Hiroshima, mon amour
Es la puerta de entrada perfecta para los que quieran descubrir la cultura japonesa desde dentro: buena comida, hermosos templos y la hospitalidad de los nipones.
POR: Redacción Travesías
Desde la ventana de mi habitación Hiroshima parece silenciosa, es pleno invierno y la luz es fría. Nuestro hotel se encuentra en una especie de península que se conecta con el resto de la ciudad a través de un caminito estrecho. Me pongo mis tenis, me enfundo en mi chamarra y salgo decidida a darle la vuelta a la “isla”. Parque Nacional Motoujina dice el mapa que me entregaron la noche anterior, y no es que nadie necesite realmente un mapa para encontrar su camino pero éste es Japón y ésta es la hospitalidad japonesa.
Son las siete de la mañana pero en las pequeñas bahías que crea la isla ya hay gente, la mayoría son personas mayores, y me cuesta imaginar de dónde vienen. Después de recorrer la mitad de la isla, cubierta de vegetación, llego a una zona ya urbanizada, de pequeñas construcciones de dos o tres pisos. Vuelvo al hotel justo a tiempo para bañarme y desayunar. Aunque claro que hay opciones occidentales, aquí el verdadero desayuno incluye siempre arroz, pescado, verduras encurtidas y sopa miso. Para algunos la idea de desayunar pescado suena fuerte pero no es más que eso, una idea y hay que sacársela de encima para disfrutar este viaje.
Hiroshima es la ciudad de la bomba, y su personalidad está inequívocamente marcada por ella. Lo cierto es que Japón mismo es un país que comparte la herencia de ese carácter, y no sólo por la bomba: los temblores, los tsunamis, los volcanes y las guerras, han hecho que quienes habitan este archipiélago del Pacífico tengan algo muy claro: la vida vale poco y muy poco podemos hacer para incidir en lo que va a pasarnos. En el país de la bomba atómica nada se deja para mañana.
La parada obligada es el Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima, que más allá de exponer la historia de la ciudad, antes y después de la bomba, es además una pieza arquitectónica única, creación del arquitecto japonés Kenzō Tange. Una plancha de concreto se extiende sobre la plaza, sostenida por una serie de pilotes que permiten la circulación debajo del edificio. Me recuerda a una versión solemne del masp de Lina Bo Bardi. Me hace pensar en una gran puerta.
El interior está lleno de personas, la gran mayoría son japoneses aunque hay también algunos extranjeros. Reina el silencio, nadie se atreve a hablar, hay un sentimiento común de solemnidad. De pronto alguien llora. No es fácil ver todo esto porque al final todos somos y fuimos partícipes de alguna manera del pasado y presente de Hiroshima; hasta el día que las armas nucleares desaparezcan, todos somos responsables y todos somos víctimas.
Mientras caminamos por Parque Conmemorativo de la Paz todos en el grupo parecemos pensativos, cada uno en su mundo debe estar evaluando qué quiere decir que aquí mismo haya estallado la bomba atómica. Mientras deambulamos, ensimismados en nuestros propios pensamientos, comienza a nevar, como si se tratara de un reflejo de nuestras sombrías reflexiones. Damos la vuelta —casi congelados— por la cúpula de la bomba atómica, el edificio que se convirtió en el recordatorio tangible de los horrores de las armas nucleares.
Hiroshima no es una ciudad que viva atrapada en su pasado, de hecho, es una ciudad moderna como cualquier otra de Japón. En la tarde nos acercamos al Museo de Arte de la Prefectura de Hiroshima. Afuera sigue haciendo frío y parece que no fuimos los únicos que decidimos refugiarnos del frío entre piezas de arte. Afuera, sigue nevando.
Si el espíritu del día parecía lúgubre, una visita al Okonomimura no solamente nos regresa a la tierra sino que nos recuerda los placeres terrenales del día a día. Y no hay placer más grande en Hiroshima que acercase a este edificio de no-se-cuántos-pisos y perderse entre puestos de okonomiyaki, el platillo más confort de toda la gastronomía japonesa. Algunos lo llaman pizza japonesa, aunque a mí me recuerda más un omelette gigante. Y es un plato sin grandes pretensiones pero con suficientes fanáticos como para probar que no es una preparación cualquiera.
En el Okonominura elegimos un puesto que es atendido por dos mujeres, madre e hija, supongo yo —se llama Humichan y vale la pena buscarlo porque la mujer que lo atiende es un verdadero encanto—. La parrilla se extiende alrededor de la cocina a manera de barra, y sobre la plancha-barra las mujeres van cocinando el plato de cada uno. Los comensales degustan directamente de la plancha-barra una vez que su okonomiyaki está listo.
El okonomiyaki es una especie de crepa o hot cake delgado al que se le van agregando distintos ingredientes: tocino, col, germinado de soya, fideos, etc. Luego se cubre con una segunda crepa que funciona a manera de tapa y se adereza encima con encurtidos y una salsa. Tiene un sabor particular y reconfortante, sabe a muchas cosas familiares y a nada que hayas probado antes.
Sentados ante la barra disfruto el momento. La escena me encanta y nada más llegar sentí la emoción de poder estar aquí. Esto es lo más hermoso de un país como Japón, estas costumbres que son algunas veces muy diferentes, otras veces muy similares. Esas risas y esa complicidad cuando ellos se dan cuenta de que no entendemos algo pero sobre todo, la felicidad al ver que todavía sin entender estamos disfrutando el plato que acaban de ponernos delante. Cuando salimos, después de dos cervezas, un okonomiyaki digno de Instagram y muchas risas, Hiroshima parece una ciudad diferente. Nos queda solamente hacer una visita al onsen del hotel.
Vivir la experiencia de un onsen es una pieza fundamental para entender muchas cosas del carácter japonés. La limpieza es tal vez la parte más básica y obvia del ritual, aunque no por ello menos importante; al final, nunca he visto otro país más limpio que éste y la limpieza de uno mismo es desde luego el punto de partida. Hay algo también de democracia en esta costumbre de entrar todos sin ropa, sin absolutamente nada que nos cubra. Y hay algo también de darse un espacio para convivir/socializar o/y desconectarse/reflexionar.
En un país donde la vida moderna parece ir tan rápido, la tradición de los onsen le da a todo el mundo un espacio para hacer una pausa. Hay que entrar sin nada de ropa, con una pequeña toallita, y bañarse primero en los baños comunes. Después uno puede pasar a las albercas. Generalmente hay dos o tres adentro y una en el exterior. Ver nevar, desde el onsen con el agua caliente, es una muy buena manera de acabar el día.
La mañana siguiente, después del desayuno de pescado, arroz y sopa miso, salimos hacia Miyajima, una isla cercana que guarda uno de los templos más fotografiados de Japón, aunque en realidad, más que el templo, la fotografía que se repite es la de la puerta sintoísta enclavada en el mar y que forma parte del Santuario Itsukushima, O-Torii. Hay algo en Miyajima que me parece como salido de un cuento, posiblemente de los cuentos que yo misma me hago de Japón.
Mientras cruzamos el pueblo me acuerdo de Chihiro y el pueblo al que los espíritus llegan por la noche, lleno de tiendas y restaurantes pequeñitos. Hay venados por todas partes, y mientras recorremos el Santuario el frío arrecia, haciendo sufrir a los que esperan pacientes en una fila para poderse tomar la foto con la puerta detrás. “Photopoint” se ríe Masako, nuestra guía, y me hace gracia pensar que lo que más vale para muchos que llegan acá es llevarse la foto en el teléfono.
Mientras curioseamos en las tienditas del pueblo pienso en lo detallistas y cuidadosos que son los japoneses. Todas las tiendas ofrecen el dulce típico de la isla, una especie de pastelito pequeño en forma de hoja de maple que dentro tiene chocolate. Se llaman Momiji Manju y cada uno viene perfectamente empacado y cada uno es perfecto, porque pareciera que aquí no hay otra manera de hacer las cosas. También venden ostras, muy populares en la zona, y como es invierno las ofrecen asadas en los puestitos callejeros.
Aunque la isla es pequeñita tiene más de seis templos, también tiene un zoológico, y todo el recorrido puede hacerse a pie, lo que la convierte en un destino perfecto para pasar el día durante el fin de semana. Hacemos una escala en el centro artesanal donde nos enseñan cómo hacen las palas de madera para mover el gohan. En el mismo centro están dando una clase abierta al público para aprender a hacer Momiji Manju, las galletitas en forma de maple.
Al mediodía vamos al Ryokan Jukeisō. A diferencia de nosotros, que entramos sin mirar ni dónde pisamos ni quién nos espera, hay algo en lo ceremonioso de cada bienvenida en Japón que hace que uno repare en cada detalle. Nos quitamos los zapatos, saludamos, nos sacamos las chamarras y los abrigos. Nos acercamos a la mesa que está en una habitación privada. Qué mejor manera de dividir el espacio y los momentos que ésta.
Cada uno de los platos que van trayendo para nosotros es hermoso, cada bowl, la manera en que se acomoda y la manera en que la comida que contiene fue dispuesta. Me resulta increíble darme cuenta que hay quien no nota estos detalles, hay quien deja los palillos en cualquier lado, quien mezcla y ensucia. Claro, no todo el mundo tiene un alma japonesa escondida en alguna parte.
Comemos ostras, bebemos té caliente y platicamos sobre anécdotas que hemos escuchado de venados atacando a turistas en Nara. Nos reíamos y salimos contentos de la comida, listos para volver a la ciudad. En la terminal del ferry uno de nuestros compañeros se extravía, pero éste es Japón y aquí nada se pierde, ni un paraguas, ni un teléfono ni el dinero ni mucho menos las personas. Cuando llegamos a Hiroshima llega él, en otro barco.
Y aunque al principio tenía mis dudas de venir aquí, porque pensaba ingenuamente que me estaba perdiendo de Tokio, no tardé en entender que venir aquí vale mucho más que Tokio. Porque si el Japón de Tokio había conseguido conquistarme, este Japón, el de las tradiciones, el okonomiyaki y la gente que hace paseos a una isla los domingos, éste, es todavía más hermoso.
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