La primera vez que viajé sola (y no paré desde entonces)
El capítulo que cambió mi vida y me abrió los ojos a una realidad diferente.
POR: Pamela Herrera
El día llegó. Abrí sesión, busqué mi número de folio entre 800 más y ahí estaba, en la tercera página. 31065 Aprobada. La sensación que invadió mi cuerpo sigue siendo indescriptible, no sabía qué haría sola del otro lado del mundo, pero lo debía hacer. Le había hecho una promesa a mi yo de 17 años y ese 3 de febrero de 2017 empezaba a cumplirse.
El Concurso
Crecí en México, un país hermoso y lleno de vida, pero también amenazante para mujeres jóvenes que quieren crecer. La universidad lanzó la convocatoria: 34 mil estudiantes de la UNAM concursando por un semestre de movilidad.
Un viaje sola a un continente desconocido parecía una broma a los ojos de aquellas personas que me juzgaron y no creyeron en mí. Esa broma estaba por convertirse en realidad. Parecía aterrador, no voy a mentir, pero sabía que los últimos cuatro años me había preparado para este momento. Reuní todos los papeles y concursé. ¿Qué era lo peor que me podía pasar?
El resultado: aprobada. Fui una de las 600 elegidas, gané un espacio por el que miles de personas concursaron. Las dudas me invadían y no podía parar de preguntarme: ¿qué voy a hacer sola? Tenía cinco meses para organizar mi vida porque en agosto, la aventura comenzaba.
Los preparativos
La universidad otorgaba una cantidad de dinero justa para cubrir los gastos básicos: aviones, estancia, comidas y transporte. Tomé la decisión de no pedir dinero a mis padres porque sí, estaba convencida de que esto lo haría sola. Mi hermana me ayudó porque, sinceramente, con la beca era imposible sobrevivir.
Contra todo pronóstico, fui capaz de volar al otro lado del mundo para llegar a un lugar que fue mi hogar -y ahora es mi lugar feliz- durante seis meses. Era la segunda vez que salía de México, pero era la primera vez que lo hacía completamente sola.
Después de 36 horas y varias maletas que iban repletas de productos de cuidado personal, ropa, dulces mexicanos (porque no podría vivir seis meses sin ellos) y, por supuesto, salsa, llegué a mi destino.
Lo más difícil
El primer mes fue realmente complicado. Aterrizando en Gran Canaria, España, lo único que veía eran montañas de un lado y la playa del otro. Una ola de calor me recibió con los brazos abiertos, 37ºC, arena del desierto, un mar imponente, y un español, que a pesar de ser mi mismo idioma, percibía como uno ajeno.
El proceso de adaptación me costó mucho más trabajo de lo que pensé. Cada vez que usaba el transporte público me perdía. Al principio fue frustrante, después lo tomé como una oportunidad para conocer esos rincones canarios que, con el tiempo, se convirtieron en mis lugares favoritos.
Comprar comida, ir al mercado, conocer gente de diferentes lugares, y salir de mi zona de confort fueron sólo algunos retos que enfrenté. Debo admitir que lloré durante semanas porque no me sentía capaz de cumplir con el objetivo, pero sabía que no tenía opción.
O sufría durante los meses siguientes o hacía algo para disfrutar del tiempo.
Un nuevo comienzo
La primera plática que tuvimos en la universidad nunca la voy a olvidar. “Aquí vienen a relacionarse, a conocer gente nueva y disfrutar de Gran Canaria”, nos dijo el director.
Confundida y aterrada, decidí dejar que mi vida fluyera, mi corazón era quien marcaría el ritmo de la vida en la isla. A partir de ese momento, todo fue muy diferente.
Las lágrimas se fueron, los amigos llegaron, las fiestas nunca faltaban y tampoco los amores pasajeros.
Hice cosas que nunca planeé hacer: una peregrinación por la Virgen del Pino, escalar montañas más de dos veces, surfear, asistir a fiestas en un barco privado, participar en círculos de intercambio de idiomas, vestir bikini cinco días a la semana y, lo más difícil, cocinar.
Una realidad diferente
Después de las altas y bajas que tuve en el primer mes, los siguientes pasaron tan rápido que me hubiera gustado detener el tiempo.
Sí, estaba sola en una isla desconocida, pero en realidad nunca dejé de tener compañía. Entre escuela y reuniones, apenas tenía tiempo para lidiar conmigo misma y cuando eso ocurría, la playa era mi mejor escenario (bailar frente al mar calmaba a todos mis demonios).
Darme cuenta de lo mucho que una mujer puede aprender cuando deja atrás todo aquello con lo que creció me llenó el corazón.
La magia de viajar sola es inefable. Llegué a ese lugar para estudiar y prepararme mejor profesionalmente pero, siendo honesta, fue lo último que hice.
Después del cierre del semestre, caí en cuenta que me conocía más que nunca. La mujer de 23 años tímida e insegura se había transformado en una mujer de 23 años independiente, valiente, segura de sí misma, madura y consciente de su realidad.
Una realidad que nunca hubiera conocido si no hubiera viajado sola.
La primera vez es imponente, las dudas invaden, la confianza es escasa y las inseguridades florecen como jacarandas en primavera, pero en el camino todo eso desaparece y es cuando viajar sola se vuelve una adicción.
La libertad que experimenté en ese tiempo, solamente la puedo sentir cuando lo hago sola. Dejar de lado la opinión de los demás para hacerle caso a mi interior sigue siendo un reto cada vez que viajo, pero todavía no encuentro mejor fortuna que ese sentimiento.
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