“Este es un lugar mágico para nosotros”, nos dijo nuestro guía Ilgiz Erkinbek Uulu mientras atravesábamos la meseta que rodea el lago Song-Köl, en Kirguistán. En este extraordinario paisaje Ilgiz pasó los veranos de su infancia, ayudando a su abuelo con los animales, montando a caballo y corriendo en libertad. Esa magia de la que nos habló estaba en todas partes.
A los pocos minutos de vislumbrar por primera vez la cordillera de Tian Shan, cuyo nombre se traduce como “montañas celestiales”, juré que era uno de los lugares más bellos que he visto en mi vida.
Primer encuentro con Kirguistán
Nuestro viaje comenzó una calurosa y soleada mañana de julio en Biskek, la capital kirguisa. Estuvimos unos días paseando por sus parques llenos de fuentes y por sus amplias avenidas. Compramos miel blanca y té de montaña en los mercados, y nos abastecimos de gorros de fieltro y frutos secos en el gran bazar de Osh.
A causa de haber formado parte de la Unión Soviética gran parte de la arquitectura de la ciudad recuerda ese periodo. Por ejemplo, los imponentes edificios brutalistas, el circo de concreto con forma de platillo volante y los mosaicos socialistas. También la estatua de Lenin que preside un parque detrás del Museo de Historia del Estado.
Pero no todo es nostalgia. En el límite del Oak Park, el restaurante Frunze sirve una comida exquisita y sofisticada. Probamos la trucha de río ahumada sobre bolitas de calabacín, berenjena asada con crema de avellanas, granos de soba crujientes y flores comestibles.
En la piscina del Hyatt Regency, el ambiente es el de un miniresort urbano, con familias chapoteando en el agua y cocteles con popotes en forma de flamencos. Al atardecer, visitamos la azotea de Iwa, en el Sheraton. Probamos tapas de inspiración japonesa y un spritz de Aperol con el telón de fondo de las montañas nevadas de Ala-Too.
Sin embargo, por muy atractiva que sea Biskek, no queríamos pasar nuestro viaje en una ciudad. Kirguistán alberga montañas, glaciares, lagos profundos y grandes ríos. También está a sólo cuatro horas de vuelo de los desiertos y rascacielos de mi hogar en Dubái.
Fui con mis amigos Glenn y Takaopara a sentir el aire fresco de la montaña, contemplar vistas espectaculares y visitar un nuevo destino. Así, con gran emoción, nos amontonamos en el Toyota SUV de Ilgiz y salimos de la ciudad.
Acampar en una yurta
Ilgiz es alegre, una persona con mucha energía y sentido del humor, y enseguida establecimos un vínculo. Conecté con él por medio de Kyrgyz Twins Adventures, una empresa que encontré en Instagram cuando investigaba para el viaje.
El propietario nos dijo que si queríamos ir al lago Song-Köl, Ilgiz era el hombre indicado. Tenía razón. Ilgiz parecía tan entusiasmado como nosotros por llegar a los pastizales de altura conocidos como jailoo. En verano, los campesinos nómadas llevan allí a sus animales a pastar. Acampan en yurtas, apartados de las comodidades de la vida urbana moderna.
Al dejar atrás Biskek, el paisaje cambió rápidamente. Vimos campos llenos de fardos de paja y campesinos cosechando cebollas. Bordeamos la frontera kazaja y continuamos entre altos álamos plateados. En el aire sentimos la fragancia de las fresas que se recogen en los campos y divisamos un pequeño lago glacial. Más allá, una familia de camellos de dos jorobas descansaba junto a la carretera.
Ilgiz hizo una parada para recoger provisiones en la pensión Mira, que maneja con su familia en el pueblo de Kochkor. Compramos té, ensalada de tomate dulce y oromo, unos fideos anchos enrollados y rellenos de verduras y chile.
“Este es un lugar mágico para nosotros”.
Ilgiz Erkinbek Uulu
De vuelta a la carretera, las montañas se perfilaban cada vez más altas y cercanas. Ésta es la tierra donde creció Ilgiz, ese lugar mágico del que hablaba. Su sonrisa se hizo aún más grande cuando nos desviamos de la carretera principal por un camino de terracería. En otras tres horas y media llegaríamos a nuestro campamento de yurtas junto al lago.
Inmensidad y quietud
Los paisajes ahí son inmensos y uno se siente diminuto. No hay líneas eléctricas, ni torres de alta tensión ni edificios permanentes. Los senderos son de terracería, hay animales pastando, alguna que otra yurta y una naturaleza infinita. Sin embargo el paisaje de colinas suaves y sin árboles, se transformó en montañas calvas, escarpadas y cubiertas de pinos. Nos detuvimos junto a praderas de aroma dulce, repletas de flores silvestres.
Nuestra ruta nos llevó por las 32 curvas cerradas del paso de Teskey Torpok, a 3,160 metros de altitud. Una carretera sin asfaltar que se abre paso por la empinada ladera de la montaña y que requiere los nervios de acero de un conductor experimentado.
En la cima, la carretera se reduce a huellas de neumáticos entre la hierba, pero Ilgiz podría recorrer esa ruta con los ojos cerrados. Habíamos llegado al jailoo. Un cielo inmenso, con nubes blancas y esponjosas que se deslizaban sobre un fondo de azul intenso. Sin embargo, el tiempo es inconstante por esos lares y, en cuestión de minutos, el sol había sido sustituido por nubes y luego, por una lluvia torrencial. En un momento dado, mirábamos la estela de un arcoíris; un instante después nos golpeaban enormes bolas de granizo.
De mayo a finales de septiembre, los pastizales de esa meseta acogen a familias nómadas que levantan yurtas de madera y fieltro. Éstas se desmontan al final de la temporada. Ahí arriba no hay estructuras permanentes, salvo una tumba de piedra dedicada a un guerrero kirguís. Para los habitantes de la ciudad, la experiencia de estar rodeado de tanto espacio es casi abrumadora.
Bajo las estrellas
El campamento de Azamat es apenas un puñado de yurtas en un terreno llano entre laderas, cercano al lago Song-Köl. Hay campamentos turísticos más grandes al otro lado del lago, pero Ilgiz eligió este para nosotros por una razón. Nos alojaríamos con la cálida matrona Zoya, su familia y sus animales. Ilgiz nos dijo que el nuestro no era un campamento de cinco estrellas, sino de un millón. Cuando le pregunté por qué, me pidió que esperara a que cayera la noche y que mirara hacia arriba.
“Este es un campamento de mil estrellas”.
Ilgiz Erkinbek Uulu
Azamat no es una experiencia de lujo en términos de comodidades. No hay electricidad, ni wifi, ni señal telefónica ni duchas. Hay dos retretes de estilo occidental situados en cabañas en el límite del campamento, pero si necesitas ir en medio de la noche, te congelas. El agua helada para limpiarse los dientes y lavarse las manos procede de arroyos y manantiales.
Nuestra yurta tenía tres sencillas camas de madera en su interior, apiladas con mantas. Las alfombras de fieltro kirguís cubrían las paredes y el suelo, sin embargo la hierba se asomaba en algunos lugares. Por la noche iluminábamos el espacio con las luces de nuestros teléfonos.
Durante el día podíamos retirar una solapa del techo para crear una claraboya. El fieltro que cubría la puerta se enrollaba para dejar pasar la luz. Incluso en julio las temperaturas caían por debajo del punto de congelación por la noche.
Agradecí mi previsión de llevar ropa térmica y un chaleco de plumas. Dormía acurrucado entre cinco capas de ropa, con gruesos calcetines de montaña para mantener calientes los dedos de los pies, y la sudadera con capucha hasta la nariz.
La vida simple
La “escena social” del campamento era la yurta-comedor. Eran dos mesas bajas rodeadas de coloridos cojines y una puerta que creaba el marco perfecto para ver el cambiante clima. En la mesa siempre había té caliente y cuencos de dulces, chocolates y galletas.
Me encontré disfrutando ambos, mordisqueando y bebiendo constantemente mientras observaba el lento transcurrir del jailoo en el exterior. Pero también me escabullía a la yurta-cocina, el lugar más cálido del campamento. Zoya mantenía la estufa de leña encendida. Allí cocinaba pan, gachas, carne y platos de pasta y cereales para calentar a los viajeros con frío, al mismo tiempo que dispensaba abrazos con entusiasmo.
Sin embargo, encontramos un guiño a la modernidad en el campamento. Se trataba de un panel solar, amarrado al techo de la yurta-comedor, que generaba la suficiente energía para alimentar dos luces a la hora de la cena. Las conexiones con el mundo exterior eran tenues. Los mensajes y suministros llegaban con choferes y guías que se dirigen al jailoo, o por medio de WhatsApp. Una vez al día, alguien se aventuraba a caballo desde el campamento hasta el único punto alto donde una señal de teléfono móvil ocasional, que depende de las condiciones meteorológicas, les permite captar mensajes.
Esas montañas atraen a los aventureros, a los que vienen a escalar las cumbres, a recorrer los senderos a caballo hasta por 42 días seguidos. Se duerme en tiendas de campaña por el camino y ocasionalmente en la comodidad de una yurta. En comparación, dormir en camas bajo mantas y dando paseos tranquilos nos parecieron un poco aburridos. Pero la altitud ahí puede afectarte si no estás acostumbrado.
En las alturas
El paisaje te quita el aliento, a menudo literalmente. Mientras brincaba entre alfombras de flores silvestres en la cima del paso de Tuz Ashuu, sentí la falta de oxígeno que se produce a gran altura. Y eso que en Kirguistán muchas montañas superan los 6,000 metros de altura. Ésta apenas se considera una colina.
En nuestra última noche estaba decidida a ver el millón de estrellas que Ilgiz había prometido. Para esto me envolví con gruesas capas y guantes para soportar el frío de la noche. Sin embargo, había llegado una espesa capa de nubes que cubría el campamento como una manta. Cuando me desperté a la mañana siguiente, las nubes habían dejado una capa de nieve en las cimas de las montañas que nos rodeaban. Me estremecí ante la fría belleza de todo aquello. Me costaba creer que estuviera viendo nieve fresca en pleno verano.
Zoya se había despertado antes del amanecer para asegurarse de que comiéramos antes de enviarnos de vuelta. Había prendido la estufa, hervido agua para té y cocinaba unos huevos revueltos en su yurta-cocina, un espacio que ella llama “mi oficina”.
Junto a la mesa había un barril de madera que parecía una bañera antigua. Glenn preguntó qué contenía. “Kumis”, dijo Zoya, refiriéndose a la muy querida bebida nacional kirguisa hecha de leche de yegua fermentada. Le dio unas vueltas con el cucharón de madera, abrió un grifo en un costado y vertió un poco de líquido en pequeños cuencos para nosotros.
“Zoya había prendido la estufa, hervido agua para té y cocinaba unos huevos revueltos en su yurta-cocina, un espacio que ella llama mi oficina”.
Nicola Chilton
Estaba caliente, algo efervescente, y tenía un tenue sabor alcohólico, entre agrio y dulce. Un gusto adquirido, dicen, uno que en definitiva yo no he adquirido. Fue una experiencia única en la vida, algo que hay que probar, pero que no creo que vuelva a beber.
Fin de un verano extraordinario
Kirguistán no será una experiencia única en la vida. Mientras conducíamos de vuelta hacia Biskek, a través del brillo dorado de la luz de la madrugada sobre el lago, despidiéndonos de los caballos, las cabras y las vacas, sobre el paso de Kalmak Ashuu, donde nos bajamos para hacer crujir la nieve bajo nuestros pies, y mientras descendíamos por un valle verde y escarpado, donde los arroyos helados corrían hacia abajo tan rápido como nosotros y los yaks pastaban en las empinadas laderas de las montañas, me encontré planeando mentalmente mi próximo viaje. Al lago Issyk-Kul, a Karakol, al valle de Fergana, con mis padres a cuestas la próxima vez. Esa magia de la que hablaba Ilgiz se había asentado en mi corazón y ya podía sentir su llamado.
En aquel viaje no llegué a ver el millón de estrellas prometido, pero lo haré. El próximo verano.
* Traducido por Annuska Angulo.