesitaba reflejar y facilitar esa filosofía”.
El resultado, obra de Radim Peško, es el uso de una tipografía sólida, backslanted o contraitálica, que hace eco de la forma del edificio. Es impresionante, si eso es lo que buscaban.
El interior es relativamente austero, comparado con la promesa exterior. Un espacio amplio recibe a los visitantes, quienes, después de pagar 16 dólares, deben dejar bolsos y bultos en una zona de lockers. Dos versiones de El grito han sido robadas alguna vez, la primera de la Galería Nacional, en 1994, y la segunda de la antigua sede del Museo Munch, en 2004, lo que explica la estricta seguridad de esta nueva sede.
Dividido en 13 pisos, con un sistema de elevadores y otro de escaleras eléctricas, la movilidad dentro del museo se siente reducida e incómoda. En el cuarto piso, y bajo el título “Munch Infinite”, se exhiben varios de los cuadros más icónicos del pintor, incluido El grito. De nuevo, el famoso cuadro no es uno, sino cuatro versiones y una litografía. La versión más famosa pertenece aún a la Galería Nacional y aquí tienen otras cuatro, todas expuestas en una misma habitación.
Ahora bien, he aquí lo que ha hecho enfurecer a más de uno: al entrar a la habitación donde se encuentran las cuatro pinturas, es el azar el que decide cuál cuadro tendrá la fortuna de ver el visitante, pues nunca se exhiben los cuatro al mismo tiempo. Argumentando el tema de la conservación, el museo decidió limitar el tiempo de exhibición de las pinturas y más de uno ha explotado en cólera con esa decisión.
En el sexto piso, en un maravilloso espacio de doble altura, se exhiben los murales monumentales que Munch pintó para el Salón de Ceremonias de la Universidad de Oslo.
En el séptimo piso se muestra la colección de grabados, en una sala que ofrece un enfoque didáctico para entender la técnica y que además tiene una pequeña ventana que asoma al piso de abajo y por la cual los murales pueden apreciarse desde otro ángulo. El noveno piso está dedicado al coleccionista Rolf Stenersen y permite ver no sólo a Munch, sino a otros contemporáneos.
En el piso 10, una polémica sala ofrecía a los visitantes la muy particular experiencia de disfrutar los cuadros de Munch con el soundtrack de Satyricon como telón de fondo, una de las más famosas bandas de black metal de Noruega. De aquí tampoco salía todo el mundo feliz, aunque parece que la sala no es permanente y, para cuando los lectores tengan este texto en sus manos, la temática podría haber cambiado por algo más amigable.
El resto del museo es disparejo. En los últimos pisos, un elegante restaurante, Bistro Tolvte, y un bar ofrecen algunas de las mejores vistas de la ciudad. Hay también una terraza, pero el espacio es estrecho y, a diferencia de lo que uno imaginaría, los vidrios impiden que la vista se disfrute más. No es una mala terraza, pero podría ser mejor. En resumen, el museo ha conseguido tantas críticas como halagos, pero sin duda ha puesto a Munch en el centro de la discusión actual.
No es ningún secreto que Noruega es uno de los países más ricos del mundo y, mejor todavía, uno de los que ofrece mejor calidad de vida. Grandes reservas de petróleo, gas y otros recursos naturales, una población relativamente pequeña, un cuidadoso control estatal sobre ciertos sectores de la industria (desde el aluminio hasta la leche), seguro médico universal y políticas basadas en la igualdad han conseguido un Estado de bienestar.
El país del mundo con las mayores reservas de capital por habitante puede darse muchos lujos: su sistema de transporte público (el T-bane) presume unos espaciosos vagones diseñados por Porsche, mientras que sus billetes fueron obra del mismo estudio que se hizo cargo de la Ópera. Y sus modernos pasaportes, a cargo del estudio local Neue, causan envidia en cualquier aeropuerto. Con expectativas de diseño de ese nivel, el proyecto de un nuevo Museo Nacional no podía ser cualquier cosa.
Lo imperdible
El nombre completo es Museo Nacional de Arte, Arquitectura y Diseño, y es una idea que comenzó a gestarse en 2003 con la intención de unir distintos museos en uno solo: Museo de Arquitectura, Museo de Artes Decorativas y Diseño, Museo de Arte Contemporáneo y la Galería Nacional.
Abrió sus puertas apenas el 11 de junio de 2022 y es a la fecha el museo más grande de toda Escandinavia. Con un costo de 650 millones de dólares, el edificio estuvo a cargo de Kleihues + Schuwerk y, aunque el concurso se ganó en 2010, diversos factores retrasaron la construcción más de 10 años.
Desde la Plaza del Ayuntamiento, el edificio aparece sobrio y discreto, apenas asomándose detrás del pequeño Museo del Premio Nobel. Es al acercarse a la construcción que las dimensiones van tomando sentido y los materiales adquieren forma.
El arquitecto Klaus Schuwerk eligió “materiales nobles y duraderos: roble, bronce, piedra caliza y mármol, que van a envejecer con dignidad”, dijo su estudio en una entrevista. Un periódico local utilizó el término low-key monumentality, que resulta muy atinado para explicar una pieza que casi consigue pasar inadvertida con todo y sus casi 55,000 metros cuadrados de construcción.
Más allá de las apariencias, lo realmente importante es cómo se vive la experiencia interior del museo. Las salas son amplísimas, perfectamente bien iluminadas. El mobiliario, cómodo, estético, bien situado. Las fichas y las temáticas de cada sala son lo suficientemente lúdicas para entretener a los niños, pero sin llegar a ser estridentes o molestas.
Las colecciones se disfrutan con calma y sin prisa: siempre hay un lugar donde sentarse a descansar, un guiño para pensar en algo inesperado, una razón para seguir un poquito más allá. Karin Hindsbo, directora del museo, ha dicho que es intencional hacer el recorrido intrincado. Se trata de un espacio donde uno, como espectador, se pierde entre cuadros y olvida el paso del tiempo.
La idea del museo es ofrecer al visitante varias alternativas: desde la historia de Noruega hasta las obras de los más jóvenes; finalmente, todo cabe en este gigantesco espacio. De hecho, una de las mayores polémicas surgió con la muestra I Call it Art, que se exhibe en la última planta y explora las propuestas de 150 artistas. Instalación, pintura y hasta performance muestran dónde están las preocupaciones de las nuevas generaciones. Hay, como diríamos, algo para todos los gustos, aunque para muchos eso no sea arte, y de ahí el título de la muestra.
También en el último piso del museo hay una espectacular terraza que les permite a los visitantes tomarse un respiro y disfrutar las vistas. Hay una cafetería para hacer una pausa y recargar energías, una hermosa tienda de souvenirs y muchos espacios para descansar y aprovechar el espacio. Es un museo adulto y bien hecho, que se disfruta de principio a fin y el cual, además, bien vale un viaje. Uno quisiera que todos los museos fueran como éste. Diríamos, entonces, objetivo logrado.
Oslo seguirá siendo Oslo. La ciudad rodeada de verde no dejará de sorprender a cualquier viajero que esté acostumbrado al concreto, al ofrecerle la posibilidad de vivir rodeado de naturaleza. Los precios todavía serán altos, como siempre lo han sido. Las calles seguirán tranquilas y seguras. El transporte público, eficiente y cómodo. Los noruegos vivirán sus veranos soñando con el invierno y sus inviernos soñando con sus veranos. Los habitantes se quitarán la ropa a la menor provocación, o con la salida del sol, y brincarán a las aguas heladas de los fiordos y los lagos que rodean la ciudad, mientras que los pocos visitantes aventureros saldrán de las aguas heladas con los labios morados.
Hay cosas que nunca cambiarán aquí. Pero hay otras que ya no serán como antes. Nadie puede decir que en Oslo no pasa nada, de hecho, aquí está pasando todo. Y eso hay que verlo con los propios ojos.