No sé qué pensará Alan de que empiece este artículo mencionándolo, pero me parece inconcebible hablar de este viaje sin hacerlo. Es un gran anfitrión, que a su vez conoce a los mejores anfitriones de cada lugar que visitamos. Y es que la característica principal de los croatas es la hospitalidad, así que eso del hosting lo llevan en su ADN y se les da de maravilla.
A Alan lo conocí en Miami, le encantó la revista y me dijo que el mercado mexicano era muy importante para él (tiene una agencia de viajes, que se llama Secret Dalmatia), por lo que le gustaría que conociera Croacia, para que pudiera entender de lo que estaba hablando. Un par de zooms, un itinerario enfocado en la costa dálmata y unos cuantos correos después estaba subiéndome al avión para volar de México a Madrid, antes de llegar a mi destino final: Dubrovnik. El vuelo fue largo, pero mucho menos pesado de lo que imaginaba, y la recompensa fue inmediata: salí del aeropuerto para oler el mar y, después de un par de minutos en el coche, el paisaje se llenó de piedra caliza y un color azul turquesa.
“Yo hago esto porque sé que mucha gente percibe a Croacia como algo bonito y nada más. Pero somos mucho más que eso. Sí, somos una región dedicada al turismo, pero también tenemos una tradición y cultura muy importantes, y a veces es difícil encontrar un balance. Eso me preocupa, que nuestra historia se pierda”. Durante una semana, Alan se dedicó a enseñarme que su país era mucho más que una cara bonita. Spoiler alert: la misión fue todo un éxito.
Dubrovnik
Empezamos a bajar por la carretera. Del lado derecho, las montañas; del lado izquierdo, el mar, las casas y los muros de piedra caliza. Para ser un sitio tan pequeño, me sorprendió el tráfico (vamos, me hizo sentir como en casa), porque solamente hay una calle que lleva del aeropuerto al pueblo (¿habrá que recomendarles que construyan un segundo piso?). El panorama pintaba más fatídico de lo que finalmente fue: poco después del embotellamiento llegamos a Villa Dubrovnik. Dejé mi maleta en el cuarto y al salir al balcón me dieron ganas de quedarme ahí para siempre. La vista: un acantilado contra el que chocaban las olas del mar, de un azul intenso, y los últimos vacacionistas que recogían sus toallas de las piedras, antes de que se ocultara el sol. No pude quedarme más tiempo ahí, pues Vesna, mi guía, me esperaba para comenzar nuestra caminata.
La clase de Vesna comenzó: “Lo que llamamos Ciudad Antigua se construyó en la Edad Media. Y estaba amurallada, para que, de ser necesario, por alguna peste o amenaza, los habitantes pudieran aislarse del resto del mundo. En 2020 entendimos este concepto mejor que nunca. Sólo que, en vez de encerrarnos en la ciudad, tuvimos que encerrarnos en nuestras casas. Y ellos, en vez de usar gel desinfectante, usaban vinagre”. No habían pasado ni cinco minutos y Vesna ya era mi maestra de historia favorita. Seguimos nuestra caminata educativa, durante la cual mi nueva profesora me explicó que Dubrovnik era un punto de partida importante para los viajes en aquella región por su conectividad con el aeropuerto, pero también por su cercanía con Montenegro (está a poco más de tres horas en automóvil). La Ciudad Antigua es una especie de museo viviente: murallas que enmarcan un montón de historia, pero también de vida. Está llena de restaurantes, tiendas, bares y cafés. Y cuando los viajeros la visitan, pasan ahí gran parte del tiempo.
La mayoría de los locales trabaja en algo relacionado con el turismo y tres cuartas partes de la economía de Dubrovnik dependen de ello. Naturalmente, el verano es su temporada más fuerte de trabajo. “Tomamos mucho café”, me cuenta Vesna mientras pasamos frente a una terraza con mesas llenas de tazas de café que lo corroboraban. “Es algo muy importante en nuestra cultura, es una oportunidad para socializar, pero también una buena oportunidad para sentarnos un rato y descansar, porque en esta temporada estamos corriendo todo el día”.
“¿Reconoces estas escaleras?” me preguntó al pararnos frente a una larga escalinata que jamás había visto. Mi memoria es bastante mala y mis maestras de historia no eran igual de amenas que Vesna, así que admití que no conocía aquel lugar, aparentemente muy importante para la historia del mundo, pues la fila para tomarse fotos ahí era muy larga. Con pena, le contesté que no. “¿No viste Game of Thrones? Es la escalera de la vergüenza”, me explicó. ¡Qué alivio! No estaba reprobada en historia, simplemente no tengo suscripción a HBO (y bueno, aunque la tuviera, ése nunca fue mi tipo de programa). Vesna me contó que hay toda una serie de tours dedicados a GOT, pues gran parte de la serie se filmó ahí. Y, aunque usted no lo crea, el turismo de los fanáticos ha tenido un efecto importante en Dubrovnik.
En fin, seguimos la caminata por la calle Stradun, la principal arteria de la ciudad, mientras una chica cantaba “Hallelujah”, con ayuda de una pequeña bocina, un micrófono, una guitarra y un acento croata que le daba un toque extrainteresante a la situación. Subimos por un par de escaleras y el barullo empezó a desaparecer, el clima se hizo más fresco y nos encontramos con un par de casas enclavadas en esos históricos muros, con jardines increíbles al centro. “Qué maravilla vivir aquí”, pensé.
Unos cuantos pasos más y estaba de vuelta en mi hotel. Me esperaba una cena que incluía la pesca del día, fresquísima y cocinada con aceite de oliva y romero, seguida de una noche de sueño ininterrumpido antes de prepararme para mi siguiente destino.
Lopud + Kolocep
Cuando llegué al muelle, la embarcación estaba lista para zarpar con rumbo a Korčula, no sin antes parar en dos de las islas Elafiti: Lopud y Kolocep. Mar adentro, me prepararon uno de los mejores capuchinos que he tomado en mi vida. Qué bien se siente cuando la gente no le tiene miedo a los lácteos de verdad.
Tres capuchinos después, anclamos en Lopud, una pequeña isla frente a la costa de Dalmacia y cuya población no llega a los 300 habitantes, pero que tiene uno de mis jardines botánicos favoritos y un monasterio franciscano con una vista difícil de igualar. El jardín Djordjic Mayneri es un oasis de frescura en cualquier día de verano, con una variedad de plantas de todo el mundo, que van desde cactus hasta palmeras. Hay pequeños lagos escondidos, ruinas griegas y romanas, y una banca en la que se antoja sentarse para pasar el día. Pero no había tiempo para ello, pues la siguiente isla me esperaba.
Cuando llegué a Kolocep, me dijeron que tendría que cruzar toda la isla para llegar al restaurante donde iba a comer. “¿Toda la isla?”, pregunté preocupada, pues mis flip flops no eran muy amigables para las caminatas. “Sí. Tardarás como siete minutos”, me dijo el capitán mientras amarraba nuestra embarcación al muelle. ¡Fiuuu!
En mi experiencia, cuando un lugar tiene una vista espectacular, raramente conserva ese mismo adjetivo para la comida. Pero siempre da gusto encontrarse con contradicciones, y Konoba Kod Marka fue uno de esos casos. Cuando les digo que mi mesa tenía la mejor vista al mar que cualquier mesa de restaurante pudiera pedir, no estoy exagerando. Me senté literalmente a la orilla del mar para comer un platillo que jamás hubiera pedido, pero que después de probarlo me gustaría poder comer a diario: pastel de pulpo. Se trata de pulpo molido y servido en forma de hamburguesa, mezclado con un sinfín de especias árabes y sobre una rebanada de jitomate y cebolla. ¡Guau! El dueño del lugar es Marco Prizmic, un chef retirado de Dubrovnik que creó esta receta hace 30 años, según me cuenta el mesero. Después de que me vio comer hasta la última migaja de esa hamburguesa de pulpo y suspirar mientras veía el mar de un azul eléctrico, me dijo: “Aquí, todos los días parecen domingo”. Y tenía toda la razón. Yo no sabía ni qué día era. Pero, ¿qué más daba?
Volví al barco, seguimos navegando y durante todo el camino a Korčula intenté descifrar cómo habrían cocinado esa hamburguesa de pulpo. ¿Sería posible hacerla en mi casa? Para qué me engaño. Ni siquiera lo iba a intentar. Y aunque lo hiciera, nunca me quedaría igual.
Korčula
Korčula es pequeña, pero está llena de historia. El chico que recibió mi maleta en la marina fue el mismo que me llevó el desayuno por la mañana y que más tarde me ayudó a imprimir mi boleto para el ferry en la recepción. Si eso no cuenta como multitasking en un currículum, entonces no lo sé.
Esta isla está habitada desde hace aproximadamente 800 años en una zona estratégica, pues tiene el canal con más tráfico del Adriático hasta la fecha. Y, quien tiene el control del canal, tiene el control del Adriático. La ciudad estaba protegida por murallas dobles y tenían 13 torres. Ahora que las amenazas por guerras y piratas han disminuido, a esas torres se les ha dado un uso más eficiente de acuerdo con las problemáticas contemporáneas. Por ejemplo, una de ellas es un bar.
Basta caminar unos cuantos metros para encontrarse con cientos de hechos históricos. Por ejemplo, la propiedad vecina del hotel Lešić Dimitri Palace, donde me hospedé, era ni más ni menos que la casa de Marco Polo. La isla en sí es un monumento histórico y tiene una protección especial, así que, si quieres construir algo ahí mismo (para que lo sepan, por si sus planes de los siguientes seis meses incluyen construirse una villita en Korčula), necesitas un permiso especial. En verano está llena de vida y en invierno se convierte prácticamente en un pueblo fantasma.
Vale la pena deambular por sus callejones y descubrir lo que esconden sus pequeñas tiendas, como Cukarin, la pastelería local, donde la señora Smiljana recibe a los comensales en el mostrador para ofrecer sus tradicionales galletas y pastelillos, cuyas recetas ha heredado generación tras generación y que están marcadas por el sabor a almendras, azúcar, nueces y amaretto. Hay decenas de tiendas donde venden joyería con coral, pero hay que tener mucho cuidado con el tema de la autenticidad y las prácticas responsables. Es mejor preguntar a una persona de confianza cuáles son las que valen la pena.
Para cenar, el restaurante del Lešić Dimitri Palace, que cuenta con una estrella Michelin, es la mejor opción en la isla: una carta de vinos bastante extensa y variada, junto con un menú con técnicas impecables.
Hvar
Si hubiera visitado Hvar hace 10 años, hubiera vivido saltando de beach club en beach club, de una fiesta en una isla a otra fiesta en otra isla. Pero, aunque admitir esto me duele tanto como cuando un niño me dice “señora” en el súper, la verdad es que “ya no estoy para esos trotes”. ¿A qué voy con estas patéticas confesiones? A que, si bien Hvar es conocida por la fiesta, esta isla tiene mucho más que ofrecer para quienes no quieren solamente música fuerte, luces neón y botellas de champaña gigantes en la playa.
Para los que prefieren una larga caminata por el muelle, leer un libro en la playa, ver el atardecer con una copa de vino y perderse en las callecitas cerradas de Hvar, mi mejor consejo es visitarla justamente al final de la temporada alta. Los últimos días de agosto y los primeros de septiembre son ideales; encontrarán todo abierto, pero las multitudes habrán desaparecido.
De todas las islas, Hvar fue mi favorita para caminar. Salí de mi hotel, Riva Marina, y recorrí la calle Riva con dirección a la playa Bonj. El clima era perfecto, ni muy caluroso ni muy frío. Mientras caminaba por toda la franja de la costa, veía los barcos que llegaban para anclar y cómo el mar iba cambiando de colores conforme recorría la isla. De vuelta por el mismo camino me tocó el atardecer. Entonces me senté en la plaza, para hacer mi segunda actividad favorita en Hvar: people watching. Familias con sus perros, pescadores que se sentaban con una paciencia envidiable a esperar que un pescado mordiera su anzuelo, parejas que paseaban de la mano. Cuando se metió el sol, fui al restaurante Gariful por un plato de ostras, un risotto y una copa de vino croata. Fue el mejor lugar para terminar el día, además de que estaba a unos cuantos pasos de mi hotel. Mientras caminaba a mi cuarto, veía los grupos de amigos que se dirigían a las fiestas y los bares de la isla. Por fortuna, mis ganas de llegar a mi cuarto fueron mucho más grandes que mi FOMO.
Brač
Quedé en ver a Alan a las 10 de la mañana en el muelle. Sería la primera vez que nos veríamos desde que llegué a Croacia. Estaba desayunando como a las 9:30 cuando recibí un mensaje de él: “Perdón, vamos un poco retrasados”. Me dije: “Perfecto. Creo que tengo media hora más para alargar mi desayuno”. Mensaje a las 10:03: “Ya llegamos, perdón por la demora”. Los mexicanos y los croatas coincidimos en muchas cosas. La puntualidad no es una de ellas.
En el muelle estaba Alan, en el yate de Karlo y su hijo Renato. Empezamos a navegar los tres (bueno, Karlo y Renato navegaban, mientras yo iba sentada y aspiraba capuchinos), platicando como si nos conociéramos de toda la vida. Nos dirigíamos a Laganini, un beach club que, si bien adquirió fama por sus fiestas, guarda su magia por la manera tan especial en que está construido. Los muebles están hechos a mano, con madera de árboles de la zona, y todo es único y distinto. Hay partes de barcos reutilizados, muebles reformados. Nos sentamos en una de las terrazas a tomar (otro) café y seguimos nuestro camino, ahora con rumbo a Brač, donde pasaríamos la noche. Caminamos por la marina, vimos el atardecer y cenamos en un restaurante justo al lado de donde atracaron el yate, para finalmente dormirnos temprano.
Aunque Brač no es de las islas más populares, su oferta de actividades es de las más diversas. Por un lado está la marina, con bares que ven al mar y donde se puede tomar una cerveza o (como ya se imaginarán a estas alturas) un café y dejar que pase el día. Para los aventureros y deportistas está el otro lado de la isla, con rutas para hacer caminatas que te llevarán hasta Vidova Gora, el punto más alto de las islas del Adriático. Para los sibaritas está el museo del aceite de oliva: no se dejen engañar, podría parecer una trampa para turistas, pero no lo es. Es un lugar lleno de historia, donde explican el paso a paso de la elaboración de este aceite, con ingredientes locales y los artefactos que se utilizaban originalmente en la isla para elaborarlo. Lo mejor es que se puede cerrar el tour en la parte de arriba del pequeño museo con un festín, el cual incluye tapenade, pan hecho en casa, una variedad de quesos y charcutería, y por supuesto… aceite de oliva.
Para el momento de descansar está el Hotel Lemon Garden, que es como un pequeño pueblo dentro de otro pueblo; tiene 40 habitaciones en edificios con siglos de historia que se extienden a lo largo y ancho de la propiedad. La joya del hotel, en definitiva, es la alberca flanqueada por una serie de árboles y palmeras donde dan ganas de quedarse todo el día a hacer una de mis actividades favoritas: absolutamente nada.
Split
La cantidad de historia que guardan las paredes de Split es una locura. Me encontré con Ana, mi guía, al atardecer. Hasta entonces, no había visto más que lo básico: el puerto, unos muros de piedra preciosos, tiendas, restaurantes y cafés.
“Lo que tenemos frente a nosotros es el palacio de Diocleciano, uno de los emperadores romanos más importantes. La ciudad se construyó hace 1,700 años y, aunque uno pensaría que son puras ruinas, créeme que al entrar verás que es un palacio verdadero y te vas a sorprender de lo bien conservado que está”. El español de Ana es perfecto. Ella me cuenta que está enamorada de la comida mexicana; ama el mole y las salsas picantes. Y aunque en Split hay solamente un restaurante de comida mexicana, nunca ha ido, porque tiene amigas mexicanas que cocinan muy bien, así que prefiere comer con ellas.
—Y eso, ¿qué es? –le pregunto a Ana, mientras señalo unas pequeñas ventanas que quedan en la parte más alta de la ciudad amurallada y donde se encienden unas luces. Nuevamente pienso: “Qué maravilla vivir ahí”. Es como vivir en un museo con vista al mar.
—Ésos son los departamentos de la gente más pobre de la ciudad, es el gueto. Y lo que está ahí abajo es Zoi, uno de los mejores restaurantes de fine dining de la ciudad.
—¿Cómo?
—Sí. Es una de las ironías de la vida.
—¿Cómo?
Yo, claramente, no puedo contestarle siquiera. Me quedo en shock y la miro sin creer lo que me está diciendo. Ella se da cuenta, y me dice:
—¿No me crees? Vamos a pasar.
No digo nada y sigo a Ana. No entiendo cómo le pueden llamar a eso un gueto. Es un edificio precioso, limpio, en perfectas condiciones, donde reina la calma. En ningún momento me siento insegura ahí. Todo lo contrario.
El palacio en la época de Diocleciano tenía 16 torres, que ahora son los muros que rodean la ciudad. Ana me cuenta la historia del palacio, que francamente es fascinante, pero no cabe en estas páginas, así que ya saben qué deben googlear una vez que terminen de leer este relato; aunque no le llega ni a los talones a los relatos del emperador romano, también tiene su encanto.
Caminamos dentro de la ciudad amurallada. A mí no me cabía en la cabeza que las personas con menos poder adquisitivo de la ciudad vivieran dentro de esos monumentos históricos. “Los que viven ahí son herederos, cuyos padres vivieron ahí por siglos y siglos, y no quieren vender el palacio. Tienen una historia compleja, pasaron por muchos regímenes y han vivido distintas conquistas y cambios”, me cuenta Ana mientras yo difícilmente puedo mantener la boca cerrada por el asombro.
Conforme nos adentramos en Split, la noche avanza, las calles se vacían y el gueto, como ellos los llaman, va descubriendo su encanto: ruinas y jardines escondidos, que contrastan con las viviendas en las que las familias viven su cotidianidad. Alguien cuelga la ropa, ve la tele, cena en familia.
Soy una persona estoica, pero la energía que sentí en esas calles es inexplicable. Se me pone la piel chinita de pensarlo otra vez: estar parada sobre siglos de historia, donde ocurrieron batallas y se formaron culturas, y ahora esas mismas construcciones, que se conservan intactas, son parte de la rutina de la gente, con siglos de diferencia.
Zadar
Al día siguiente salimos de Split en coche. Era la primera vez que me subía a uno desde que llegué a Croacia. Alan me dijo que podía dormirme, que no había problema. Yo fingí valentía y le dije que por supuesto que no, que iba a ser una buena copiloto. Pero, como dicen por ahí, más rápido cae un hablador que un cojo, y yo caí… dormida profundamente. Cuando me desperté, rezando por no haber roncado en el camino, estábamos llegando a lo que parecía un bosque. En un abrir y cerrar de ojos, en el sentido más literal posible, pasé de estar frente al mar con un clima caluroso a una zona fresca, entre árboles y con mi bienvenida favorita: dos perros que se emocionaron al vernos, como si nos conocieran de toda la vida. Eran Indi y Aldi, parte de la familia Najev, que se dedica a buscar trufas.
Los dos expertos de cuatro patas fueron los guías de la búsqueda. El señor Tonći me explicó que sus perros tenían la capacidad de detectar el aroma de las trufas aun cuando estaban enterradas. Rascan en la tierra para enseñar el lugar exacto. Después de casi una hora de trabajo en conjunto, en el que francamente fui de muy poca ayuda, pero me la pasé increíble, encontramos aproximadamente dos puñados de trufas, que los Najev cocinaron en una pasta cremosa. Probé también un par de licores infusionados con trufa. En cuanto Indi y Aldi se dieron cuenta de que ya habían cumplido con su tarea, se quedaron en su cama y se negaron a tener cualquier tipo de contacto humano. “Son muy estrictos con sus horas de trabajo”, me dijo Tonći.
Alan y yo volvimos al coche, ahora para partir hacia Zadar. Creía que mi día no podía mejorar más, pero, cuando llegué al hotel, el recepcionista me dijo: “No se tarde mucho en dejar su maleta, está a punto de ver el mejor atardecer de su vida, y no lo digo yo, lo dijo Alfred Hitchcock”. Confirmé el dato en Google e inmediatamente después lo comprobé por cuenta propia. Y sí. Los colores del cielo eran una cosa impresionante. Para acompañarlos, debajo del muelle desde donde se veía el atardecer había un órgano de mar. Esta creación, del arquitecto Nikola Bašić, es un instrumento que produce música mediante el empuje de las olas de mar y una serie de tubos. No tengo idea de cuánto tiempo pasé ahí. Lo único que sé es que no fue suficiente.
Dugi Otok
En esta última parada empecé a sentir la nostalgia del viaje que está por llegar a su fin. Alan me dejó en el muelle y ahí mismo me recogió una camioneta con el nombre de Villa Nai en una de sus puertas. Los campos de olivo y el color naranja que pintaba las montañas me ayudaron a aminorar un poco ese sentimiento de melancolía. Fuimos subiendo por las montañas en la camioneta hasta llegar a Villa Nai. Ésta también es una obra de Nikola Bašić. Las habitaciones del hotel parecían estar dentro de una montaña. La fusión de la construcción con el terreno era admirable.
Tras un largo baño de tina, salí a cenar y tuve la fortuna de que los dueños del hotel, los señores Morović, me acompañaran. Antes de sentarnos a la mesa me dieron un paseo por la fábrica de aceite de oliva dentro del hotel y probamos las distintas variedades de su producto. Todo crece en el mismo terreno del hotel.
Esa cena fue de lo mejor durante el viaje, por sus ingredientes y técnicas locales, con una visión fresca y contemporánea. Un cliché, pero cierto: cerré con broche de oro.
Una semana y 10 islas después, aprendí que efectivamente Croacia es mucho más que una cara bonita. Sus habitantes están conscientes de que no viven en un país perfecto, pero también saben cuáles son sus fortalezas y los enorgullece compartirlas.