El cambio de piel de la cachaça
Creada en la época de la esclavitud, desde 1996 la cachaça es la bebida nacional de Brasil. Hoy se exporta de manera industrializada a todo el mundo para hacer caipirinhas, pero su acervo lleno de tradición y calidad se puede encontrar en encantadores poblados de Minas Gerais, principal estado productor de este licor de caña de azúcar.
POR: Redacción Travesías
Arquitectónicamente hablando, la pequeña villa de Tiradentes, en Brasil, vive 150 años atrás. De afamada belleza colonial, su paz envuelta en enormes árboles, montes bajos y empedradas calles, hace ilusionarse con la utopía de que nadie en el mundo podría ser infeliz aquí. Tiradentes, gran punto turístico de Minas Gerais, es el inicio de un viaje acerca del origen y manufactura de la cachaça. Esta bebida, elaborada con dedicación artesanal y estandarte de una tradición que nació entre los esclavos del siglo xvi, fue usada para soportar el dolor del trabajo forzado e inhumano en los campos de caña. Experimentar es la clave. El administrador de la posada Villa Allegra, uno de los sitios más recomendados para dormir en Tiradentes, sonríe al vernos empinar el vaso con determinación.
La cachaça sacude la garganta, abriéndose paso veloz, caliente y sin pausa. Dentro del cuerpo se siente un ardor prodigioso por su alta graduación. Este licor es tan potente como la relación que tiene con el pueblo minero; y aunque durante años se lo trató como a un brebaje de segunda clase, desde hace dos décadas vive una revalidación histórica. Hay sed de justicia… y de cachaça.
El imperio de la caña
Dentro de la bodega de guarda de Velho Ferreira hay perfumes de maderas que provienen de los grandes toneles de roble en los que se encuentra reposando el aguardiente. Everton, de 30 años, es el encargado de este alambique en Bichinho, a siete kilómetros de Tiradentes. Acá trabajan tres personas que, anualmente, embotellan más de 40 mil litros de alcohol provenientes de cuatro hectáreas de caña.
“Tenemos dos tipos: la blanca y la dorada. La primera está un año y medio guardada en acero inoxidable. La de color oro está tres años, es más suave y tiene sabor a madera. Yo prefiero la ‘branquinha’ que es bien fuerte”, cuenta al llevarnos a la sala de embotellado. El Velho Ferreira era el padre del actual dueño, Claudio Ferreira, que desde 1999 es el encargado de sellar y dar el visto bueno de la guarda. Bastan dos “cortos” para sentirse más liviano y algo ebrio. Pero hay que llegar a la segunda parada a cinco minutos en auto y en pleno poblado: la bodega Tabaroa.
Alexandre Figueiredo lleva tres décadas dedicado a la producción: “Mi cachaça es artesanal, usamos alambiques de cobre con combustión de leña, sin calderas, y el rótulo de la marca lo es de cáscara de la caña”, indica en un salón rodeado por cientos de sus botellas. Figueiredo incursionó en este campo cuando trabajó en los valles vitivinícolas de Ginebra, Suiza. Al volver quiso crear vino, pero su abuela tenía unas tierras cultivadas con caña y de ahí surgió la idea de repetir la tradición familiar de producir cachaça. Era 1985. “Acá hago seis mil litros por año aportados por cuatro hectáreas. Es poco si piensas en la producción de las marcas más conocidas que están sobre los 200 mil litros anuales. Opté por hacer menos, agregar valor y hacer la venta directa con el comprador final”.
¿Cuándo la cachaça se transformó de un elemento de bajo nivel a su actual calidad? Fue en 1996, dice Figueiredo, cuando el expresidente Fernando Henrique la oficializó como producto nacional y con certificación de origen. “La cachaça siempre había sido tratada de una forma muy ‘minera’, sin mucha figuración. Nosotros abrimos una tienda, hace 18 años, sólo para producciones artesanales y de comprobada calidad”, dice Luciana Schettino que se afincó en Tiradentes para crear una tienda dedicada exclusivamente a esta bebida.
Su escenografía no podría ser mejor. Las paredes del atelier Confidências Mineiras tienen más de 900 tipos de cachaças, 97% de ellas provenientes de este estado y el resto de otros sitios de Brasil. “Siempre tomé y siempre me gustó. Vimos a la cachaça artesanal de calidad como un producto diferenciado a su versión industrializada”. Luciana conoce datos colosales, desde los nombres de las diversas maderas con que están realizadas las barricas hasta referencias completas de una marca determinada: “Durante estos años he probado casi la totalidad de lo que ofrecemos. Hay opciones que van desde los R$ 22 hasta los R$ 2 498 (de siete a 780 dólares), que es una Vale Verde de 18 años de guarda”. La Soñadora, La Soberana, La Perseguida o Luna Llena bautizan a las diversas marcas. “Cada cachaça es un mundo de diferencias, no hay dos iguales”. ¿Alguna favorita? “Personalmente, agradezco a Dios cuando tomo la ‘Vitorina’ de cinco años, con estabilidad de sabores, densidades y el sabor de la madera. Perfecta”.
Continuamos el viaje a la ciudad de Ouro Preto, repleta de iglesias creadas por Antonio Francisco Lisboa, más conocido como Aleijadinho, máximo exponente del barroco local. Pesquisar nuevas pistas de la cachaça, dentro del gran casco histórico que es Patrimonio de la Humanidad, es una excusa perfecta. Milagre de Minas está en diagonal de la plaza Tiradentes. Dentro de un pequeño salón se ofrecen dos de las creaciones de su dueña, la botánica Cida Zurlo, eminencia del destilado en la región, creadora de libros de hierbas comestibles y parte de la Academia Brasileira da Cachaça. Ella logró, hace 32 años, condensar 15 tipos de plantas aromáticas entre las que destacan una afrodisíaca (nó de cachorro) y una vascular (catuabas), en una botella que puede levantar muertos. Milagro se llama. La segunda marca es La Tentadora y en su etiqueta hay una mujer rubia que representa a Eleutheria Costa Queiroga. Dama mítica por su belleza y poder de seducción, fue una antigua productora de cachaça de mediados del siglo xix.
El próximo destino es un bar en Belo Horizonte que tiene uno de los repertorios más completos en cachaças de todo Minas y, tal vez, de todo Brasil. Es un lugar único. Premiado durante seis años consecutivos por la revista Veja como la mejor carta de cachaças de Minas, Via Cristina es el epicentro de este licor en Belo Horizonte, la capital del estado. Tiene una oferta de 909 botellas para todo gusto. Su dueño, Miguel Murta de Almeida, es un anfitrión de lujo. Instalado en el barrio de Santo Antônio desde 1991, la especialidad es la armonización de carnes a la parrilla y destilados provenientes en un 90% de alambiques regionales. “Siempre llegan personas que encuentran la cachaça que tomaban en los pueblitos de donde son originarios, siempre con una historia que contar. Aunque hay una rivalidad con la gente de Río que dice que las primeras se hicieron en Paraty… si alguien pide una de ésas aquí puede ser hasta perseguido”, ríe Miguel.
Es domingo y en el enorme televisor del local —otro patrimonio brasileño típico— se disputa un clásico del futbol: Atlético Mineiro contra Cruzeiro. No hay mucha gente. La crisis política y económica de Brasil ha hecho estragos y las ventas han bajado. Sin embargo, Miguel llena la mesa en tiempo récord con carnes como picanha y linguiça de lombo, y unas caipirinhas en versión premium: “Tú ves las cachaças de exportación que han salido a Europa o Estados Unidos, la Pitú o la 51, ¡Dios mío!, te duele la cabeza sólo de mirarlas. Si tomas de ésta no vas a tener resaca”, dice, con la experiencia de quien probó las 909 que tiene en venta.
En la génesis de Via Cristina, Miguel tenía una sola marca. Luego, en un poblado cercano, compró 20 aguardientes de caña y fue un éxito. Volvió por 30 más, luego por 200, después por 300. El actual murallón de botellas, cual biblioteca etílica, es un ejército dispuesto para celebraciones, anestesiar penas, conmemorar en solitario. La discusión acerca de cuál es la mejor es tan larga y estéril como hablar de religión o futbol. En las cercanías de Belo Horizonte hay decenas de pueblitos con destilerías repletas de centenarias historias, secretos en sus preparaciones, serpientes o alacranes que se colocan en su interior para que tenga mayor fuerza la fermentación. Este universo de posibilidades finaliza entre brindis nocturnos en la piscina del hostal Nossa Casa 160, en el barrio de Pampulha, recientemente declarado como Patrimonio de la Humanidad por las obras arquitectónicas de Oscar Niemeyer. Rafael, uno de los dueños del lugar, nos ofrece una botella 100% artesanal y sin rótulo. Los sorbos se suceden, brotan las risas y las anécdotas. Rafael me regala una camiseta de Cruzeiro junto con el resto de la bebida. ¿Fue la cachaça, el carácter afable y cándido de los mineros, la noche tibia? Como sea, Minas Gerais es la puerta a esta experiencia etílica-social que vale un viaje y, también, la potencial resaca.
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