Las grandes ciudades han abolido el saludo. Ya nadie va por la calle dando los buenos días o preguntado cómo estamos. A lo mucho cabeceamos cuando no queda remedio. Por eso, al principio pensé que en Extremadura me confundían con alguien más. Yo, que toda mi vida la he pasado en Ciudad de México, donde los coches no dejan cruzar a los peatones y mucho menos nos saludamos entre desconocidos, no le devolvía el gesto a ninguno de los extraños que me abordaban con familiaridad. Pensaba que se trataba de un malentendido, pero en unos pocos días entendí que eran los rasgos de una simpatía que ya no se encuentra fácilmente.
Descubrí que en estos pequeños pueblos del interior de España incluso tienen varias formas de saludarse, dependiendo de la situación. Por ejemplo, hay una diferencia entre decir “hasta pronto” o “hasta luego”, dependiendo del tiempo que transcurrirá antes de un próximo encuentro. También inventaron el muy preciso “hasta ahora”, que suena redundante, pero sirve para las despedidas más breves, como excusarse para ir al tocador o salir a fumar en una fiesta. Incluso, cuando dicen “adió” –así, aspirando la ese final, como es típico en el acento regional–, en realidad están saludándose.
Son como esas sociedades nórdicas, los inuit o los fineses, que han tenido que inventarse decenas de términos para describir la nieve. Palabras que varían según características muy específicas, como la textura, el color o su utilidad para construir un iglú. Aunque no tengan sentido para un extranjero, son distinciones cruciales para quienes conviven con la nieve 12 meses al año. Sin embargo, mientras que el lenguaje refleja la fría realidad del norte, en Extremadura es ejemplo de una calidez excepcional.
El encanto de los pueblos fantasma
“¿Vas a Extremadura?, pero allá no se para nadie. Hombre, ni los mismos extremeños”, me dijo un amigo español cuando le conté de mi viaje. Algo de razón debía tener porque he de admitir que ni siquiera podía ubicar mi destino en un mapa. ¿Qué sabía de este lugar? Había estado en España varias veces, pero nunca cerca de esas ciudades y pueblos con nombre de apellidos, como Trujillo y Cáceres, o bien de lugares en América, como Medellín o Mérida. Sin embargo, pronto supe que, en realidad, conocía mucho más de lo que creía sobre este rincón. No era casualidad que todos esos nombres me sonaran tan familiares.
Extremadura es una de las 19 comunidades autónomas que hay en España. En el centro-oeste de la península, su territorio recorre gran parte de la frontera portuguesa y desde Madrid se llega en menos de dos horas y media en auto. El trayecto es una especie de augurio de lo que espera más adelante. Tan pronto sales de la urbanización contenida por la M-30, la autopista que circula la capital española, el camino se vuelve una lenta transición hacia un mundo más viejo. El pavimento cede frente al adoquín, los edificios pierden altura y el campo se vuelve el protagonista.
Por la ventana iba quedando claro que ésta es una región volcada en su agricultura. A un costado de la carretera se desplegaron los primeros campos de pimentón de La Vera que, junto con el jamón ibérico, es el producto estrella de la zona. Un polvito rojo, resultado de la molienda de muchas variedades de pimientos secos, que se enlata y se usa en toda España para sazonar caldos, carnes y el pulpo a la gallega. En la comarca de La Vera, que tiene su denominación de origen, es una razón de auténtico orgullo. Se vende como souvenir en cualquier tienda y su producción emplea a buena parte de su gente. Bueno, al menos a la que se ha quedado.
En una vuelta rápida por las estrechas calles de Jarandilla, la población más importante de la comarca, tuve mi primera probada de todo el encanto extremeño: los primeros e inesperados saludos, los caminos empedrados y los edificios que han aguantado de pie a lo largo de siglos de historia. Por su posición estratégica, justo al centro de la península, ésta fue una región de importancia política tanto para los romanos como para la Corona, y eso quedó plasmado en palacios, iglesias y monumentos que forman un panorama que parece inventado, sacado de un museo.
Carlos V incluso escogió la región para retirarse y uno de los palacios en los que vivió se ha conservado casi intacto, para convertirse en el Parador de Jarandilla, un hotel donde, de hecho, me hospedé. Desde el castillo del siglo XVI, en la cima del pueblo, se enmarca la postal colonial perfecta de casitas con techo de teja, entre pequeños y sinuosos caminos, y, al fondo, la infinidad del campo español. Sin embargo, algo más se hace evidente: las calles están prácticamente vacías. El silencio durante mi paseo lo confirma. ¿Dónde está la gente?
Salvo por algunas viejitas que transitan lentamente por la banqueta y uno que otro auto que aparece de súbito, camino solo por este pueblo de cuento. Así se ve la “España vaciada”, un fenómeno que ha azotado todas las zonas rurales del país desde mediados del siglo pasado con un éxodo masivo, sobre todo de gente joven. Con excepción de las capitales de provincia, en comunidades como Extremadura el crecimiento de la población desde los ochenta ha sido menor que 10% o incluso negativo. De hecho, la densidad en el territorio extremeño, de apenas 25 habitantes por kilómetro cuadrado, es la menor en toda España, junto con la de Castilla y León.
Las nuevas generaciones han tenido que tapiar las casas donde sus familias han vivido por siglos, hacer maletas y salir hacia los núcleos urbanos que concentran las oportunidades del mundo moderno. Esto, desde luego, ha traído sus propios problemas: uno de los PIB per cápita más bajos del país, el envejecimiento de la población, un descenso en picada de los nacimientos y el abandono de los campos. Sin embargo, los que se quedan resisten.
Proyectos como Los Confites han vuelto a ver el potencial de la agricultura en esta región, beneficiada por unas condiciones naturales excepcionales, con mantos acuíferos subterráneos que la hacen extremadamente fértil. Esta granja orgánica a las afueras de Jarandilla lo ha aprovechado para sembrar uvas, olivos y rosas, e incluso criar gallinas. “Estamos incorporando oficios que van a desaparecer”, me dice María Franco, quien junto con su esposo Javier ha levantado toda esta operación desde 2017, adecuando el terreno para sembrar y rehabilitando una antigua finca.
La granja emplea a los vecinos de la comunidad, sobre todo a personas mayores que siempre han trabajado en el campo y aportan su experiencia a una producción artesanal que, además de propósito, tiene muchísimo sabor. Lucía, la hija de María y Javier, es la chef de la cocina de Los Confites, donde usan su propio producto y el de otras marcas locales, como viñedos y charcuterías de la región. Probé un menú que empezó con una flor de calabaza frita, rellena de queso, y terminó con la versión española de una quesabirria que improvisaron en cuanto supieron que los visitaba desde México. Las sorpresas que da la extraordinaria calidez extremeña.
Extremeños ilustres
En realidad, el extremeño siempre ha sido errante. Así como en la actualidad los jóvenes están abandonando los pueblos por toda la región, hace siglos otros emprendieron un viaje más largo. Entre ellos iban unos jóvenes Francisco Pizarro, Pedro de Alvarado y un tal Hernán Cortés. Mientras termino mi comida en Los Confites, rodeado de olivos y con vistas a la sierra de Gredos, la imponente cordillera que recorre el oeste de España, sólo puedo pensar que debe ser una auténtica tragedia tener que irse de aquí.
Por algo todos los que se van quieren llevarse un pedazo con ellos. Incluidos los conquistadores de América, que se fueron prácticamente a ciegas, atraídos por la promesa de abundantes riquezas en el Nuevo Mundo y, aunque quizá encontraron lo que buscaban, no lo hicieron sin sucumbir a la nostalgia. Iban bautizando los poblados en su camino con nombres que ya conocían de casa: Mérida, Albuquerque, Medellín, Talavera; construían edificios y calles iguales a las que dejaron del otro lado del Atlántico, e incluso importaron a sus santos patrones.
Bien pude haber confundido mi siguiente destino con un pueblo del Bajío o Oaxaca, pero en realidad es uno de los sitios de peregrinaje más importantes de España. Los fieles han viajado hasta acá desde el siglo XIII, incitados por la aparición de una virgen que recibió el nombre del pueblo y después se convertiría en el ícono religioso de Extremadura y uno que otro lugar en el resto del mundo: la Virgen de Guadalupe. ¿La misma que la de México? Sí y no. La verdad es que, para un hereje como yo, puede ser muy confuso todo este tema de las advocaciones marianas y sus diferentes versiones.
La imagen de la virgen se resguarda en el Real Monasterio de Santa María de Guadalupe, una basílica designada Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO por la insólita mezcla de estilos arquitectónicos que se aprecian en su construcción: gótico, mudéjar, renacentista, barroco y neoclásico, todo en un mismo edificio. Pero, a diferencia de la basílica mexicana, donde la imagen de la virgen se expone a los visitantes sin obstrucciones, para verla aquí los devotos tienen que subir hasta un camarín oculto.
Uno de los padres franciscanos que viven en el convento acompaña a los grupos de visitantes durante el ascenso con más de 100 escalones. No es precisamente fácil, pero él llega hasta arriba fresco. “Ayuda a mantenerse joven”, dice bromeando mientras todos los demás recuperamos el aliento. Lo cierto es que el esfuerzo vale la pena, hasta para los más herejes. En una clase maestra del barroco: el camarín guarda tanto ornamento como puede contenerse entre cuatro paredes, con pisos de mármol, su propia bóveda, columnas doradas y nueve pinturas de gran formato, todas obra de Luca Giordano. La imagen de la virgen está en una habitación aparte, todavía más reducida, escondida detrás de una especie de pared giratoria que el padre hace girar con algo de histrionismo. La pequeña escultura ciertamente no es una imagen convencional de la virgen, su rostro moreno es su rasgo más distintivo y también muy conveniente para conectar con los nativos en las colonias, a donde sería llevada como vehículo de evangelización.
América y Extremadura están irremediablemente vinculadas por coincidencias de este tipo que fui encontrando por todo el viaje. Algunas son más evidentes, otras quizá sólo visibles para quien sabe exactamente dónde buscar. En el centro de la plaza de Trujillo, mi siguiente parada, se levanta una gran estatua de Francisco Pizarro montado a caballo y que es imposible ignorar. Pizarro nació y vivió aquí antes de irse a América para conquistar Perú, donde es una figura controvertida, por decir lo menos, pero que en su patria respetan cerca de la adoración.
Trujillo es famoso precisamente por su relación con la Nueva España. Con las riquezas que regresaban de las colonias se construyó una de las potencias económicas más importantes de la época, con palacios y catedrales. Sus calles guardan muchísimas curiosidades históricas, como la casa museo del propio Pizarro, pero también lugares que fueron relevantes en otros tiempos, como una fortaleza árabe del siglo IX que se utilizó en tiempos del califato de Córdoba y recientemente fue una de las locaciones escogidas para filmar Game of Thrones.
Desde ahí no toma ni una hora llegar a Medellín, otro pueblo extremeño que en buena parte debe su fama a la conexión con Nueva España. De hecho, en proporción, ésta es la comunidad que más elementos aportó a la conquista. Al igual que en Trujillo, en la plaza mayor han levantado un monumento a su hijo más ilustre: Hernán Cortés, aunque, en contraste con el patrimonio de Pizarro, poco queda de sus primeros años de vida, apenas una placa justo frente al ayuntamiento, donde se asegura que vivió el conquistador de Tenochtitlan.
Sin embargo, Medellín ha ido descubriendo otro tipo de historia en sus entrañas. Por aquí pasaron los tartessos, una antigua civilización que durante la Edad de Bronce ocupó el sur de la península Ibérica, y también fue un importante emplazamiento para el Imperio Romano. Ambas sociedades dejaron un legado que literalmente se ha ido desenterrando.
A pesar de que hacía un día soleado y con temperaturas cercanas a los 35 grados, no pude dejar de subir hasta la cima del cerro Castillo, que vigila todo el pueblo. Las vistas son increíbles, desde ahí se puede ver el río Guadiana y el contraste de los puentes que lo cruzan, uno del siglo XVII, y el más moderno, que se hizo en 2002 para prolongar una autopista. Pero la verdadera recompensa del ascenso es el teatro romano que se descubrió en una de las laderas de la montaña, apenas en 2007. Debido a la vulnerabilidad de la estructura, la intervención de maquinaria tuvo que ser mínima y los habitantes del pueblo se unieron para excavar con sus propias manos, una labor que duró casi cinco años, porque, aunque los extremeños son buenos anfitriones, parecen ser aún mejores vecinos.
La frontera entre fronteras
El nombre de Extremadura viene del latín extremos, que significa frontera. La denominación claramente tiene que ver con la cercanía a Portugal, pero en realidad ésta es una región fuertemente influenciada por varias culturas y definida por sus límites con otros territorios: al oeste con Portugal, al norte con toda la tradición gallega, al sur con Andalucía y su historia árabe, y al este con el flujo cosmopolita que llega de la capital española.
En ningún otro momento pude percibir tanto esta diversidad como con la cocina típica que probé en el restaurante 7 de Sillerías. Cerveza y vino locales, además de unos gambones que medían lo mismo que mi antebrazo y unas preparaciones que no hubiera esperado encontrar en un discreto negocio familiar escondido entre los callejones de Trujillo. Aquí probé vieiras, unas conchas que también son típicas de Galicia (de hecho, son el símbolo de referencia para los peregrinos del Camino de Santiago), perdices en escabeche, entre codo (como se le conoce en los rumbos al entrecot) y el anguila roll, mi favorito, que aun meses después me hace salivar sólo de recordarlo: una reinterpretación del clásico lobster roll, que sustituye la langosta por la anguila típica de la región, contenida en un bollo de brioche con mayonesa trufada.
Cuando salí a la calle para caminar un poco y combatir el empacho del atracón, me encontré con la hora de la siesta en toda su plenitud. Siempre había pensado que esto era una caricatura española, un mal estereotipo, porque en mis otros viajes nunca había notado con tanta fuerza este periodo de somnolencia pactado que, entre la una y las cuatro de la tarde, cierra negocios y deja las calles desiertas (incluso para los estándares extremeños). Antonio, el guía que me acompaña por la ciudad, me da la razón. “Las siestas se han vuelto cosas de pueblos chicos”, me dice. Sólo estos lugares, inmunes a los vicios y las prisas de la modernidad, pueden darse el lujo de interrumpir todo para un descanso fisiológicamente necesario tras la comida. Hay tanto que envidiar de las buenas costumbres extremeñas.
Pronto me sorprendo fantaseando con la lentitud y la tranquilidad de este estilo de vida. Me veo haciendo una vida aquí, lejos del ruido y el tráfico. Empiezo a convencerme y calcular lo necesario para hacerlo posible. Sin embargo, llego a Cáceres y recuerdo que soy un hombre de ciudad. No puedo evitar emocionarme con las grandes avenidas y los primeros edificios de más de cuatro pisos que he visto en toda la semana, con el bullicio de pequeñas multitudes y el rumbo de los transeúntes (¡en plural, después de tanto tiempo!).
No es que Cáceres sea ajeno a la cultura y las tradiciones del resto de Extremadura. Esta ciudad también tiene un legado profundo. Aquí incluso llegó la descendencia del mismísimo Moctezuma, por medio de sus nietos, quienes, después de la conquista, vivieron en un palacio medieval que aún existe muy cerca de la plaza mayor. Los cacereños tampoco desconocen los problemas que brotan por toda la comunidad, incluyendo las altas tasas de migración que han provocado la desaceleración de la economía y el envejecimiento de la población. Las escuelas aquí incluso están cerrando. De hecho, el Gran Hotel Don Manuel, donde me hospedé en Cáceres, solía ser un instituto que vio desfilar entre sus aulas a alumnos de la talla de Pedro Almodóvar. Los locales aseguran que el colegio inspiró la trama de La mala educación.
Apenas corto de los 100,000 habitantes, Cáceres no es Madrid, pero tampoco tiene intención alguna de serlo. Aunque es la ciudad más grande de Extremadura, por extensión, y la segunda más poblada, a mí me pareció un punto medio perfecto entre el frenesí de la vida urbana y la calma del retiro provincial. La gente que no me conocía me seguía saludando por la calle y la arquitectura todavía tenía el encanto colonial que había visto en las paradas previas del viaje, además de que podía caminar por grandes parques, como el increíble Paseo de Cánovas, donde siempre suceden eventos culturales, y sentarme a tomar una cerveza en las animadas terrazas a su alrededor.
En Cáceres también tuve mi extraordinario encuentro con El Buscón, una librería de fondo y de libros viejos atendida por Antonio Sánchez. Llegué preguntando por un libro muy específico sobre futbol italiano que sólo se edita en España y el cual no había podido conseguir en otro lado, y aunque en El Buscón tampoco lo tenían, Antonio me recomendó otro sobre el tema, que resultó mucho mejor. Él, que normalmente sólo atendía a sus vecinos y uno que otro curioso, estaba algo sorprendido de que un forastero hubiera dado con su negocio. Parecía genuinamente interesado por lo que me había llevado a Extremadura y, después de que le hablé sobre mi viaje, terminamos platicando por algo así como una hora sobre la vida en su ciudad, los cuentos de Juan Rulfo, los goles de Hugo Sánchez y la música de Los Planetas. Antes de irme, me recomendó más libros y me regaló otros “para leer en el largo camino que tenía a casa”.
El viaje se agotaba, pero antes había que pasar por Mérida, la capital de Extremadura, que no sólo comparte nombre con cierta ciudad yucateca, sino con otras en Venezuela y Filipinas. Para conmemorar esta hermandad, los extremeños han creado la Plaza de las Méridas del Mundo, con un obelisco y un mapa que recuerda todas las ciudades homónimas. Es tan sólo una de las muchas cosas que hay que ver aquí.
La Mérida extremeña siempre ha sido una ciudad de importancia política. No sólo ahora que es la capital de la comunidad autónoma, sino sobre todo cuando los pueblos romanos ocuparon la península ibérica. Entonces también fue la capital de la provincia romana de Lusitania, que se extendía por casi todo Portugal y buena parte del oeste de España. Esa época dejó sus rastros con un vasto legado arqueológico que incluye un teatro preservado en condiciones extraordinarias, el antiguo templo de Diana, que data del siglo I, y todo el acervo del Museo Nacional de Arte Romano, un edificio concebido por el arquitecto Rafael Moneo y que se basó en las técnicas de construcción de la antigua Roma, para lo que incluso se produjeron unos ladrillos especiales que dan forma a toda la estructura.
Aunque el poderío romano terminó con el califato de Granada, Mérida aún es un núcleo de Extremadura. Es de las pocas ciudades de la España interior que ha aumentado su población en años recientes y por sus calles se nota la diferencia. Los viajeros llegan de varios rincones del país y desde las terrazas que sirven para resguardarse del inclemente sol de verano sale música hasta bien entrada la noche. Todo, como se acostumbra en Extremadura, entre caminos empedrados y edificios con siglos de historia.
Ahí, en una de las últimas tardes del viaje, di por casualidad con el Bar 2002, uno de esos sitios de tradición y con una barra de lámina detrás de la que atendía Juan Gijón, el propio dueño del lugar. Fan acérrimo del Real Madrid, lo que mostraba con memorabilia colgada en las paredes, y un ilustrado del rock en español, respondía a todo lo que le preguntaban con letras de canciones. “Oye, Juan, está bueno el calor, ¿no?”. A lo que él contestaba: “Hace falta valor, hace falta valor. Ven a la escuela de calor”. O “Juan, ¿preparas tortilla para este fin de semana?”, y entonces él cantaba: “Hoy no me puedo levantar. El fin de semana me dejó fatal”. Un auténtico personaje.
En el Bar 2002, un euro paga una caña fría y una tapa, una de las de verdad, de porciones como no las había visto en ningún otro lugar de España, que más que un aperitivo es un plato entero. Con las cervezas que pedí, Juan me llevó una rebanada grande de la solicitada tortilla, después unos pinchos de jamón ibérico y, por último, una ración de su famoso picadillo, que los otros comensales recomendaron con énfasis y el cual no decepcionó. Así son las cosas en estos rumbos, cuando uno entra a un bar con ganas de quitarse la sed, sin quererlo también sale con el estómago lleno. No parece ser costumbre extremeña que un invitado se quede con hambre.