A las ocho de la mañana, en Zicatela, el mar está ya plagado de puntitos que esperan pacientes encontrarse una ola. Uno podría pasarse el día entero mirándolos. Y de hecho, no hay mucho más que hacer, sólo admirarlos mientras pasan las horas debajo de una palapa.
El surfers Paradise mexicano
Puerto Escondido es desde hace tiempo un gran destino surfo, como les dicen acá a los de esta extraña especie de aventureros de torso perfecto, color tostado y cabellos rubios. Llegan de todas partes, y tienen muy clara su misión. Se instalan, se ponen el traje de baño y salen con la tabla a cazar olas. El ritmo de Puerto Escondido es un poco el ritmo de los surfers, esos que se levantan temprano cuando hay buenas olas y después regresan a dormir, huyendo de las peores horas de sol. Entonces, el pueblo parece que durmiera con ellos. Luego, por la tarde, aparecen de nuevo. Se juntan en Punta Zicatela, los más aventureros junto al montón de piedras que corona un extremo. Y ahí pasan la tarde. Sobre la tabla, esperando una buena ola. Por las noches, si la marea es buena y la mañana siguiente promete acción, entonces los bares están desiertos. Cuando no hay olas es cuando la vida continúa por la noche. Nadie tiene que madrugar. Ni Puerto ni los surfers. En este universo paralelo todo parece tener un ritmo distinto.
Lehi llegó aquí hace tiempo, y cuando le pregunto de dónde es me mira casi como aburrida de mi pregunta —o de haber tenido que dar explicaciones tantas veces. “De todas partes”, me dice. “Nací en Francia pero viví en muchos lados” –y lleva doce en México–. Es la dueña de Black Velvet Fish Taco & Beer, un localito pequeño en la playa de Zicatela donde lo que hay que pedir son los tacos de pescado, una versión diferente a la de Ensenada. Con tortilla de harina o de maíz, los camarones o el pescado fritos en témpura y una salsita de cacahuate y chile que bien vale la pena ponerle al taco como detalle final.
Fish Taco es de esos lugares que se sienten más pensados que las sencillas enramadas que dan al mar, pero que no por eso han perdido su espíritu relajado y playero. Los surfers llegan a comer luciendo el torso y la mayoría de los comensales parece no haber usado zapatos en un buen rato.
Lehi nos cuenta que tiene planes de expandirse, lleva apenas tres años abierto su restaurante pero gracias al éxito ya esta pensando en abrir una sucursal en Oaxaca y otra más en la ciudad de México.
Cuando el sol empieza a bajar, por ahí de las cuatro de la tarde, no hay otro lugar para entretenerse que la Punta Zicatela. Cuando uno entra a la playa, allá, en el fondo, el extremo de la punta está lleno de surfers. Es buena hora, las olas están altas y el sol quema menos. Desde ahora hasta que caiga el sol llegarán más. Sentada, desde un borde de la playa, me hipnotizo viéndolos. Pienso en una sopa de surfers. Si me concentro en seguir a uno solo hay dos opciones: si es bueno no tarda en montarse en una ola y aunque sea pequeña consigue llegar hasta el borde de la playa. Otras veces sigo con la mirada a alguno que, sentado sobre su tabla, brinca las olas e intenta de vez en cuando darse la vuelta con la intención de subirse en alguna cresta. Pero aunque mantengo la mirada un buen rato sobre el surfista nunca lo veo conseguir ningún éxito. Me queda claro que no es un deporte sencillo. Aunque mi punto de vista está a muchos metros de distancia de las caídas, desde aquí, duelen. Las tablas se rompen. Me cuesta imaginarme a mí misma intentando algo similar, creo que no estoy hecha con la misma madera.
Cuando ha caído la noche, la ley seca nos obliga a movernos al municipio vecino para poder disfrutar de una cerveza. Por suerte para nosotros, sólo hay que cruzar al otro lado de la ciudad, a Rinconada, justo arriba de Carrizalillo. Un local pequeño nos llama la atención, se llama Beer O’Clock y ofrece todo tipo de cervezas artesanales, nacionales e importadas. Con una 7 Barrios en la mano nos ponemos a platicar con Virginie, una chica francesa que llegó hace tiempo a la ciudad de México pero decidió probar suerte en la playa y se instaló hace apenas unos meses. Virginie es sencilla y no le gusta posar para las fotos. Nos cuenta que sus amigos de la ciudad le ayudaron a echar a andar este proyecto. Esta noche el local está lleno, pero ella asegura que no siempre es así: hoy la ley seca y las elecciones al día siguiente en el municipio vecino jugaron a su favor. Después de unas cuantas cervezas nos movemos unos pasos más abajo, a Luna Rossa, donde nuestra nueva amiga nos asegura que podremos cenar bien. Es el típico restaurante de italianos que se instalaron en la costa y la pizza no falla. Volvemos a dormir con el estómago contento.
La cala: para principiantes
Al día siguiente buscamos una playa en donde los “débiles” podamos intentar el chapuzón. Del otro lado de la ciudad, hacia el norte, se encuentra Carrizalillo, donde nos prometen que las olas son benévolas o, como dirían los hippies, buena onda.
La única manera de entrar es por arriba. Unas escaleras permiten el acceso a la pequeña playita que se esconde entre pronunciadas rocas. A la bajada no cuento los escalones, pero nos toma unos minutos llegar hasta abajo. Efectivamente, descubrimos que aquí sí es posible nadar, y aunque algunos surfers están buscando olas, uno puede darse cuenta rápidamente de que éste es un lugar para principiantes.
A lo largo de la pequeñísima bahía hay varias enramadas, algunas con tumbonas, otras con mesas. Aunque es domingo, la playa está tranquila. Las temporadas se sienten mucho en Puerto y sus playas. Durante Semana Santa o diciembre, venir aquí no es tan agradable: los turistas aparecen hasta debajo de las piedras. Ahora, en octubre, la temporada baja permite disfrutar de todos los espacios en relativa soledad. Así que después de probar el agua, y zambullirnos cerca de donde rompen la olas, elegimos cualquier enramada y nos sentamos debajo a dejar ir la cabeza mientras miramos el mar y nos tomamos una cerveza.
En un extremo de la playa un muchacho joven se prepara para salir a pescar con su arpón. Con toda calma amarra bien cada pieza de su equipo, desenreda y enreda cuerdas, refugiado del sol bajo la sombra de una palmera. Cuando está listo se pone el visor y el snorkel y se adentra en el mar. Muchos buzos pescan así, artesanalmente, y consiguen productos frescos todos los días. Por eso dicen que aquí nadie se muere de hambre. Cuando es hora de comer, quien sabe pescar, sólo necesita salir en lancha o nadando y tener un poquito de paciencia para regresar a la orilla con algo que ponerse en el estómago. Carrizalillo es ese lugar perfecto para pasar un día sin prisas. Bañándose en el mar, comiendo alguna cosa en las palapas y tomando una siesta en la sombra. Nos quedaríamos aquí instalados si no tuviéramos otras playas que conocer.
De un lado de la playa, unas escaleras conducen a una construcción solitaria que se levanta en lo alto de la montaña. Es un hotel pero tiene también un restaurante y la vista desde ahí no podría ser mejor. No hace falta hospedarse, simplemente subir las escaleras, pedir una margarita y quedarse a disfrutar la vista de la pequeña bahía al fondo. Al Espadín (ése es el nombre del lugar) se puede llegar por arriba también, para quienes no estén dispuestos a bajar y subir los más de 100 escalones que cuento al regreso.
El recién llegado
Puerto es un poco como un secreto a voces. Todo el mundo lo ha escuchado nombrar, muchos lo han visitado pero, por alguna razón, los habituales son un grupo selecto (además de los surfers, que llegarían aquí incluso si no hubiera manera de hacerlo desde el aire). En parte, la falta de conexiones aéreas es lo que ha limitado el crecimiento: por ahora solamente dos compañías operan dos vuelos al día hasta aquí. Muchos nos dicen que pronto empezará a operar una tercera, pero en lo que eso sucede las opciones siguen siendo restringidas. Y llegar por tierra es otra historia: una aventura de más de 10 horas que pocos están dispuestos a hacer. La carretera que acortará a tres horas la distancia desde la ciudad de Oaxaca podría cambiar también el paisaje de esta playa, pero faltan algunos años para que eso pase.
Quienes vienen a Puerto lo hacen porque le tienen cariño. Muchos extranjeros han comprado terrenos aquí, como Daniella, una mujer canadiense que lleva muchos años medio instalada en este lugar. A diferencia de otros extranjeros que pasan largas temporadas, Daniella nos cuenta que ella y su esposo nunca vienen por más de un mes. Tienen una casa que rentan (muchas veces a celebridades) cuando está desocupada. Para todos aquí ellos son locales, aunque no estén ni la mitad del año.
Pero en los próximos meses Puerto estará en el radar y vendrán nuevos visitantes. La próxima apertura del hotel Escondido dará mucho de qué hablar. Por eso teníamos que venir a conocerlo, y no somos los únicos, varios medios internacionales han llegado ya para cubrir esta apertura del Grupo Habita. Su fama los precede y los medios saben que un nuevo hotel significa un diseño impecable.
Salimos al mediodía hacia Escondido. Hay que tomar la carretera que lleva hacía Pinotepa Nacional y seguir por unos 20 minutos. En el kilómetro 113 se encuentra la entrada al hotel. El camino de terracería recorre unas plantaciones de fruta y hay ganado cerca de la carretera. Son apenas unos minutos lo que nos toma llegar a la playa, pero parece como si con ese último tramo nos hubiéramos terminado de separar de la civilización.
El Escondido se levanta de frente al mar. Son 16 bungalows, todos del mismo tamaño, alineados hacia la costa. En el centro, una construcción principal hará las veces de área común. Cruzamos por un pasaje de madera y salimos del otro lado. Delante de nosotros, el Pacífico. Nada ensucia la vista. No hay ninguna otra estructura alrededor. El mar aquí es todo para nosotros. La alberca es un gran rectángulo que complementa el paisaje.
Pasamos a visitar uno de los cuartos. Para llegar cruzamos un camino de arenas y cactus, las plantas le dan al paisaje un toque casi espacial. Seguimos hasta el fondo, al primer bungalow. De madera, y con una decoración en tonos azules en el piso, el cuarto tiene una cama blanca, un escritorio y una televisión. Las puertas de madera se abren de par en par. De un lado, el mar, del otro, la entrada. La luz ilumina todo el espacio. Algunos detalles sencillos le dan el toque de diseño al espacio. Una lámpara naranja sobre la mesa de noche. Un reloj. Una linterna y un hermoso caparazón de tortuga sobre el escritorio. Es un espacio sencillo y bello. Del otro lado de la puerta salimos a la terraza. Cada habitación tiene una alberca privada, con un área cubierta, camastros para tomar el sol y una hamaca que pide a gritos que alguien la estrene. Este es el lugar perfecto para escaparse del mundo.
Cuando el hotel esté terminado, a finales de este mes, habrá servicio de restaurante, spa, bar, beach club y hasta una sala de música en el sótano, aunque sospecho que quienes lleguen hasta aquí sufrirán de la tentación de no salir. Quedarse en la cabaña y salir lo menos posible. El mar, al fondo, es la banda sonora perfecta y con la alberca al pie de la hamaca, ¿por qué querría uno moverse?
El proyecto de Escondido le dará un giro a Puerto. No hay por ahora otra opción para hospedarse como ésta, no sólo en cuestión de lujo y diseño, sino de privacidad. Aquí no hay ni turistas ni surfers todo el día. Uno se siente dueño de todo lo que alcanza la mirada y eso ya es el mayor lujo de todos.
La roca que era blanca
Muy cerca de Escondido, tan sólo unos cuantos kilómetros más al norte, encontramos una playa que es perfecta para salir a comer o para pasar un día de sol. Se llama Roca Blanca y sí, efectivamente hay una gran roca casi blanca en el centro de la bahía. Aquí hay enramadas y algún lugar sencillo para hospedarse, pero es más un lugar para venir a pasar el día que para dormir. En este lugar hay un escala indispensable: el restaurante de José Galán y la maestra Lulú, como la llaman todos cariñosamente. José Galán es buzo y es el encargado de proveer la enramada de pescados y mariscos frescos cada día. Por eso, si uno pregunta si hoy hay ostiones tal vez le digan que no. Hay lo que el buzo encontró ese día.
Nos sentamos en la última mesa, la más cercana de la playa. El restaurante es familiar, no sólo por el público sino porque toda la familia trabaja en la cocina. Una de las hijas se acerca a atendernos. Le pedimos las especialidades y mientras esperamos la comida nos tomamos unos gigantescos clamatos con cerveza.
De pronto van apareciendo las delicias. Un plato con tiritas de pescado con chile verde y limón, un pescado asado, sencillo y delicioso, y una piña. Una gigantesca piña rellena de mariscos. Tiene caracol, pulpo y camarones y, aunque en un principio la receta me suena extraña, con el primer bocado me conquista: no sé si prefiero el caracol o los pulpos o toparme un pedacito de piña de vez en cuando. Probamos también un clásico coctel de camarón, sólo por no dejar, y no nos defrauda. Al final terminamos platicando con la señora Lulú. Nos cuenta de toda la gente que viene a conocer el restaurante. Que hay muchos famosos. Incluso nos enseña una pared que está llena de retratos. Le prometemos mandarle el reportaje que estamos escribiendo y ella a cambio nos regala una camiseta y una taza del restaurante. Nos vamos, asegurando que volveremos, y lo decimos en serio: ha sido la mejor comida que hemos probado estos días. Y Roca Blanca es una de las playas más bonitas que hemos visto.
Vivir como un surfer
De regreso a Puerto vamos directo a Punta Zicatela. Queremos conocer una opción bastante diferente de hotel, un hostal que se encuentra casi en la playa, con el atinado nombre de Frutas y Verduras. Martina, una chica de cara dulce y acento argentino, nos recibe al llegar. Le contamos que queremos conocer el espacio y sin dudarlo sale de detrás de la cocina y nos lleva recorrer los cuartos. Hay cabañas para compartir y otras individuales. Incluso hay espacio para acampar. Los baños y las regaderas se comparten, y las comidas también. Martina nos cuenta que lleva tres meses en Puerto. Llegó primero a Xalapa, pero pronto decidió que la montaña no era lo suyo. En la playa se le ve feliz. Tan feliz que nos lleva hasta lo alto de un mirador que hay en la azotea del hotel. Subimos como tres plataformas y cuando llegamos hasta arriba podemos ver la playa entera. Los diminutos puntitos de surfers siguen ahí, en su sopa.
Cuando bajamos del mirador nos ponemos a platicar con los dueños del hostal, Tomo y Aljo, de Eslovenia. Llegaron aquí hace tiempo, por el surf, y decidieron montar el hotel. Aunque no nos lo hubieran contado habríamos adivinado su espíritu surfo. Aljo está pintando algunas de las habitaciones, y es que el hotel está en constante renovación, y eso se nota en todos los espacios. Aquí, el precio promedio por una noche es de 100 pesos y en la puerta de entrada hay un letrero que dice: “si quieres trabajar aquí, puedes”. No por nada muchos llegan por unos días y se quedan por años.
Casi al lado está uno de los restaurantes que más nos han recomendado. Se llama Lychee y cuando llegamos no me puedo creer que exista un lugar así. Una gran barra de madera, que parece casi salida de los Picapiedra, y dos mesas, una a cada costado. Nos sentamos a cenar en la barra. Tres chicos atienden el lugar: uno que cocina, uno que ayuda a limpiar y el tercero que toma las órdenes. El ritmo es súper relajado. Ordenamos unos rollos de arroz y un curry verde, y, mientras cocina delante de nosotros, el chico encargado del fuego nos va contando cómo llegó aquí. Es chilango, como nosotros. Le preguntamos si es cara la vida. “Con mil pesos puedes rentar un cuarto. El agua caliente nadie la necesita aquí, ni la televisión, y el internet de por sí es muy malo.” Ver cómo la vida en la playa tiene otro ritmo nunca deja de sorprender a los citadinos. “Me despierto temprano y me voy a surfear, luego regreso a dormir. Salgo de nuevo y, si tengo tiempo, duermo una siesta. En la tarde vengo a trabajar.” Mientras comemos el curry, que es ligero y aromático, siento un poco de envidia por esta vida tan relajada, aunque tampoco estoy segura de que la aguantaría por mucho tiempo.
Cuando estamos por irnos aparece Leo, un amigo noruego que hace tiempo dejó el D.F. y se instaló en Puerto. Tiene una compañía de programación y una de sus sedes la maneja desde acá. Fue él quien me recomendó muchos de los lugares que visitamos. Lo veo relajado y contento, y con razón. Viene de surfear. Pronto aparece un grupo de amigos, se sientan todos a cenar en una de las mesas de Lychee. Hay mexicanos, franceses, noruegos, unos que viven acá y otros que están de visita. Pero todos parecen haber adoptado ese ritmo tranquilo de la playa. Y aunque tengo que volver a mi ciudad y al caos que la caracteriza, nos alejamos tranquilos pensando que un día, si no aguantamos más, podríamos mudarnos aquí. Al final, ¿quién necesita agua caliente?