En el tren rumbo al aeropuerto miro por la ventana y veo el paisaje gris oscuro de un mediodía frío entre Londres y Gatwick. Como cada octubre, Adam (el fotógrafo de esta historia) y yo hemos empezado a tomar vitamina D para combatir la depresión que da ver cómo los días se hacen más cortos muy rápido, que pronto será noche cerrada a partir de las cuatro de la tarde y que en nuestro armario hemos de hacer espacio para suéteres, gorros, bufandas, guantes y abrigos de plumas.
Sin embargo, antes de guardarlo hasta el próximo verano, aquí estamos con el traje de baño en la maleta, camino a Atenas. Vamos a conocer el velero Satori, invitados por su dueño, el empresario danés Claus Thottrup. Es viernes 13, así que mi parte española me reconforta asegurándome que, en realidad, el día de mala suerte es el martes 13 (ni te cases ni te embarques). Nada puede ir mal en este viaje.
En un Gatwick abarrotado de gente, y después en el avión lleno hasta el último asiento, nos damos cuenta de que octubre ya no es la temporada baja que solía ser. Todavía mucha gente sale de vacaciones, como la señora de más de 80 años sentada a mi lado, quien, apenas conteniendo la emoción, me platica de la inminente travesía que está a punto de realizar desde Atenas hasta Sicilia. Viaja sola y se ve que no es su primer crucero: “Uy, no, no. Me picó el bicho de los viajes cuando era joven y, ya sabes, una vez que te pica es imposible curarse”. Para mis adentros pienso que, bueno, tal vez no sea imposible. Desde la pandemia le he estado dando muchas vueltas a una frase de Gary Snyder que leí en un texto de Rebecca Solnit: “La cosa más radical que puedes hacer es quedarte en casa”. Cada vez me resulta más conflictivo viajar.
Pero esta vez tengo que darle la razón a mi compañera de vuelo. La picadura del bicho es imposible de resistir cuando te lleva a un lugar donde no has estado nunca, que llevas soñando con visitar desde que eras niña, cuando te fascinaban las historias de los dioses del Olimpo y los seres humanos que interactuaban con ellos en la soleada antigüedad de tu imaginación. Recuerdo a Carmen, mi maestra de griego en el instituto. Ella nos decía: “Cuando vayáis a Grecia…”, dando por hecho que iríamos. Y tenía razón. “Aquí voy, Carmen”, pienso para mis adentros cuando la señora deja de hablar, y sonrío. “Y encima, en un velero…”.
Ática y Claus
Esa misma noche nos embarcamos en el Satori, que nos espera en la marina de Agios Kosmas, 15 kilómetros al sur de Atenas. Entre unos cuantos yates enormes, blanquísimos y ultramodernos con aspecto de nave espacial, el Satori destaca discretamente con su casco azul marino de 41 metros de eslora, su castillo de popa de caoba y sus dos altos mástiles. Parece un viajero del tiempo que ha llegado hasta esta marina desde otra época, una con diferentes estándares de belleza. Es más pequeño que casi todos los barcos a nuestro alrededor, pero mil veces más bonito.
Al subir, Claus, Arianna (directora de marketing), Bianca (colega de Claus), el capitán Ali y el resto de la tripulación (son ocho en total) nos dan la bienvenida. Nuestras mochilas desaparecen discretamente, junto con el estrés y el tedio de los viajes en avión, y aparecen unas copas de vino mientras esperamos a otra pasajera, la escritora de viajes Ute Junker. Nos hemos acoplado de forma instantánea, como si este barco fuera nuestra casa y, estos desconocidos, nuestros amigos de toda la vida. Es el barco el que ha operado esta transformación, sin duda, y eso que aún no zarpamos.
La historia del Satori se irá desvelando poco a poco en los siguientes tres días, tejida con los hilos que Claus y su tripulación nos van echando, instigados por nuestras preguntas. Pero esa primera noche en una marina en Ática, copa de vino rosado en mano, aprendimos varios datos fascinantes: que el Satori, con su elegancia tan de 1920, sólo tiene poco más de seis años y que Claus y su esposa Jeanette lo diseñaron por dentro y por fuera con el apoyo del capitán Ali Aker y otros expertos en construcción náutica. También empezamos a darnos cuenta de la cantidad de accidentes y casualidades que tuvieron que confluir para que este sueño se hiciera una realidad voladora sobre la superficie del mar.
A ver, en realidad no es tan loco que lo diseñaran ellos mismos. Claus es un ingeniero que se dedicó durante años a la construcción en Londres. Jeanette es diseñadora de ropa y emprendedora. Los dos navegaron por el Mediterráneo antes de que el Satori izara sus velas. Claus aprendió a velear (como muchos chicos daneses) desde que era niño. Incluso navegó en Grecia con sus padres cuando era (más) joven.
En mi cabeza ya estoy escribiendo la historia: en realidad, el barco empezó con el sueño de Claus de tener un viñedo y hacer su propio vino. Ese vino rosado que tomamos nuestra primera noche en el barco, precisamente.
El vino y el barco
Per Gli Amici se llama el rosado, el tinto se llama Per l’Amore y el blanco Per Mia Madre. Son vinos de uva orgánica cosechada en su finca en la Toscana y los tres están deliciosos (el tinto se llevó la palma de oro, para mi gusto). Claus venía acariciando la idea de elaborar su propio vino desde que era un joven constructor en Londres. Después de años de trabajo y de “comer un sándwich frente a la compu”, el sueño empezó a tomar forma cuando, ya establecido en su negocio, se compró una pequeña casa en el norte de Italia donde pasaba largos fines de semana y sus demasiado cortas vacaciones de verano.
Años después, en 2001, ya con su mujer y con la intención de vivir temporadas más largas en la Toscana (y tal vez, sólo tal vez, hacer realidad su sueño de convertirse en viticultor), se compraron una casona del siglo XII en ruinas, la última que su agente en Italia les mostró de una larga lista de propiedades. Ésta tenía las puertas y ventanas lo suficientemente grandes como para iluminar los interiores, algo que en esta región no es tan fácil de encontrar.
Después de un primer invierno allá, descubrieron que las largas temporadas en Borgo Santo Pietro no iban a cuajar y fue entonces que decidieron transformar la villa, que en tiempos remotos fue parada de peregrinos, en un hotel cinco estrellas. Ni cortos ni perezosos, emprendieron juntos esta aventura que no estaba entre sus planes y, para hacerles el cuento breve (les llevó siete años terminarlo), hoy Borgo Santo Pietro es uno de los hoteles boutique más extraordinarios de Italia.
Después de muchos años (más de una década) de dibujar veleros en servilletas, de consultar con expertos, de hacer planes de financiamiento, mientras veían que el negocio de la hospitalidad de lujo no se les daba mal, Claus y Jeanette construyeron el Satori “from scratch”, supervisando cada detalle y llevando al mar la misma filosofía que desarrollaron en Borgo Santo Pietro: “Whatever you want, wherever and whenever”. Para ellos, respetar el ritmo de los invitados (o los pasajeros, en el caso del velero) es lo principal.
El barco lo construyeron en Bodrum, Turquía, “porque es de los pocos astilleros del mundo donde todavía saben trabajar la madera”, nos explica Claus. El diseño tiene algunas características que lo distinguen de otros veleros de este tipo, me dicen –no es que yo tenga el contexto necesario para hacer esta observación–. Al parecer, no es común encontrar un velero con un salón interior desde donde se ve el mar por todas las ventanas, o cuatro espacios diferentes al aire libre en cubierta, o una cocina profesional abierta en el castillo de proa o cabinas totalmente separadas de las de la tripulación. Supongo que también será poco común que un velero tenga un servicio de lujo con personas que te doblan la ropa y se aseguran de que tus lentes de sol no vuelen cuando las abandonas en algún lugar de la cubierta, así como un chef italiano extraordinario que se llama Bruno.
Primera parada: Egina
Por la mañana llega el último pasajero, Jean-Michel, un colega de la prensa francesa que se une a nosotros ante una memorable mesa de desayuno repleta de panes, fruta, granola (receta de la casa), un delicioso café y la emoción de que pronto saldremos del puerto para hacer nuestra primera parada. Vamos a Egina, una isla del golfo Sarónico famosa por sus pistachos y por ser el lugar donde se encuentra el templo de Afaya, uno de los tres templos más importantes de la antigüedad griega. La travesía es corta (¿hora y media, dos?) o a mí se me hace corta.
El barco tiene dos motores de 440 caballos de fuerza cada uno y, después de salir al mar con su ayuda, el capitán da la orden de soltar una de las velas, la cual cruje y se infla como un paracaídas. Por un momento, los motores se silencian y tenemos una mezcla de asombro, admiración y euforia ante la maravilla de este invento humano, la vela.
Grecia tiene entre 1,200 y 6,000 islas, dependiendo de qué tamaño se considere suficiente para que un pedazo de tierra rodeado de mar se pueda llamar así. De cualquier manera, este laberinto insular es lo que atrae a muchas personas que opinan que el verano en un velero es lo máximo de la vida. Claus tiene sus islas secretas (que no visitaremos, claro), lo mismo que mi amiga Elisa, que cada verano viene con su marido griego-estadounidense a velear por estos mares en los que se perdió Ulises y nunca me cuenta a dónde fue exactamente.
En Egina echamos el ancla cerca de una pequeña playa rodeada de colinas blancas y rosadas, con unas pocas casas a la vista. No hay nadie a nuestro alrededor y, en cuanto la tripulación baja las escaleras que llegan hasta el agua, nos echamos al mar. Jean-Michel dice que hay que estar al menos 15 minutos en remojo para aprovechar al máximo los beneficios del agua del mar. Que no se hable más. Adam toma un seabob, una especie de pequeño torpedo del que te sujetas y puedes sumergir o acelerarlo sobre la superficie. Lo veo alejarse a toda velocidad, riéndose y, a la distancia, parece que ha rejuvenecido y tiene 15 años.
El Satori también pone a tu disposición kayaks, una lancha rápida, bicicletas eléctricas para hacer excursiones en tierra, los mentados seabobs, un velero en miniatura para aprender a navegar y, por supuesto, esquís acuáticos, más un “ringo”, una dona flotante a la que te amarras y luego te dejas llevar jalado por la lancha motora, para los que quieren probar la emoción del esquí acuático sin tener que sufrir en lo que aprendes a no caerte a los dos segundos de lograr levantarte.
Pero no, gracias. Yo prefiero las lentes de un esnórquel y flotar silenciosamente observando los peces y erizos entre las rocas. El agua de color verde turquesa está a unos 22 °C todavía y el aire a unos 25 °C. Me alejo un poco del barco para verlo flotar a la distancia. Esto es el paraíso.
Nos espera una comida deliciosa en la cubierta del barco (calamares fritos, ensaladas, ceviche, un risotto de langosta). En un velero no hay espacio para grandes refrigeradores, como en otras embarcaciones más grandes, por lo que esta manera de viajar es a la fuerza sostenible en este sentido: hay que hacerse con provisiones en cada puerto y de esta manera apoyar la economía local. La vajilla es divina, hecha bajo pedido y diferente en cada ocasión, y los cubiertos son de plata, un tesoro encontrado por Jeanette y Claus en algún mercado de antigüedades (pertenecían a la marina italiana). Las conversaciones alrededor de la mesa de caoba se animan durante horas; saltamos de un tema a otro, nos vamos descubriendo poco a poco. Arianna y yo enseguida nos hacemos compinches: las dos fumamos, alejadas un poco del resto y disfrutando la compañía mutua.
Después de comer proseguimos con nuestro derrotero: nos dirigimos a Hidra, la isla donde se conocieron Marianne Ihlen y Leonard Cohen.
Hidra: mulas y un museo en miniatura
Llegamos un poco antes del atardecer. Además de ser el lugar donde vivió Cohen, la isla es famosa por sus mulas, que sirven para transportar gente y cosas, ya que los vehículos motorizados no están permitidos. Sólo hay un pueblo principal junto al pequeño puerto ubicado en una ensenada rodeada de colinas, como un anfiteatro. Después de una discreta bronca entre capitanes de yates, logramos atracar y los seis salimos a pasear, cada uno por su lado. Es sábado por la noche y el pueblo está animado, pero se siente el fin de la temporada en las mesas vacías de las terrazas. En cuanto salimos del centro, las boutiques y los restaurantes desaparecen y nos cruzamos con poquita gente, una mula y muchos, muchos gatos.
También nos topamos con un museo en miniatura colgado de un acantilado. Se trata del DESTE Slaughterhouse, un espacio de exhibiciones especiales que es parte de la DESTE Foundation for Contemporary Art en Atenas, establecida por el empresario y coleccionista griego Dakis Joannou. Allí, justo a la hora dorada del atardecer, nos encontramos con piezas de Maurizio Cattelan, Marcel Duchamp, Jeff Koons y muchos otros artistas en una exposición colectiva titulada “Dream Machine”. Muy apropiado. El barco es también un dream machine.
Esa noche, después de una larga cena turca, nos echamos en la cubierta de proa para ver una película al aire libre con palomitas y cobijas. Escogemos El exótico hotel Marygold, con Judi Dench, Dev Patel y Bill Nighy. A los pocos minutos de empezar, varios compañeros desaparecen discretamente y otros a emitir ruiditos roncos que indican que ya no están siguiendo la peli. Arianna y yo nos quedamos hasta el final, tal vez derramando algunas lágrimas.
A la mañana siguiente, antes del desayuno, me levanto temprano para caminar por el pueblo una última vez. Tomo mis zapatos en la oscuridad, salgo al muelle y ya en la calle me doy cuenta de que he tomado una alpargata y una sandalia. Sonriendo, me calzo los zapatos (total, los dos son planos) y camino durante una hora divina, en silencio, mirando el mar, o medio perdiéndome entre callejuelas empinadas y estrechas. En uno de los recodos del alto acantilado me encuentro con un banco de madera dedicado a Leonard Cohen. Me siento allí a disfrutar la vista del mar y el amanecer. Se escucha una voz lejana cantando: es un pescador en su lancha. La placa en el banco dice “He came so far for beauty…”.
Dokos, Poros y un último vuelo
De nuevo empezamos el día con un baño en el mar, esta vez en una cala en la isla de Dokos. De nuevo nos remojamos mucho más de 15 minutos en un agua verde turquesa. Nuestro día prosigue. Ali nos lleva a comer a una bahía en la isla de Poros. Una pequeña ciudad con un aire más señorial y cosmopolita que Hidra nos da la bienvenida, con sus casas blancas y azules. Después de comer zarpamos de nuevo hacia Egina, donde pasaremos una última noche a bordo. Esa tarde, la tripulación iza dos velas, se apagan los motores y durante aproximadamente una hora sublime volamos en silencio por el golfo Sarónico.
Platico un ratito con el capitán en su cabina. Este hombre turco de 44 años da la sensación de ser mayor de lo que aparenta por la autoridad que irradia su presencia. Lleva desde los 14 en el mar. La historia personal de Ali también está entrelazada con la de este velero, pero no creo que éste sea el lugar adecuado para narrarla… Cuando estés en el Satori, pídele a él que te la cuente. Sólo tienes que preguntarle cómo conoció a su mujer.
Hay un comienzo alternativo de la historia. Hace muchos veranos, Claus y Jeanette navegaron juntos por estos mares en una goleta turca que rentaron. Durante ese viaje, ella tuvo un momento de iluminación, lo que los budistas en Japón llaman satori. La mezcla del viento, el mar, la belleza de nuestro planeta, la compañía de los seres que necesitas y amas, la sensación de libertad…, todo eso junto provocó esa fugaz iluminación. Y en ese momento (o tal vez un poco más tarde, cuando regresaron las palabras, con copa de vino en la mano), Jeanette le dijo a Claus: “Si algún día tenemos un velero, lo llamaremos Satori”.
¿Quieres navegar en el Satori?
- El Satori está disponible como charter de uso exclusivo entre mayo y octubre. Recomendamos mucho el principio y el final de la temporada.
- Las travesías se diseñan a la medida de los pasajeros. El Satori suele navegar entre Italia, Turquía y Grecia.
- Máximo 10 pasajeros, repartidos en cinco cabinas espaciosas con baños y escotillas desde las que se ve el mar. Una de las cabinas se puede transformar en spa con un sauna de vapor incluido. La cabina master cuenta con una espectacular bañera de madera.
- Los jabones y las cremas Seed to Skin, disponibles en las cabinas, son orgánicos, creados por la propia Jeanette en su laboratorio de Borgo Santo Pietro.
- Una semana en el Satori tiene un costo de entre 100,000 y 110,000 euros.
- Los alimentos, las bebidas, el combustible y las pernoctaciones en el puerto deportivo son extras.
Para más información, visita satoriyacht.com