Viaje al reino de Mysore
Intacto y colorido, festivo y aromático, el sur de la India atesora espacios ancestrales donde lo sagrado aún desafía a la modernidad.
POR: Redacción Travesías
Nada es puro en sí mismo. Sin embargo, ni la influencia cristiana-occidental, ni la cercanía árabe, ni el asedio mongol ni la colonización inglesa pudieron transformar a la India. Sufrió pero, como en el aikido, utilizó la fuerza ejercida en su contra para mantenerse de pie.
Hoy, el atávico país de Gandhi no se parece más que a sí mismo, y es en los saris fucsias, azules y amarillos sobre la piel dorada de sus mujeres donde la India legendaria se enciende cada día: esa prenda con 5 000 años de historia remite a las siluetas danzantes de mudras y los sonidos del sitar; en ella explotan los aromas picantes de masalas atestados de cardamomo y brillan los ojos de Ganesha, el dios cabeza de elefante al que los promesantes entregan su destino.
En Karnataka, al sur del país, esa esencia se conserva más intacta, como vivo respeto a las tradiciones, pero, a la vez, la zona crece en el desarrollo tecnológico y el turismo de lujo, replanteando aquella vieja idea de progreso como algo nuevo que prescinde de todo pasado.
Mosaicos
Ubicada al sureste del país, bañada por las aguas del mar arábigo y rodeada por los estados de Andhra Pradesh, Tamil Nadu, Maharashtra, Goa y Kerala, Karnataka parece un tesoro recién descubierto que se devela poco a poco, entre el miedo y los nervios. A paso lento pero decidido, muestra su pluralidad interreligiosa, idiomática y étnica, y ya no es, para los viajeros, sólo el eje de viajes espirituales o un destino al que se llega por mero regocijo estético.
Una de sus insignias es la ciudad de Bangalore, geográficamente por debajo de las clásicas como Agra, Nueva Delhi o Mumbai, pero por encima de cualquier expectativa: avances tecnológicos, templos de dinastías milenarias, ciudades talladas en piedra y hasta la posibilidad de hacer un safari. Capital del estado, con ocho millones de habitantes y base para el recorrido sureño, su arquitectura está marcada por el contraste: modernos edificios donde crecen la informática y los servicios, con shoppings y hoteles de lujo entre casas piramidales, santuarios y templos históricos.
Desde las zonas rurales y sus exuberantes campos de arroz, plantaciones de bananos, legumbres y jengibre llegan camioncitos o carros tirados por bueyes, que comparten la misma autopista de entrada a la urbe con modernos automóviles de producción local, como los Tata. Obras viales propician el desarrollo, como el Namma Metro, el moderno tren suburbano de altura que atraviesa su cielo como una víbora surrealista, y The Golden Chariot, un tren de lujo que evoca al Orient-Express por su recorrido legendario entre las montañas. Pero si hay algo por lo que la ciudad se siente orgullosa de veras es por el liderazgo mundial en empleos de tecnología de la información. Producto de la inversión de algunas compañías apoyadas por el gobierno indio, la sipa (Silicon Valley Indian Professionals Association) es una apuesta al software libre con empresas de renombre, como Infosys, que compiten con China y Estados Unidos.
Así, Bangalore parece estar siempre en construcción, yendo hacia adelante. Paradójicamente, lo mejor para llegar a cada sitio de interés es un vehículo humilde y preexistente: el tuk-tuk. Esos taxis-motos de tres ruedas que se mueven como hormigas y por millones entre el tráfico urbano, los escombros y vallas de edificación, y nada parece detenerlos. “Market, market?”, propone el conductor, y seguimos su consejo entre el vértigo y los mareos. El mercado central está en la parte antigua de la ciudad, y es realmente colosal. De sus callecitas brotan telas, alimentos, flores, polvos coloridos, inciensos y esculturas de dioses del hinduismo. Indios, pero sobre todo muchos turistas, deambulan estremecidos sin saber dónde comprar primero, ya que los precios son más que accesibles y la oferta excesiva. Las tiendas más importantes se ubican en las dos calles centrales, de las que se desprenden, como una tela de araña, decenas de pasajes y callejones con más y más productos.
En cada banqueta, los puestos ocupan el espacio entre la calle y las tiendas, con cocos pelados, chales de seda o velas aromáticas, dejando apenas un pasillo. Las vacas merodean sueltas, y si algo predomina en el lugar, además del alboroto consumista, es el olor potente de picantes, mezclados con flores de jazmín y rosa, pero sobre todo el del sándalo. Considerado un árbol sagrado, el sándalo indio (el mejor del planeta) se obtiene de especies con más de 30 años, que dejan virutas que se venden en cada puesto como un tesoro. Manuscritos en sánscrito recuerdan sus virtudes afrodisiacas y mágicas. Y tal es el interés que el gobierno lo ha declarado propiedad nacional para preservarlo de la deforestación. Las distintas flores son utilizadas por muchas jóvenes para adornar su cabello, y algunas tatuadoras realizan dibujos de henna en sus manos, señal de un inminente casamiento.
En cada rincón, además, uno se siente dominado por el singular tercer ojo hindú, el “ojo de la conciencia”, ubicado en el centro de la frente. Según las castas, el seguimiento a uno u otro dios y el estado civil, adquiriere distintas implicaciones, composiciones y texturas que van del oro a los stickers. “Nosotras lo llamamos bindi, y nuestros hombres sindhoor, hecho con pasta de sándalo”, explica Amrita, vendedora de raíz fresca de cúrcuma y azafrán. El mercado atrapa, pero Bangalore es famosa también por ser la sede central del ashram del Arte de Vivir de Sri Sri Ravi Shankar, líder espiritual que profesa el tiempo “libre de violencia y estrés”. Éste y otros espacios incursionan también en las terapias alternativas, la medicina ayurveda, el yoga y hasta el Kama Sutra, para que cuerpo y espíritu se enriquezcan.
Triángulo de piedra
En el sur, como en casi toda India, se vive una verdadera comunión interreligiosa, que honra las enseñanzas de Gandhi y los tiempos de furia entre musulmanes e hindús que dejaron un reguero de muertes. Bajo la esencia respetuosa del “namaste”, saludo fraterno de bienvenida con las manos en el pecho, cohabitan jainistas, musulmanes, sijes, judíos, budistas y católicos, aunque prevalecen los cánticos a Brahma, Vishnu y Shiva, dioses centrales del hinduismo, en los que renace cada día la estructura que guía al país.
Por todas partes emergen estatuas, imágenes, figuras, representaciones y hasta templos enteros en honor a esos hombres-deidades de múltiples brazos. Bien descansados, al día siguiente partimos dos horas al este de Bangalore, hasta Hassan, donde dos villas de la antigua dinastía Hoysala los homenajean con templos detallistas hasta lo inimaginable o, dice el guía, libros de piedra históricos: “Éste es uno de los sitios más representativos para el hinduismo. Un verdadero libro de piedra”. Junto a Gutva, que traduce al inglés el sánscrito, el hindi y el canarés, 3 de las 30 lenguas locales, entramos primero en el pueblito de Halebeedu. Labrado durante 103 años para enaltecer a Shiva, el lugar es un laberinto de relatos tallados sobre roca granítica. Tan reales son algunas escenas de caza y de conquista que las carrozas guerreras y los animales míticos parecieran saltar cuando se les mira fijo. Al recinto se entra descalzo, como a los hogares, y se recibe de los brahmanes (sacerdotes) un poco de agua para beber con las manos, mientras se sahúman los rostros de cada creyente.
Devotos y montones de turistas fluyen de aquí para allá recorriendo escritos en bajorrelieve de aquellos eximios escultores de piedra, hasta que se posan frente a la escultura implacable de Nandi, un toro del tamaño de un automóvil, con el que Shiva daba batalla a los demonios. A minutos de allí está Belur, otro pueblito con un templo impresionante a cuyo patio, y sus oscuros receptáculos, miles de indios llegan a rezar cada fin de semana. Aquí también huele a sándalo, y su humo tibio se escabulle por las rejas y pasillos hasta posarse sobre la figura de Vishnu, el dios protector. En esas piras humeantes se pierden los fieles, y cada bocanada revive su rostro como el agua fresca, cuando el sol castiga la piel.
El triángulo de piedra sagrada se completa con Hampi, reserva de templos y joya nacional. Convertida en uno de los destinos más buscados del país, y que justifica per se cualquier visita al sur, requiere de varios días para ser vista por completo. Las ruinas de su antigua fortaleza atesoran 350 templos que fueron la base del esplendor vijayanagara, el mayor imperio tras el largo dominio de los mongoles en la región. Consagrada Patrimonio de la Humanidad por la unesco en los años ochenta, aún es estudiada (y preservada) por el gobierno y la Archaeological Survey of India.
La reserva de Hampi fue uno de los reinos más ricos de la Tierra, y es recordado entre otras cosas por sus comerciantes de piedras preciosas y su influencia en las rutas comerciales indias. El recorrido del predio no tiene un orden preestablecido, y se puede comenzar por cualquiera de los 83 palacios y santuarios recuperados, conectados por calles y parques, sobre una naturaleza tropical de 26 kilómetros cuadrados, invadida por más de 200 especies de monos. En las edificaciones cobran vida dioses poderosos, eróticos danzantes, músicos virtuosos y animales míticos (y monos), que yacen en grabados, pinturas y esculturas.
Los templos más grandes y complejos son los de Krishna, Hazara Rama y Achyuta Raya, donde hay grandes efigies como la de Narasimha, deidad sureña que representa la decimocuarta reencarnación del dios Vishnu en hombre-león. Detrás de la torre piramidal del templo Virupaksha corre el cauce donde todo marcha al abrigo de la magia de la atemporalidad: mujeres lavan a sus niños y cuelgan los saris en las escalinatas que bajan al río, mientras ancianos de barbas interminables sumergen su cuerpo y agradecen al cielo y un elefante bendice con su trompa de manguera a un recién nacido. Así, todo fluctúa entre lo mítico y lo real y enciende un mundo que va del comercio turístico a la vida religiosa cotidiana.
El complejo de Vithala es el último que elegimos para recorrer, cuando el sol ya deja manchas rosas en el horizonte. Allí también hay un conjunto de construcciones bellas y detallistas, pero ninguna tan genial como el Palacio de la Música, donde cada columna fue tallada de manera que su sonido cubriera toda la escala musical, del do al si. El guía cuenta que en tiempos de esplendor, cuando el mandamás de la dinastía caminaba estos suelos, los maestros de la música golpeaban cada columna con pequeños hierros y, cual un inmenso xilófono de roca, la música brotaba del palacio. Pero y tras luchas internas y el ataque de los musulmanes del Deccan, en Talikota, los vijayanagara fueron aplastados sin pena alguna, y desde 1565 sus templos y palacios se destruyeron sistemáticamente para dejar en claro que aquellos lujos ya no eran posibles. Vendrían otros.
Caleidoscópica
Aún más al sur, la ruta 17 conduce a otra ciudad que hay que visitar sí o sí. Mysore, reino de la seda, los inciensos y los festivales celebrados por semanas con fuegos artificiales, procesiones y flores al aire, es, además, sede de un inmenso estadio de cricket, deporte que es a la India lo que el futbol a Occidente. En sus calles coquetas y tradicionales, más limpias y ordenadas que cualquiera de las capitales del sur, cada fin de semana se despiertan las pasiones fanáticas de los jugadores de cricket consagrados y amateurs. En la esquina del estadio un cartel indica el Chamaraja Circle para iniciar el circuito turístico céntrico que concluye en el Palacio Real, donde aún vive un descendiente del marajá con su familia, aunque ya sin poder político.
Reflejo del esplendor indio de tiempos idos, cuatro manzanas albergan la gigantesca construcción de estilo sarraceno, plagada de torres, arcos, columnas y cúpulas doradas. Dentro, pinturas antiquísimas muestran el estilo de vida de esos reyes, en reuniones y paseos en elefantes que dejan maravillados incluso a los visitantes locales. Puertas labradas con diamantes y el gran trono de oro macizo advierten un aire de magnificencia que se certifica por las noches, cuando un juego de luces hace destellar el palacio a varias cuadras. En Mysore, sobre todo, hay que probar las comidas típicas. Desde los restaurantes callejeros hasta los hoteles de cinco estrellas desestiman las cartas internacionales y entregan ardientes y coloridos platos en los que el picante y las especias son las de su cocina.
En el sur, principalmente, el protagonismo del arroz salseado es un clásico, al que se suma la harina de trigo integral y decenas de verduras y legumbres. Se come acompañando, por ejemplo, de unos garbanzos llamados toor, con las lentejas urad dal o sólo empujando con el chapati, un pan chato sin levadura. Cada plato va condimentado con cantidades de curry, cardamomo, azafrán, cúrcuma, pimienta y otras especias que forman los masalas, recetas familiares que pueden llevar hasta 30 picantes. Los visitantes usamos utensilios, pero la gran mayoría de los indios sigue un rito que recuerda cuando la comida se preparaba en el suelo y los alimentos se recogían con los cuatro dedos de la mano derecha, sin contar el índice, considerado “sucio”.
Esta ceremonia rememora tiempos de hambruna feroz en el país y conecta los alimentos a una dimensión sagrada, al nivel de un regalo divino. Famosa también por los mercados de alimentos, Mysore posee varios mercados céntricos donde es posible encontrar raíces, polvos de flores, especias rarísimas y el mejor incienso y té Darjeeling del planeta. Pero resta un atractivo más. Cuenta una leyenda que cuando la bella Draupadi fue capturada por el clan enemigo, el dios Krishna la envolvió para protegerla con una tela de la que nunca se encontraría principio ni final.
Mito o realidad, lo cierto es que el valor del sari en la cultura local es sobresaliente, y no en vano Mysore es llamada la Ciudad de la Seda, en la que se “cosechan” las mejores telas de la India. Cientos de negocios ofrecen los largos y multicolores saris con los que las indias envuelven su figura y mucho de su historia. Chales, pañuelos, camisas y el salwar kameez (túnica con mangas, pantalón y chalina), de moda entre las jóvenes, desbordan banquetas y canastos, sobre tablones y bajo carteles escritos en sánscrito. Algunos vendedores entregan prendas de muestra en la puerta y, mientras envuelven al curioso con pashminas, con la otra mano lo empujan al interior del local. Así, hasta el más desinteresado se va con algunas telas encima.
Naturaleza viva
A 80 kilómetros de Mysore está el Kabini River Lodge, destino final de nuestra travesía. Su río y embalse cercano, del que viven muchos pescadores, lo han popularizado entre ellos como Nagarahole, “río de la vida”. Rodeado de casas flotantes y resorts de lujo, su cauce atraviesa aldeas rústicas y arroceras, hasta que su furia se hunde en las fauces selváticas de la reserva de Nagarahole. Coordinado por la cadena Jungle Lodges & Resorts, el corredor de bosques llega a las fronteras con Kerala y Tamil Nadu, surcando claros y montañas.
Pero no es famoso por eso, sino por ser el hogar de los intimidantes tigres de Bengala y de la mayor cantidad de elefantes de Asia. Entre ellos, o a su merced, conviven cientos de especies entre las que destacan familias de antílopes, búfalos, monos y jabalíes, además de un pez sin nombre que supera los 50 kilos y nada oculto y silencioso en la laguna central. La empresa, en consonancia con el gobierno, administra algunos hospedajes, un centro de interpretación y un comedor, rodeados por unos 10 vehículos 4×4 con los que se recorre la jungla. Ya con tres décadas de cuidado y preservación, el lugar se convirtió en el primer destino turístico de vida silvestre del país, y ante su naturaleza virgen y poderosa quedan atrás los tiempos en que fuera uno de los cotos de caza predilectos del marajá de Mysore y sus amigos.
En las galerías sobreviven algunas fotografías enmarcadas con orgullo y cierto halo inglés de construcciones y vestimentas que describen épocas coloniales en que británicos e indios acomodados significaban la misma cosa. Las salidas habituales son dos, de mañana y de tarde, en grupos de 10 personas, acompañadas de un guardabosques. Durante unas tres horas no se habla, no se ríe, no se respira siquiera. Los motores marchan lento y el crujido de las hojas es apenas lo permitido si se quiere llegar cerca de los animales, que aparecen y desaparecen con sorprendente velocidad. Próximos al río y sus acantilados, vemos los primeros antílopes y, poco después, un grupo de jabalíes y un águila formidable que patrulla sin inmutarse.
Elegimos la izquierda en la siguiente encrucijada y, minutos después, una curva nos topa con dos elefantes. Nos separan 10 metros, y eso no le hace gracia a la madre del elefante pequeño, que ruge furiosa para dejarlo claro. Comienzan a retirarse lentamente, y entonces el guía cuenta que hembras y crías se separan un poco de la manada, ya que los machos prefieren mantenerse solitarios.
Tras soportar un periodo de gestación de casi dos años para dar a luz a un bebé de unos 100 kilos, es entendible el celoso cuidado de las elefantas, mucho más peligrosas que los tigres. Seguimos el camino expectantes: nos cruzamos con búfalos, monos, más jabalíes, pero nada de tigres. Después de pasar cerca de unos hormigueros con forma de tótem y con más de un metro de altura, decidimos volver. El guía apaga el motor para explicar vaya a saber qué y, de repente, un rugido nos estremece: no se ve, pero está ahí, agazapado, cerca. Esperamos en vano un largo rato, pero no se muestra, como esperando que por fin nos alejemos. Y, en efecto, nos vamos sin poder verlo.
Nos espera la cena de despedida en el Orange County, posada rústica premiada por segundo año consecutivo como el mejor resort temático de Asia, según los World Travel Awards. Con cuartos decorados como cabañas, pero con amenities de un cinco estrellas, ofrece espectáculos de danzas originarias, tratamientos de belleza y los buscados safaris. Pasamos la noche allí, contemplando la balsa que atraviesa lento la laguna. El agua apenas refleja la luz de las antorchas, en una noche sin luna, pero bajo el embrujo de algunos mantras. A lo lejos, un rugido rompe el silencio y nos desafía. Es una invitación a volver.