Costa Rica: una increíble aventura al natural
Fuimos a Costa Rica a buscar la pura vida y nos encontramos con hermosos bosques tropicales, extensas playas y una experiencia única.
POR: Lisa Fournier
Son las 8:50 de la mañana y el clima ya es caluroso, supongo como cualquier día de abril en Costa Rica. Estamos en el área de vuelos domésticos del Aeropuerto Internacional Juan Santamaría, en San José, listos para abordar una avioneta que nos llevará a la localidad de Quepos en la costa central. Por listos me refiero a mí y a un par más de los ocho colegas latinoamericanos que me acompañan en este viaje, los demás están nerviosos de volar en el que parece, a la distancia, el avioncito más pequeño y frágil del mundo.
Vivir en una gran urbe como lo es la Ciudad de México, es un ejercicio de paciencia, una lucha diaria contra la mala calidad del aire, el color gris, el tráfico y muchas, muchas personas. Pero es, sobre todo, un caldo de cultivo para la ansiedad y el estrés. Por eso la invitación de Airbnb a tierras ticas, famosas por su diversidad natural, suena de principio a fin como una propuesta muy atractiva.
El trayecto en el aire no dura más de 20 minutos. Mirar por la ventana es un deleite para los ojos, pues se llenan de tonos verdes y amarillos de árboles y palmeras, una hermosa antesala visual de lo que será nuestra escenografía durante dos días. Costa Rica es un país relativamente pequeño, y el 25 % de su territorio son parques nacionales, reservas ecológicas y tierras protegidas.
Al aterrizar en Quepos, el ambiente se torna húmedo y más cálido. Nos reciben Eva y Ricardo, los anfitriones de Rustic Pathways Foundation, que ya tienen lista la camioneta que nos llevará al poblado de Las Tumbas para iniciar la caminata por la reserva privada Diamante. El objetivo es llegar a Casa de Piedra, una cueva escondida detrás de una cascada en medio del bosque tropical donde pasaremos el día —y la noche—. Esta expedición es una de las 200 actividades que forman parte del lanzamiento del programa global Airbnb Aventuras, una nueva categoría que lleva un paso más allá las experiencias de la plataforma, ahora de la mano de compañías asociadas y expertos locales.
Bosque tropical
Antes de comenzar la caminata preparamos nuestras mochilas: un termo con agua, barritas de chocolate y almendra, un traje de baño, una muda de ropa y artículos de baño. A partir de aquí, le decimos adiós a la señal telefónica, al wifi y a cualquier otro contacto con el mundo moderno. Nos bañamos en protector solar y repelente de mosquitos para iniciar el ascenso. Llegar nos tomará entre dos y dos horas y media, dependiendo del ritmo que logremos. Al grupo se unen Carlos y Diego, guías locales de Pacific Journeys y expertos en la zona que nos dirigirán por el sendero.
Iniciamos el trayecto en fila india. Parecemos un conjunto de hormigas trabajadoras, una detrás de otra. El esfuerzo físico y el calor nos obligan a concentrarnos en las pisadas. Es casi como un acto religioso en el que te repites “falta poco, respira”. Paramos cada 10 o 15 minutos para tomar un descanso y escuchar las cápsulas informativas sobre la fauna y la flora que nos rodea.
Lo más fácil de notar son los inmensos árboles y los diferentes tipos de arbustos y lianas, pero si logras poner más atención y vas acompañado de la persona indicada (como nosotros) puedes aprender a diferenciar la gran variedad natural. Las orquídeas y bromelias sobresalen por su color y aroma.
La fauna no se queda atrás. Este ecosistema es uno de los más biodiversos del planeta. Hay tucanes, pelícanos, pájaros de diferentes colores que emiten todo tipo de sonidos. También hay mapaches, guatusas, pizotes, varios tipos de monos (carablanca, congo, tití) y, por supuesto, la gran estrella, el perezoso. Ninguno se ha presentado frente a nosotros, pero en su lugar hemos visto insectos y reptiles —no muy grandes, por fortuna.
El milagro de la naturaleza
Después de una hora de recorrido, la ruta empinada queda en pausa para darle lugar a una planicie. Estamos a la mitad del camino y pasaremos un rato aquí para probar algunas de las verduras y hierbas que plantaron los guías en un huerto para su consumo. Hay menta, albahaca, zacate y pequeños jitomates, pero lo que más nos sorprende es la fruta milagrosa (synsepalum dulcificum) que tiene la extraña característica de cambiar en el paladar los sabores de los alimentos ácidos o amargos en dulces. Hacemos la prueba con un limón amarillo que, en efecto, después de comer la fruta sabe muy azucarado.
Nos hidratamos y seguimos por el sendero que está marcado con pequeños escalones hechos con pedazos de madera. Según nos dice Carlos, ya pasamos la parte más compleja, igual no me fío y regreso a mi respiración concentrada. El clima es más húmedo, pero los árboles nos protegen de los rayos solares.
Ya estamos por llegar, o por lo menos eso indica el agradable sonido del agua que nos refresca después de dos horas de intenso calor. Aunque en la caminata sólo hemos ascendido, ahora debemos bajar varios escalones para encontrarnos con nuestro hotel al aire libre. Una hermosa cascada nos da la bienvenida como puerta natural a la cueva.
Un alojamiento verde
La Casa de Piedra no es cerrada ni oscura, como imaginábamos, por el contrario, es amplia, aireada y tiene una vista panorámica hacia la selva y el cañón. En la primera sección hay un par de mesas de madera tipo campamento, éste es el spot perfecto para convivir y admirar la caída del agua. Más adelante está el espacio de las camas que son más bien tarimas adaptadas con colchonetas. Al lado se encuentra la mesa del comedor y una especie de salita que está junto a la cocina que es bastante amplia. Al fondo hay un lavabo y tres regaderas divididas por una construcción de madera y tela muy sencilla. Un poco más adelante están los baños.
Comemos y descansamos un rato. Después tomamos café y nos sentamos a platicar con Jon Chapman, el estadounidense fundador de Pacific Journey y administrador de los predios que rodean las cataratas. Jon nos cuenta que en los años ochenta llegó a este lugar buscando tierras montañosas en venta. Aunque en ese primer viaje no compró nada, sí conoció a Leyla Chinchilla, con quien se casó y regresó a vivir a Monterey, California. Después de 13 años en Estados Unidos, Jon y Leyla se mudaron con sus cuatro hijos a la costa sur del Pacífico costarricense, donde finalmente habían comprado algunos terrenos.
La familia Chapman ha mantenido la administración de la tierra desde 1998. Jon y Leyla empezaron este negocio de ecoturismo invitando a viajeros a que conocieran el área, acamparan en la cueva natural del cañón e hicieran rapel en la cascada. El proyecto creció, poco a poco, hasta convertirse en esta empresa.
Un acto de fe en la selva
Después del descanso y la plática nos preparamos para la siguiente hazaña: rapelear los 30 metros del cañón a un costado de la cascada. Para llegar al punto de partida tenemos que volver a subir los últimos escalones que bajamos. El nervio y la emoción se hacen presentes.
Rapelear es un acto de fe, a la cuerda y a uno mismo. El cuerpo tiene que tomar una posición horizontal sin dejarse vencer por el abismo para después bajar tan rápido o lento como la experiencia y la seguridad lo permitan. Soy la segunda en hacerlo, y es que cuando se trata de asuntos adrenalínicos me gusta aplicar el “al mal paso darle prisa”. Y ahí estoy, colgada, lidiando con mis propios demonios que después se transforman en absoluto placer, tanto que a mitad del descenso me detengo a observar a mi alrededor. Desde esta altura, el color verde del bosque no tiene límites. Del lado izquierdo, se siente el aire fresco que regala la caída del agua de la cascada; del lado derecho, sólo hay más montaña. Los más experimentados bajan aprisa, algunos incluso de cabeza y haciendo piruetas. Desde abajo, animamos a los primerizos y nerviosos. Todos hemos logrado hoy una pequeña y emocionante victoria.
Ahora toca disfrutar el resto de la tarde. Nos dirigimos hacia el mirador de la catarata Diamante, una de las más altas de Costa Rica (200 metros) para disfrutar el atardecer. Caminamos a un paso calmado durante 20 minutos. Al llegar nos instalamos en la desembocadura de la catarata muy cerca de la orilla: tenemos vino y carnes frías para acompañar. El paisaje desde este punto se abre y deja ver al fondo el mar después de la montaña y la selva. El contraste de los colores se intensifica. El sol comienza a esconderse y el cielo cambia de color, ahora es una mezcla entre anaranjado y morado.
Amanecer distinto
Cae la noche y el camino de regreso se convierte en una aventura de exploración animal. La fauna sale a saludarnos. Con ayuda de una linterna podemos ver algunas ranas, sapos, tarántulas y cocuyos que brillan en la oscuridad. La vereda también sirve para bromear y asustarnos de posibles ataques arácnidos.
De vuelta a la cueva, que ahora luce iluminada por un camino de velas, tomamos un baño rápido, y aunque el agua está muy fría se siente bien y sirve para relajarnos. Los chicos del tour prenden la fogata, comemos sándwiches de galleta con malvavisco derretido y conversamos sobre nuestras vidas citadinas. Pronto nos vence el cansancio y nos vamos a dormir. El sonido del agua y de los grillos nos arrulla. La noche se transforma en melodía.
Así como no hay internet, tampoco despertadores. La luz del sol comienza a aparecer a las 5:15 de la mañana, pero nos quedamos en nuestros capullos sintéticos hasta las seis. El día inicia con el tradicional desayuno costarricense: gallo pinto, que es arroz y frijoles con la típica salsa Lizano, una variante de salsa inglesa (más espesa y dulce) hecha con ingredientes locales. También hay fruta, huevos y café.
Relajarse en un spa natural
Alistamos nuestras cosas para emprender la retirada. Antes de regresar a la civilización haremos una parada para refrescarnos en una poza. Para llegar a esta alberca natural hay que subir 40 minutos más por la montaña.El esfuerzo mañanero vale la pena, la poza sobresale como un oasis entre la vegetación selvática. Al agua se puede llegar de dos maneras: por la orilla, donde es baja, o dando un salto desde la parte alta (a seis metros) donde desemboca una pequeña cascada. Nadamos un rato y nos instalamos debajo de la caída del agua que nos masajea la espalda. Nada como una sesión de spa natural antes de las diez de la mañana.
Después del baño iniciamos el descenso. La experiencia en la montaña nos tiene un regalo de despedida. Gretel, otra de las guías y experta en descubrir lo que para los demás pasa inadvertido, señala una mancha a lo lejos y grita: “¡Es un perezoso!”. Estos mamíferos con cara de buena persona son endémicos de Centro y Sudamérica y familiares de los osos hormigueros, aunque muchos los relacionan más con los primates.
Playa y surf
Estamos cansados, pero el entusiasmo sigue en pie. Ahora nos dirigimos a playa Dominical que se ubica en el Pacífico sur de la localidad de Puntarenas, a unos 40 minutos. En el camioncito de camino para allá bromeamos sobre quiénes de nosotros podríamos sobrevivir a un apocalipsis zombi después de haber medido nuestras habilidades en el bosque. Ahora nos toca poner a prueba nuestra destreza frente al mar.
La playa tiene dos kilómetros de extensión. La arena es lisa y grisácea, y el agua azulada con buen oleaje. El principal atractivo de Dominical es que es perfecta para surfear. Hay un gran número de escuelas por toda la costa donde se puede aprender y practicar el deporte durante todo el año. Además, la comunidad tiene un ambiente relajado, con tiendas, restaurantes y pequeños hoteles.
El mar hoy está tranquilo, que para efecto de aprendizaje es ideal. Nos reunimos con varios instructores de Dominical Surf Adventures, quienes antes de entrar al agua nos enseñan y recuerdan los movimientos básicos para pararnos y controlar la tabla. No es la primera vez que lo practico, pero me emociona de igual manera, pues el surf es un deporte adictivo. Ya en el mar, surfeamos durante más de una hora, cada uno con un maestro personal que corrige posturas, alienta a seguir intentándolo y celebra como un padre orgulloso cada una de las olas bien tomadas.
Regresar a lo “normal”
Nos dirigimos a la última parada de este viaje. Hoy dormiremos en el hotel La Mariposa, una propiedad estilo mediterráneo de los años setenta, con una ubicación privilegiada en la colina desde donde se ven el Parque Nacional Manuel Antonio, Punta Catedral y el océano. Aquí nos reconciliamos con la privacidad, el agua caliente, las camas king size y el WhatsApp.
Amanece lloviendo, lo que no impide poder disfrutar desde nuestros balcones la increíble panorámica prometida, y es que el Parque Nacional Manuel Antonio es una de las joyas naturales del Pacífico. Aunque es pequeño, es uno de los más turísticos y famosos debido a su gran biodiversidad (352 tipos de aves, 109 de mamíferos y 346 de plantas registradas). La visita se puede hacer sólo o con algún guía. La idea del recorrido es internarse en la profundidad del bosque y visitar al menos una de las cuatro hermosas playas de arena blanca (Espadilla Sur, Manuel Antonio, Escondido y Playita), pero la atracción principal son, sin duda, los animales que se pueden encontrar a lo largo del camino.
Desayunamos y reímos con un video que nos muestra Juliana, la colega brasileña, de unos monos capuchinos que han entrado a su cuarto a inspeccionarle la maleta. Nos queda el recorrido en avioneta de regreso a San José, para luego regresar a casa. La escenografía natural que nos abrió el telón para iniciar esta aventura, hoy se cierra con un poco de nostalgia. Y la experiencia ha logrado su objetivo, desconectarnos de la vorágine citadina que vivimos todos los días.
*Airbnb Aventuras ofrece cientos de viajes y experiencias de varios días a destinos fuera de lo común, incluyendo actividades planificadas previamente, alojamiento y comidas. Las aventuras sumergen a los huéspedes en comunidades y culturas extraordinarias. Algunas de estas experiencias son exclusivas de la plataforma y todas se organizan en grupos reducidos de máximo 12 viajeros. Para más información visita: airbnb.mx
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