De vuelta a la Península de Yucatán

Preparamos un menú yucateco que incluye arqueología, playas, ecoturismo y ciudades coloniales.

18 Jul 2019

Unos ojos azules destacan entre las viejitas que pías esperan a que el sacerdote de la Catedral de San Ildefonso comience la misa. Faltan 15 minutos para que se celebre la última ceremonia de un lunes cualquiera, como ocurre hace más de 400 años en esta catedral, la más antigua del país.

Desde la banca de atrás se escuchan sus voces discretas, hablan un maya ligeramente salpicado de español. Yucatán es el segundo estado con la mayor cantidad de hablantes de algún idioma indígena de México –sólo por debajo de Oaxaca–, así que el maya se escucha por todos lados, pero lo que resulta extraodrinario es ver a una mujer de 1.75 de altura hablándolo como su lengua materna.

Ángela Tax (pronunciado “Tash”) heredó la fisonomía de sus bisabuelos, campesinos germanos que emigraron en 1865 al entonces Segundo Imperio Mexicano, dentro de un programa auspiciado por el emperador Maximiliano de Habsburgo, según me cuenta ella misma al abordarla en el atrio saliendo de misa.

Aunque no conoció a su bisabuela todavía recuerda lo que su padre le contaba de ella. “Cuando llegó a México la Oma (literalmente “abuelita” en alemán), como le decían a la bisabuela Geretrudis, tenía unos 19 o 20 años. Venía ya casada con el Opa Filibert, y con dos de mis tíos abuelos, aunque uno no sobrevivió al viaje en barco.

En México tuvieron dos hijos más y al final llegó mi abuela, ella aprendió ya muy poco alemán”, relata la ojiazul mientras me lleva a probar la marquesita, un rollo crujiente de harina relleno de cajeta, espolvoreado con queso edam rallado; un postre callejero muy común en la región.

“Los bisabuelos eran campesinos prusianos muy sencillos y trabajadores, como casi todos los que llegaron en ese barco, según contaban. Tenían mucha esperanza y una fe muy fuerte en Dios; aunque pasaron de protestantes a católicos por las tradiciones de México, la fe en el Señor era la misma, nunca la abandonaron”.

La nonagenaria continúa con el relato, al tiempo que avanzamos al norte de la Ciudad Blanca (así se le conoce a Mérida desde la época virreinal, cuando se prohibía a los indígenas habitarla; algunos otros locales relatan que se debe al color predominante en las fachadas y otros más dicen que alude a su estricta limpieza).

La buena zancada de la “maya-prusiana” –como Ángela se autoproclama– permite que en pocos minutos lleguemos al Paseo de Montejo, la avenida más importante de la ciudad, llena de mansiones del siglo XIX, muchas de ellas abandonadas y descuidadas, otras cuantas con letreros de renta y algunas todavía conservadas y funcionando como residencias, hoteles y restaurantes.

“Dicen que a la colonia alemana en general no le fue bien, pero mis bisabuelos se separaron pronto de la comunidad y buscaron acomodarse para trabajar el henequén en haciendas alrededor de Mérida. Ahí mi abuela se casó ya un poco grande con mi abuelo Fernando Tax, un mayocol (capataz) henequenero, hijo de maya y español”, cuenta durante la caminata.

Pasamos frente a la Sorbetería Colón, uno de los sitios emblemáticos de la avenida. Aunque ya son más de las ocho de la noche, los tradicionales helados lucen abarrotados y así permanecen hasta muy tarde; cierran después de las 11. Ángela tenía como costumbre sólo acudir con su madre y me cuenta que no ha vuelto desde que falleció.

“Cuando nos vinimos para Mérida, en 1936, yo tenía como 12 años. Éramos de Temax, ahora se hace una hora en coche, pero en esa época se sentía muy lejos. Mérida era otro mundo, había demasiada opulencia”, continúa, “imagínate todas estas casonas nuevas y llenas de gente.

Aquí en el Paseo se nos iban las horas a mi mamá y a mí, comíamos el sorbete de mamey de Colón: esa era mi diversión de adolescente”. Conoció Mérida en su cúspide pero también le tocó el ocaso de la potencia henequenera: Ángela vio emigrar a generaciones enteras que buscaron suerte en otras ciudades, mientras las haciendas y su poderío se desvanecían a ritmo acelerado con la aparición de las fibras sintéticas que desplazaron al henequén a mitad del siglo pasado.

Pero las propias haciendas, de unos años para acá, son las que impulsan de nuevo a la ciudad, esta vez como atractivo turístico. Muchos predios se han rescatado y fungen como hoteles boutique y restaurantes tradicionales, ya sea dentro de la ciudad o en los alrededores, con grandes jardines, fuentes y albercas, lo que contribuye además a su consolidación como destino para bodas.

Ángela se despide, no sin antes dejarme varias tareas, dice, imprescindibles para quien visita la capital: acudir al Monumento a la Patria sobre el Paseo de Montejo, al Gran Museo del Mundo Maya hacia el final de esa avenida, al Palacio de Gobierno en el centro y al Parque de las Américas en avenida Colón, construido en los años cuarenta con inspiración en la arquitectura maya.

Pero eso quedará para otra ocasión, ya que en este viaje nos propusimos recorrer los alrededores de la capital. A la mañana siguiente partimos al oeste, a descubrir arqueología, naturaleza y ciudades coloniales.

En ruta por la península

Comenzamos por Ek Balam, un sitio arqueológico maya poco concurrido y donde todavía se permite subir a algunas pirámides. Las poco más de dos horas de camino desde Mérida (por la carretera 180D Kantunil-Cancún) se pasan rápido con el paisaje verde de selva y aves. El Pueblo Mágico de Valladolid está de paso, pero decidimos tomar el libramiento para visitarlo con calma por la tarde.

Ek Balam (ek: negro, balam: jaguar) estuvo ocupado del Preclásico al Posclásico; fue una importante base maya, a decir por sus construcciones, murallas infranqueables, palacio, acrópolis y juego de pelota.

Los tallados en estuco de jaguares y guerreros alados pueden verse a detalle y con calma, pues hay pocos visitantes. Además de un guía, nos acompaña Miguel Balam, un estudiante de turismo que hoy comenzó las prácticas laborales exigidas para completar la licenciatura. Miguel explica que su apellido maya, igual al de la zona arqueológica, es muy común en varias zonas de la península.

“Los Balam estamos por todos lados, es un apellido muy antiguo y famoso por las dinastías de los Itzamnaaj Balam, los K’inich Kan Balam y los Yopaat Balam, nomás por decirte algunos. Los balames también son espíritus que cuidan los cultivos; el jaguar es de los símbolos más importantes para el yucateco y ahora está en peligro de extinción”, dice.

Miguel trabajó un verano en Cancún haciendo cocteles, también como parte de su formación turística, y ahí descubrió que su vocación estaba dirigida al ecoturismo consciente y respetuoso, que busca hacer reflexionar al visitante e integrarlo al entorno. “El turista ya está cambiando, él es el que te exige actividades responsables, que no dañen el ambiente y producir menos basura, reciclar. Claro que todavía hay de todo, pero ya la tendencia se siente fuerte”, nos cuenta.

La vista desde la cima bien vale el reto que imponen las escaleras empinadas. La simetría y orientación de las construcciones, envueltas entre la selva frondosa, sólo se pueden entender al ver el paisaje de manera panorámica, o eso cree el guía.

Otra ventaja de Ek Balam es que cuenta con un cenote a poco más de un kilómetro de distancia, un caminito arbolado que puede recorrerse a pie, en bicicleta (que rentan ahí mismo), o en un bicitaxi que lleva a dos personas cómodamente. Hay que ir prevenidos con traje de baño para bajar a rappel y al final de la cuerda echarse un clavado al cenote. Antes de nadar, algunos se lanzan varias veces por la tirolesa que lo cruza por encima. El nado es libre, así que los visitantes pueden quedarse por horas.

“Éste es un ejemplo de manejo turístico responsable, los habitantes se involucran, hacen promoción, hasta prestan sus bicis y herramientas para que los visitantes estén seguros. Ecoturismo sustentable con el ambiente y las comunidades”, señala Miguel.

Dio la tarde y partimos a comer a Valladolid, un pueblo muy visitado por europeos y estadounidenses. Condujimos apenas media hora al sur de Ek Balam. La elección clásica es el restaurante junto al cenote Zací (se pronuncia saquí), famoso por su poc chuc, lomo de cerdo marinado y asado a la leña. El sabor es ahumado y la carne tierna pero consistente.

Algunas personas en vez de esperar sentados a la mesa, prefieren dar una vuelta por el cenote o incluso nadar y tirarse clavados; su profundidad permite hacerlo desde varias alturas. Al estar en el centro de Valladolid y además tener literalmente el restaurante a 20 metros, este cenote recibe más visitantes que el de Ek Balam, o que otros en las afueras. El restaurante resultó exitoso en sabor y servicio, pero quien busque más privacidad y relajación, deberá buscar –en yucateco, “buscar” también significa “encontrar”– otra opción.

Si la sed por cenotes no ha quedado satisfecha, todavía queda uno cercano en el ex Convento de San Bernardino de Siena, fundado en 1552 en el barrio de Sisal, que presume el propio en la parte de atrás, junto a sus jardines. Aunque no se puede nadar ni caminar en la cueva (puede observarse desde la antiquísima noria construida encima), este cenote reveló otro tipo de atractivos hace unos años.

En 1972 y 1990 se hicieron algunas exploraciones subacuáticas, pero fue hasta 2003 que se llevó a cabo el primer estudio arqueológico formal con espeleólogos-buzos, restauradores y arqueólogos. Se extrajeron fusiles, bayonetas, refacciones de armas y un cañón, lanzados aproximadamente entre 1846 y 1847, durante la Guerra de Castas, así como otras piezas prehispánicas y coloniales.

Tanto los artículos como fotografías de la extracción se encuentran en la sala museográfica del convento. Pero para relajarse y convivir con los vallisoletanos (valladolidense es una suposición incorrecta muy frecuente, cuentan aquí) basta con salir del convento y dirigirse a la Taberna de los Frailes, a unos cuantos metros.

El sitio es famoso por sus cocteles y especialidades del mar. Muchos extranjeros optan por el parque Francisco Cantón, donde se quedan por horas viendo aves, comprando hamacas y artesanías o sentados en las banquitas.

Valladolid cuenta también con chocolaterías, tiendas de arte, hoteles y hostales. Algunos lo eligen como base para dormir y regresar a resguardarse de las aglomeraciones, pero con todo a la mano: Cancún y Playa del Carmen están a hora y media, Tulum a dos horas y Chichén Itzá a 40 minutos; se encuentra justamente al centro de la península.

Todos estos destinos suenan tentadores, pero la suerte nos lleva a un sitio menos explorado y acaso más salvaje: San Felipe, a hora y media de aquí, en la costa norte de la península bañada por el Golfo de México.

Un auténtico retiro

Tan aislado ha estado San Felipe, histórica y geográficamente, que no se parece a nada de su alrededor, ni a las ciudades coloniales ni a los pueblitos tierra adentro. Y en eso radica parte de su belleza.

Coloridas casas de madera de una sola planta y techos a dos aguas predominan en el paisaje terrestre, mientras que el marítimo, apenas a cinco minutos de tomar una lancha, se llena de cormoranes, garzas y espátulas rosadas.

Juan Chan ama las aves y por ello le queda a la perfección su trabajo en esta pequeña embarcación. Cuando sale a pescar o a pasear turistas, siempre va con un ojo atento a todas las especies que pasan a su lado.

Una amplia playa de arena peinada en ondas es siempre la primera parada en la ruta de Juan. Nadie más se aparece por aquí, ni turistas ni vendedores o pescadores; fuera de unas palapas vacías, lo único a la vista es la amplia explanada de playa y el mar casi sin olas. Luego de caminar un par de horas y entrar al agua –para encontrar una zona profunda hay que internarse más de 60 metros– llegan unos diez turistas estadounidenses que hacen un picnic en la orilla.

Tomamos la lancha otra vez, y ahora paramos en una isla llena de maleza. Luego de atracar, Juan se equipa con una cámara semi profesional con zoom óptico de 50x. “Esta isla es de los pájaros, no tienen ningún depredador y viven tranquilos.

Lo único que ha pasado acá, hace años, fue cuando vino el inah y descubrió ruinas mayas debajo de estos matorrales, pero como no hubo presupuesto para limpiar y restaurar, volvieron a crecer las plantas como estaban. A lo mejor tendríamos otras pirámides para visitar acá, pero bueno, se salvaron las aves, que es igual de importante”, cuenta el guía.

Gracias a ese poderoso zoom, Juan captura las especies más lejanas, que de otra forma no podría reconocer. Cuenta que al llegar a su casa, como pasatiempo, sube los archivos ya identificados a eBird.org, una plataforma digital de avistadores de aves.

“Los estadounidenses venían a tomar fotos de aves para trazar rutas migratorias y encontrar otras especies”, dice, “a mí siempre me habían gustado pero no conocía esas bases de datos que manejan, desde entonces me he instruido mucho”.

Aprendió también la pesca con mosca y, al igual que otros servidores turísticos, Juan ya cuenta con cañas, líneas y anzuelos para ofrecer la actividad a los visitantes; una comodidad adicional para quien prefiere dejar su equipo en casa.

La última parada del recorrido consiste en una caminata por el sendero Kambulnah, una serie de puentes de madera construidos sobre la zona de manglar.

Al recorrerlos se aprecian cangrejos, aves, y algunas veces como ésta, con un poco de suerte, un cocodrilo moreletti o mexicano, que llega a medir más de tres metros.

Aunque haya que sacrificar esta sensación de paz, Juan dice que no se puede venir a Yucatán sin pasar por Chichén Itzá. Para ver su imponente arquitectura y conocer su historia, hay que enfrentar a las filas de gente, que en número superan varias veces a la población local.

La (saturada) maravilla del mundo

Es muy similar a un instrumento para ayudar a caminar, sólo que éste parece estar generando una discapacidad. Rolando Jiménez, guía histórico, opina eso del selfie stick, ese bastón para tomarse fotos a sí mismo, y que aquí se observa en manos de cientos de visitantes que quieren capturar su cara en primer plano con las pirámides de fondo.

“Yo no sé si alguien tan ensimismado alcance a notar las sutilezas en las construcciones. Creo que sólo quieren que la gente se entere que aquí estuvieron; están en una maravilla del mundo y se concentran más en los likes que en preguntar sobre la historia, los detalles, incluso las leyendas”, cuenta Rolando, “la gente ha perdido la capacidad de asombro, de admirarse cuando ven algo impresionante, la curiosidad. Inmediatamente necesitan aprobación de terceros, presumir antes que aprovechar el momento y detenerse a respirar, sentir lo que está pasando aquí mismo.”

Cuando Rolando tenía 13 años Chichén Itzá era muy distinto. A esa edad él vendía artesanías en la zona arqueológica con su padre y en sus ratos libres contaba historias de aluxes –los duendes yucatecos famosos por hacer travesuras– para ganar propinas. Aprendió español e inglés trabajando aquí; también aprendió historia de otros guías pero después realizó estudios por su cuenta, y aplica toda la información aprendida en cada recorrido.

“La mayoría quiere escuchar las versiones más salvajes y yo he aprendido que pueden o no ser ciertas. Por ejemplo, en el juego de pelota hay quien dice que se realizaban sacrificios humanos. Yo en ningún códice he encontrado eso”, dice.

Actualmente no es posible subir a la pirámide de Kukulcán debido al maltrato que ocasionaba la cantidad de gente, pero sí se pueden observar las inscripciones de la base. El Templo de los Guerreros y las Mil Columnas, así como el Juego de Pelota, también tienen historias talladas. Se necesitan muchas horas para encontrar cada símbolo, de hermosa hechura, y muy distintos a los de otras culturas mesoamericanas.

Chichén Itzá resultó una escala imprescindible en nuestro viaje yucateco, aunque sí hubo que sortear algunas dificultades; para empezar, la entrada. Hay que ir preparado para aguantar más de media hora bajo el sol en la fila de los boletos para después enfrentar a la oleada de vendedores ambulantes –en cifras no oficiales se calculan alrededor de mil– que presionan en todos los idiomas posibles a los visitantes dentro del sitio arqueológico.

“Los gobiernos (federal y estatal) no mejoran el sitio, los grupos de poder internos controlan los permisos, por ejemplo, quitaron una maqueta hermosísima que estaba a la entrada para poner una cafetería. Y así, aquí todo se puede con dinero, podrían poner un Oxxo en la pirámide de Kukulcán; nada les importa”, cuenta el guía.

Ni con estas adversidades Rolando piensa irse de Chichén Itzá, es un apasionado de la herencia maya. Cuando se hace un espacio entre los tours todavía va al Cenote Sagrado o a la explanada junto al Juego de Pelota y pasa momentos de reflexión y fantasía, imaginando lo que ocurría hace miles de años.

De vida colonial

El otro Pueblo Mágico de Yucatán, Izamal, resultó la última parada de nuestra ruta. Ningún visitante en el camino recomendó o siquiera mencionó esta visita, lo que incluso generó en nosotros más curiosidad sobre este pueblo, que hace siglos fuera uno de los puntos más importantes de la península durante el virreinato español y, antes, una gran ciudad maya llena de pirámides (de ahí que también se le conozca como la Ciudad de los Cerros).

Algunas construcciones prehispánicas fueron destruidas y su material empleado para la edificación de iglesias y conventos, mientras que otras, como el convento franciscano San Antonio de Padua, que data de 1561, se erigieron encima construcciones mayas.

El atrio está rodeado por 75 arcos amarillos que delimitan un perímetro de casi 8 mil metros cuadrados, uno de los más grandes del mundo, pues para evangelizar a la gran población maya se necesitaba un área de tal magnitud.

La panorámica de este convento se ha convertido en una postal clásica a partir de la visita del Papa Juan Pablo II en 1993. Hoy la visita vale la pena por un evento que de casualidad encontramos: filas de peregrinos se aproximan a la entrada ondeando banderas, con música festiva y cánticos religiosos.

Unas niñas corren impetuosas con una gran sonrisa; vienen, al igual que sus madres, de vestido blanco con bordados de colores, además de flores como adornos en el pelo y cargando un ramo como ofrenda.

El templo alberga la imagen de Nuestra Señora de Izamal, patrona de Yucatán, por lo que recibe frecuentes visitas de todo el estado, principalmente el ocho de diciembre cuando se hace una gran fiesta en su honor. En el pasto del atrio, unos jóvenes ven cómo los marchantes entran a la iglesia mientras ellos tranquilamente platican y el anaranjado atardecer hace su aparición.

La belleza de esta amplia explanada verde que reúne habitualmente a los izamaleños, es escenario de su día a día. Saliendo de ahí hay que pasar al mercadito a comprar artesanías y comida, pero esto debe hacerse temprano, porque a las cinco de la tarde ya casi todos los locales están cerrados, luego, a caminar por el kiosco del centro y los edificios alrededor. Quien quiera conocer historias del lugar puede acercarse a la gente que pasa mucho tiempo en las banquitas y que amablemente está dispuesta a hablar.

Los visitantes son pocos, y tal vez por ello tampoco hay comerciantes en las calles ofreciéndoles servicios o mercancías. Por su belleza, arquitectura e importante historia, Izamal parecería muy turístico, pero por el trato de la gente se siente más como un pueblo que hace su vida y deja que los turistas hagan la suya.

A la hora de la comida, Yolanda y María hacen las tortillas a mano en Kinich, uno de los restaurantes consentidos de Izamal. Entre ellas hablan en maya, pero no ocurre así ni siquiera con el resto de su familia.

“Mis hijas ya no aprendieron el maya, les daba hasta vergüenza hablarlo y en la escuela no lo necesitaban, así pasó con toda la generación de hace unos 20 años. Mis nietos ahora sí lo hablan y de hecho lo tienen que practicar con nosotras. Se ha retomado el valor del idioma y ahora les da orgullo, es muy diferente”, cuenta Yolanda, que ahora va al asador de leña a hacer un filete de cerdo marinado con achiote y naranja agria.

Yolanda y María coinciden en que una de las cosas más valiosas tanto de Izamal, Mérida y la mayoría del estado es la seguridad, envidiable para cualquier otra parte de la república. Podrían conseguir trabajo o probar suerte en otras partes, pero no les atrae la idea de perder la paz que sienten aquí.

Y es verdad, Yucatán deja a los visitantes embelesados, irradiados por la tranquilidad de los habitantes e impactados por su asombrosa historia. Estuvimos apenas unos días y aunque fue sólo una probada, las historias de prusianos, mayas y mestizos nos entraron por todos los sentidos. Un destino como éste vale para revisitarlo y adentrarse cada vez un poco más.

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