El triángulo dorado (versión gala): guía por París y la costa Azul

París. Biarritz. Cannes. La vuelta a Francia en un verano de cielos azules y días de sol que comienzan muy temprano y terminan más tarde.

31 Dec 2024
El triángulo dorado (versión gala): guía por París y la costa Azul

Siempre tendremos París…

La aventura tenía que comenzar en alguna parte y la cita es en París. En el Hôtel du Louvre, para ser más exactos. En una esquina ochavada, el edificio se levanta entre la Rue de Rivoli y Saint-Honoré, sobre la calle que conduce al museo más importante del país. Estamos en pleno corazón de la ciudad, en el Distrito 1. A partir de este punto se va nombrando los arrondissements como si siguieran la figura de una caracol en el sentido de las manecillas del reloj.

Al abrir las ventanas de mi habitación, en el último piso, me siento en la cima de la ciudad, controlando a quienes cruzan hacia al museo y los que van hacia el otro lado de Saint-Honoré, a la Plaza Colette. Justamente ahí se encuentra una de las bocas del metro más originales de toda la ciudad, Le Kiosque des noctambules, obra del artista plástico Jean-Michel Othonie, con una serie de columnas formadas por esferas de aluminio. Un poco más al fondo se alcanza a ver el acceso a otra pieza de arte contemporáneo ya mítica, las columnas del Palais Royal, de Daniel Buren. Las dos son paradas perfectas para los coleccionistas de momentos de redes sociales.

Pero regresemos al hotel. Construido en 1855 por órdenes de Napoleón III, el edificio refleja el perfeccionismo de Haussmann, quien transformó París con sus grandes bulevares. De hecho, el inmueble se pensó como parte de todo un desarrollo para recibir a viajeros que llegarían a París para disfrutar la Ópera, que abriría sus puertas en 1875. Se trataba de uno de los primeros hoteles modernos, por eso podía ofrecer baños completos dentro de las habitaciones, además de grandes avances tecnológicos, como elevadores y calefacción. Hoy, aunque obviamente ha sido renovado por completo y adaptado a la vida contemporánea, el hotel mantiene ese aire histórico.

Hôtel du Louvre, en una ubicación privilegiada en París.
Hôtel du Louvre, en una ubicación privilegiada en París.

Para nuestra primera cena, y para presentar al grupo, nos encontramos en la Brasserie du Louvre-Bocuse, que lleva el nombre del mítico Paul Bocuse, padre de la gastronomía. Somos tres brasileñas, dos inglesas y una mexicana, lo que hace que nuestra plática transcurra del portuñol al inglés sin mucho esfuerzo. Sentadas alrededor de la mesa, nos disponemos a elegir de un menú de clásicos comandado por el chef Denis Bellon. Desde una deliciosa sopa de cebolla gratinada hasta terrina de foie gras, steak tartare o un espectacular pollo con morillas y arroz. Los postres no se quedan atrás y mi momento favorito de la noche lo protagonizan las crêpes suzette Grand Marnier, preparadas in situ. Pienso que deberían existir más espacios como éste, que rescatan esa tradición de terminar de preparar platillos icónicos ante la mirada de los comensales. Uno de mis deportes consentidos.

En París, claro, siempre hay mucho por hacer y no hay estancia que alcance para verlo todo. Más allá de asomarme temprano al Sena, pasar una mañana en la Colección Pinault y una tarde en el Centro Pompidou, esta escapada pedía un visita especial, a la Ópera Garnier. Y debo confesar que, a pesar de la fortuna de visitar esta ciudad muchas veces, nunca había tenido la oportunidad de entrar a este espectacular edificio que lleva el nombre de su creador, el arquitecto Charles Garnier, quien lo diseñó siguiendo el estilo Napoleón III. Así que allí nos reunimos al día siguiente, para un tour muy especial que nos permite visitar el recinto con absoluta tranquilidad, asomándonos a los distintos salones, al escenario principal y también tras bambalinas.

Aunque polémica desde un inicio, sin duda la parte más especial de la visita es poder admirar sin prisa, sentada en una de las butacas de la sala principal, la espectacular obra de la cúpula, del pintor ruso-francés Marc Chagall. Inaugurados en 1964, los murales fueron un encargo del entonces ministro de Cultura, André Malraux. La riqueza de colores y texturas del diseño de Chagall contrasta y resalta de manera dramática con el dorado de la arquitectura. Sin duda, la mejor manera de disfrutarlos es así, cuando no está pasando nada interesante en el escenario y uno puede dedicarse a descifrar con calma los diseños del techo. Cerramos esta primera escala del viaje en Coco, un restaurante que ahí mismo, dentro del edificio de la Ópera, nos trae de vuelta al siglo xxi, con músicos que animan la noche entre las mesas. Es increíble pensar en todo lo que sucede dentro de un mismo bloque de concreto.

El resto del tiempo en París se pasa volando. Hacemos una pequeña visita a Galeries Lafayette, otro de los viejos conocidos del barrio. Pero más allá de enfocarnos en las compras, aprovechamos la hermosa terraza abierta al público hace ya un par de años y donde hay también la posibilidad de comer mientras se aprecia una de las mejores vistas de la Ópera Garnier. Creatures es el nombre del restaurante a cargo de Julien Sebag y que ofrece un menú totalmente vegetariano. Hacemos también un recorrido en barco por el Sena, para revisar que todo esté en orden para los Juegos Olímpicos que darían comienzo unos días más tarde. Sin embargo, como decía, París nunca es suficiente y dejamos la capital con ese sentimiento de que los días no nos alcanzaron y quedaron demasiados pendientes en la lista.

Biarritz, según la emperatriz

La segunda parada de este viaje es también napoleónica, y ahora explicaré por qué. Aterrizamos en Biarritz, en las frías costas de la bahía de Vizcaya. Apenas 50 kilómetros separan esta pequeña ciudad de San Sebastián, en el País Vasco. Y aunque ambas comparten muchas similitudes, Biarritz se siente distinta. Sin duda algo tiene que ver el gran edificio del Hôtel du Palais, que separa la playa de Biarritz de la playa Miramar. El responsable de esta obra fue también Napoleón III, que mandó construirlo en 1854 como regalo para su esposa, la emperatriz Eugenia de Montijo.

Solitario, en lo alto de un pequeño acantilado, el palacio ha mantenido a tal grado su diseño original que al entrar me siento automáticamente fuera de lugar. La emperatriz podría aparecer en cualquier momento y encontrarnos vestidas con jeans, tenis y camisetas, un verdadero descuido de nuestra parte. Y aunque hay niños jugando en los patios exteriores, así como relajadas familias de viajeros tomando el té, no logro sacudirme ese sentimiento de que no correspondo a ese lugar. Mi espaciosa y elegante habitación mira hacia el mar, que se extiende de un lado al otro en una playa de arena suave pero de tonos fríos. Las olas rompen a todo lo largo, bien extendidas. El clima es temperamental y, cuando salgo a caminar por el paseo marítimo que lleva hasta el casino, un rayo de sol alumbra mis pasos y la ordenada hilera de sombrillas con rayas de colores que decora la playa.

Nos reunimos de nuevo para cenar en el espectacular salón principal y, esta vez, me visto como debería haberlo hecho al llegar: con esmero y un vestido digno para la ocasión. De hecho, Alain Ducasse, otro de los padres de la gastronomía de este país, dijo alguna vez que La Rotonde era el restaurante más bello del mundo, y a las nueve y media de la noche, cuando el sol empieza a ponerse en el horizonte, estoy totalmente de acuerdo con él. Podría o no haber influido también en este juicio el aperitivo de la casa –champaña con flor de sauco–, el plato de foie gras y el espectáculo del pato rostizado, que hace acto de presencia a un lado de la mesa, sobre un simpático carrito, desde el cual el mesero termina de preparar nuestros platos con generosas rebanadas. Es antes del postre cuando aprovecho una pausa para salir a despedirme del sol en la terraza y coincido totalmente con Ducasse. Nunca vi un mejor spot para sentarme a cenar.

El icónico Hôtel du Palais en Biarritz.

Como tenía que ser, el postre que elegimos es de nuevo las crepas, que aquí llaman Suzy Flambée. Y, como tenía que ser también, las preparan delante de nuestra mirada curiosa. No importa cuántas veces haya visto el espectáculo, lo sigo disfrutando y saboreando cada vez. Así cerramos nuestra primera jornada en la casa de la emperatriz, quien todavía me parece que podría aparecer en cualquier momento. Y, de hecho, de alguna forma lo está, pues el emblema de la abeja que representaba al emperador se repite mil veces en las alfombras que decoran los largos pasillos del hotel.

Aunque el origen de Biarritz está en la pesca de ballenas, desde que la emperatriz se enamoró del destino y construyó su palacio la vida en el pueblo pesquero cambió radicalmente. A partir de entonces empezaron a llegar otros monarcas a pasar temporadas aquí, lo que hizo que proliferaran villas, casinos y palacios. Conocida entonces como la playa de los reyes, aquí veraneaban la reina Victoria y la emperatriz Sissi. Más adelante, ya durante el siglo XX, Biarritz volvió a cambiar cuando se convirtió en una de las primeras playas de Europa en introducir el surf.

Es así como, después de un generoso desayuno con vistas desde La Rotonde, salimos a una lección privada de surf. Enfundadas en wet suits y camisetas blancas con rayas azules que parecen combinar con las sombrillas, nos abocamos a nuestra lección. Milagrosamente, después de un par de intentos conseguimos trepar en la tabla mientras las olas nos acercan hacia la costa. Desde fuera, probablemente una maniobra sencilla, pero, desde nuestra perspectiva, una verdadera hazaña conseguir ponernos de pie aunque sea por unos segundos. La actividad justifica que hagamos una parada para almorzar en la Plage du Port Vieux, desde donde la costa nos regala un paisaje dramático entre el mar, las rocas y los elegantes edificios que se asoman desde lo alto.

La tarde se nos escapa en un recorrido por las simpáticas calles del centro de la ciudad, llenas de tiendas que ofrecen todo tipo de especialidades locales, además de marcas de lujo que bien podrían estar en París o Singapur. Sería ideal ocupar este tiempo para comprar unas clásicas espadrilles o los textiles de Jean-Vier, una famosa casa fundada en 1981, con sede en Saint-Pée-sur-Nivelle, y que desde entonces fabrica delicados textiles que capturan las esencia vasca de la región. También sería buena idea acercarse a la boutique de K-Way, posiblemente la más famosa marca de impermeables francesa, que desde sus inicios en 1965 ha visto un renacimiento en los últimos años.

Después de perderme un buen rato entre tiendas, termino en el mercado, donde los productores ofrecen todas las especialidades de la región. Finalmente, estamos en el País Vasco francés, y son muchas las influencias gastronómicas que comparten ambos lados, como el jamón de Bayona o la pimienta de Espelette –también perfecta para un regalito o recuerdo–. Ya es tarde y algunos de los locales están cerrados, pero así como hay muchos que ofrecen frutas, verduras y otros productos para cocinar, hay también muchos otros que venden platos ya preparados, así que es una buena opción para acercarse a tapear. A la salida tengo la buena idea de parar en Maison Adam, una dulcería que se especializa en macarrones versión Saint-Jean-de-Luz. No podría describir el sabor de estas galletitas que nada tienen que ver con lo que nosotros llamamos macarrones, solamente voy a decir que, si hubiera sabido lo deliciosos que iban a resultar, hubiera traído tres cajas.

Aun así, hubo espacio para la cena. Esta vez en Le Sunset, en la parte exterior del Palais, a un costado de las albercas. Decidimos que nada iba mejor con este cliché que una generosa fuente de mariscos: ostiones, caracoles, camarones, cangrejo y almejas, todo dispuesto en tres maravillosos niveles y arropado por una delicada capa de hielo. Es en momentos como éstos, cuando se comparte una fuente así, que agradezco que mi marisco favorito sea el menos popular. Los bulots son caracoles de mares fríos, imposibles de conseguir en nuestros cálidos mares, y que no suelen tener mucho éxito. Esa noche creo que acabé con todos.

Me despido de Biarritz bien temprano. Salgo corriendo hasta el faro que se encuentra en un extremo de la playa Miramar. Es necesario subir un poco y alejarse de la playa para llegar hasta él. Pero vale la pena el esfuerzo, pues desde aquí la ciudad se entiende de otra manera: allá abajo primero, los acantilados y sus hermosas rocas, y un poco más allá, las playas, con el Palais en medio de todo. En un día claro sería posible ver hasta España, a tan sólo 30 kilómetros, pero el clima aquí tiene carácter y la mañana de hoy el cielo está encapotado. Me tocará solamente imaginarla.

Cannes y su inigualable Croisette

De entre todas las localidades de la Riviera francesa, ninguna tiene un aura tan glamurosa como Cannes. Aquí, la culpa la tiene el cine, que desde 1946 la convirtió en el punto de encuentro de artistas de todo el planeta. Sin embargo, cuando el cine llegó a este poblado del Mediterráneo, enmarcado por los Alpes marítimos, el turismo ya lo había descubierto también. No por nada, en 1929 el empresario Emmanuel Martínez se había dado a la tarea de crear un hotel de gran lujo en medio de la famosa playa de La Croisette. Fue así como nació el Hotel Martínez, con un diseño art déco que afortunadamente ha llegado hasta nuestros días.

Y aunque durante todo el año la ciudad tiene lo suyo, en el verano es cuando la locura del turismo toma sus calles y la convierte en una fiesta absoluta. De hecho, es la primera vez que visito Cannes fuera de la temporada invernal y, al inicio, me resulta sorprendente la cantidad de viajeros que pasean por la playa o curiosean en los escaparates de la Rue d’Antibes. Aquí se encuentran las tiendas comunes, donde cualquiera puede entrar para llevarse un vestido o un traje de baño. Sobre La Croisette, en cambio, se encuentran sólo las tiendas de lujo: Dior, Chanel, Gucci, Saint-Laurent, Louis-Vuitton, Ferragamo, Hermès. No sé si sea por el tamaño de las boutiques, relativamente pequeñas, o por la disposición al lado del paseo marítimo, pero siempre me ha parecido que no hay mejor lugar para el window shopping que Cannes. Hay que hacer la caminata sin prisa, desde el Palais du Festival hasta el Martínez, poniendo mucha atención en cada escaparate para elegir así el modelo favorito.

Nos encontramos en lo más alto del hotel para despedir la tarde, en un departamento que lleva el nombre de la actriz Isabelle Huppert y desde el cual es posible ver la bahía completa, con el puerto viejo que se levanta hacia la derecha y el recorrido de La Croisette adornado por pinos mediterráneos. Son las nueve de la noche y el sol apenas empieza a teñir de rosa el cielo, que hasta hace unas horas era completamente azul.

Renovado en su totalidad apenas en 2018, el Martínez es uno de esos establecimientos míticos que siempre mantiene el diseño original. Sus habitaciones son espaciosas y limpias, de tonos claros y luminosos, y los detalles de art déco están en todas partes, desde el diseño en las paredes hasta los cabezales de las camas. Lo único que ha cambiado radicalmente es el patio interior del hotel, hoy transformado en un hermoso jardín interior con piscina y una exuberante vegetación que le regala privacidad a los huéspedes que disfrutan el buen clima.

A diferencia de Biarritz, Cannes tiene un clima mucho más estable. Y aunque estamos todavía a unos días de que el verano comience formalmente, el calor ya hace de las suyas. Salimos por la mañana a Saint-Honorat, una pequeña isla en la bahía de Lerins donde, desde el año 400, funciona un monasterio. Hoy, aunque todavía es hogar de un pequeño grupo de monjes, también recibe a viajeros que se acercan a conocerla y pasar un rato recorriendo los viñedos y olivos. Hay un pequeño restaurante y una iglesia, junto al monasterio, donde también reciben a quienes andan buscando una desconexión total.

En Cannes, aunque la mayor parte de la actividad se concentra en la zona de la playa, vale la pena tomarse un rato para explorar las callecitas del viejo puerto que suben hasta el antiguo castillo. Durante el día, tranquilas y silenciosas; por la noche, animadas por los cientos de bares y restaurantes que se esconden en cada callejón. Allá arriba, en lo más alto, el Museo de los Exploradores del Mundo muestra los caprichos que coleccionó un personaje llamado barón Tinco Martinus Lycklama à Nijeholt y que vinieron a terminar aquí, con vistas hacia el mar.

Esa misma noche, y también con vista al mar, cenamos en el restaurante de la playa. Miro el reloj cuando el sol está a punto de ponerse: son las nueve y media de la noche y el naranja ilumina la mesa todavía llena de comida. Cenamos pissaladière, una especie de pizza provenzal que lleva cebolla caramelizada, aceitunas y anchoas. A las 10 de la noche hemos terminado, ha comenzado a anochecer y nos espera un espectáculo mucho más dramático que las crepas. Resulta que, por azares del destino, estamos aquí el día en que se lleva a cabo la competición anual de fuegos artificiales. Es un 4 de julio y el grupo pirotécnico de los Hermanos Caballer, de España, nos regala casi media hora de “¡guaus!” ininterrumpidos. El espectáculo va coordinado con un hilo musical que suena desde los barcos hasta nosotros. A la mañana siguiente, cuando salgo a correr por la playa, me cuesta trabajo imaginar el espectáculo de la noche anterior.

Pero el cierre de este triángulo dorado nos estaba esperando al día siguiente, en el restaurante La Palme D’Or, con una cena memorable debajo de una palma, en la misma mesa en que el jurado del festival se da cita cada año. El menú está inspirado en el guion de una película, en este caso dirigida por el chef Jean Imbert, y es especialmente corto: no más de 15 platos. Aun así me cuesta trabajo decidirme. Desde la manera en que cortan el pan que acompaña a los alimentos hasta la elección de unas hermosas copas para la champaña, con un tallo estilo art déco, cada detalle explica por qué este restaurante puede presumir dos de las más codiciadas estrellas de la gastronomía. Me decido por unos delicados camarones traídos del vecino golfo de Génova. Pero, una vez más, la estrella de esta película son los postres: la carta tiene solamente cuatro, así que aprovechamos para pedirlos todos y compartirlos. Desde un limón relleno hasta un soufflé con pera y bergamota, pasando por un obligado homenaje al chocolate. Junto con el café, una claqueta de cine que guarda una colección de petit four para terminar de alegrarnos la noche.

Así cerramos un recorrido por tres de los destinos más icónicos de Francia. Cada uno con un carácter totalmente diferente: París, siempre cosmopolita y dinámica; Biarritz, aristocrática y temperamental, y Cannes, luminosa y elegante. Distintos entre sí, pero absolutamente franceses al mismo tiempo, cada uno nos ha regalado unos días de verano inolvidables.

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