Asia, Destinos, Indonesia

Java: no todas las islas flotan igual

En este recorrido hay tráfico, caos y multitudes. Aprender a sobrevivir el frenético ritmo javaiano sin duda tiene su encanto.

POR: Redacción Travesías

Los niños se reirán sin disimulo cuando te vean caminar hacia ellos entre la bruma gris que se levanta por las calles de Yakarta. La palabra será bule, un grito repetido, una sucesión de saltitos espasmódicos de esos que dan los aficionados en los estadios de futbol cuando saben que las cámaras los miran. ¡Bule-bule! ¡Bule-bule!  Ellos, que quieren llamar la atención para reconocerse en los ojos de un extraño que se parece a los mismos extraños de los que se independizaron en 1945. Porque un bule es un extranjero, máximamente un blanco, aunque a efectos prácticos viene a ser lo mismo que un extraterrestre. Para los occidentales, el encanto de viajar a Asia debe estar en eso de no poder evadir la evidencia de ser distinto y, cuando se trata de apariencias, pocos países son más desconcertantes que Indonesia. Este archipiélago de 17 000 islas es el trazo invisible de cuatro grandes culturas aborígenes, colonizadores holandeses y japoneses, navegantes ingleses, portugueses y españoles, migraciones masivas de chinos y más de doscientos millones de musulmanes que conviven con un intenso legado hinduista y budista.

Cuando planificas ir al sudeste asiático, sólo la isla de Bali aparece y se promociona como un destino amable para recibirte en Indonesia. Ya sabes, aguas claras, tablas de surf y Julia Roberts con Javier Bardem en Comer, rezar y amar. Hay que decirlo, la pequeña Bali es más interesante que las postales que circulan de ella misma, pero si buscas el triunfo caótico de la diversidad y valoras los viajes que exigen tiempo y paciencia, nada es más intenso que la isla de Java. Son 140 000 kilómetros cuadrados de belleza desconocida incluso por sus propios habitantes, quienes aún hoy no terminan de reconocer su potencial turístico. Si eso te parece un valor, este es tu lugar.

La puerta de Java es Yakarta, la capital de Indonesia, y para conocer bien la isla es importante que te familiarices con el aeropuerto porque, a falta de infraestructura vial, hay una buena red de aerolíneas que te transportarán por poco dinero. Las rutas más frecuentes son a través de Singapur, Bangkok y Seúl, y según cuál sea tu nacionalidad es importante que averigües la necesidad de tramitar la visa en tu país. Si no tienes pasaporte estadounidense, canadiense o de la Comunidad Europea, no podrás hacerlo al llegar al aeropuerto. Y sería triste darse cuenta de eso recién cuando el avión rompa las nubes negras en su descenso a la ciudad. Verás que no importan la lluvia o el sol. A cierta altura siempre te topas con la contaminación condensada de Yakarta, la número 16 a nivel mundial con mayor cantidad de partículas sólidas en el aire. ¿Qué significa eso? Que cuando salgas de la terminal a pedir tu primer taxi vas a sentir un peso extraño en el pecho. 

Lo mejor es tomar solamente los taxis de la empresa Bluebird, no tanto por un tema de seguridad sino porque siempre usan taxímetro y la diferencia de acordar precios con cara de bule puede ser altísima. Seis, ocho, diez veces la tarifa adecuada. El consejo aplica para el aeropuerto y para cualquier otro traslado porque, mientras estés en Yakarta, vas a pasar varias horas al día en un coche. Aquí viven veinte millones de personas, el desarrollo urbano es desigual y para moverse entre las zonas más interesantes toca pasar por barrios muy densos. Las opciones de transporte público masivo se reducen a un autobús de tránsito rápido –TransJakarta– que debería tener carril exclusivo pero que en horas pico comparte espacio con automóviles y motos. Si eres de los que prefieren caminar, la clave está en elegir días despejados para que tus pulmones no terminen como dos bolsas de supermercado llenas de plomo. Así que cuando llueve –y llueve casi todos los días– estás en manos de los taxis.

Es poco lo que un mapa de Google puede decirte sobre Yakarta y sus zonas, casi tan poco como lo que puedes deducir caminando. A la hora de elegir un lugar para hospedarte, opta por la colonial Kota, en el Norte, o por los alrededores de la “Milla Dorada”, con opciones para todos los presupuestos. La vida nocturna está en Kota; la comodidad y las facilidades de transporte, en la Milla, alrededor de la redoma que Kruschev le regaló al primer presidente del país, Soekarno, en 1962 y que inauguró una complicada relación entre Indonesia y el comunismo.

Luego Kennedy se molestó y también hizo unas donaciones. 

El hombre lleva una camisa azul que alguna vez fue casi negra y usa cinta pegante en la unión de la pata derecha de sus gafas.

¿Y qué querían aquí?

Lo de siempre. Petróleo.

El hombre se llama Parlin. Responde con resignación mientras se limpia sus gafas rotas y señala ese regalo de Kruschev como si una época mejor se estuviera acercando desde lejos. Hasta hace quince años, Indonesia era un país sumergido en su miseria y gracias a un gobierno democrático, más o menos estable, los indicadores han mejorado. La pobreza aún es masiva, difícil de ocultar, pero personas como Parlin quieren hacer algo. Junto a Ronny –sesenta y largos años, pelo largo blanco, semblante de líder carismático– fundó Jakarta Hidden Tour y da igual que te quedes en el norte o más al sur, tu primer acercamiento a esta ciudad tan grande será mejor si lo haces acompañado por ellos. Durante cinco años, Parlin y Ronny han llevado turistas y expatriados a conocer templos religiosos, mercados y barriadas pobres de la capital. Por cincuenta dólares te dan un recorrido por lugares que se parezcan a los intereses que indicaste previamente en un cuestionario, vía correo electrónico. Te buscan en un punto central, te dicen que la movilización será por transporte público y te explican que la mitad del costo del tour va para ayudar a las comunidades más necesitadas.

El gobierno nos odia –dice Ronny.

Y nos critica porque dicen que tratamos a los pobres como animales de zoológico –sigue Parlin, otra vez con las gafas llenas de smog.

En 1945 el presidente Soekarno declaró la independencia. El archipiélago había estado bajo el yugo holandés desde 1619, quien perdió el territorio a manos de los japoneses en 1942. Tres años después llegaron Hiroshima y Nagasaki, el imperio del sol naciente se despidió de su proyecto expansionista y surgió un país llamado Indonesia. Hombre inteligente, Soekarno supo que debía ganarse la mayoría islámica y emprendió la construcción de la Mezquita Istiqlal, en Yakarta, toda mármol y acero en 17 columnas que soportan un domo de 45 metros de diámetro y otro de 8. Istiqlal traduce del árabe como independencia, por eso las dimensiones en metros son 17 (el día), 8 (mes de agosto) y 45 (año 1945). Entre 120 000 y 200 000 personas llenan el recinto durante los agitados días de ramadán. Un día como el de hoy.

Casi nadie recuerda que esto lo inauguró Soekarno en 1961– dice Parlin con preocupación.

Porque Soekarno era bueno, ¿verdad?

El mejor… ¡Era ingeniero! 

¿Y Suharto? 

Entonces viene la mirada de desprecio y los ojos que se viran hacia el cielo para buscar olvido. Parlin no habla de eso durante el tour a menos que alguien le pregunte.

¿Y te preguntan?

No, a nadie le importa nuestra historia.

El interior metálico y brillante de la mezquita Istiqlal tiene poco que ver con el de otras más antiguas en Estambul o en Teherán, pero su tamaño resulta excepcional. Soekarno era un pacificador y para demostrar que en esas 17 000 islas había espacio para todo el mundo construyó la mezquita justo frente a la catedral de Yakarta, erigida por holandeses en 1901. La catedral es un edificio neogótico, con dos agujas de sesenta metros hechas de hierro y cubiertas de yeso, y una nave central de dos pisos que hoy en día aloja un museo del catolicismo indonesio. Ambos templos están separados por uno de los muchos ríos que atraviesan Yakarta con mansedumbre. No siempre fue así. Sucede que el gobierno militar de Suharto derrocó en 1967 al izquierdista Soekarno y desapareció sostenidamente a cualquier sospechoso de ser comunista. Suharto permaneció treinta y dos años en el poder y dejó un número incierto de víctimas: se habla de 300 000 muertos, se habla de 3 000 000, muchos de ellos inmigrantes chinos que tenían más de cincuenta años cruzando el océano hasta Java para buscar trabajo. Si eras chino, pensaba Suharto, eras comunista. Suharto murió en 2008 con el honor de ser considerado el jefe de estado más corrupto del mundo.

Al salir tomas el TransJakarta en la estación Harmoni, cerca de la mezquita, y vas en dirección a Kota. Si empezaste temprano el día harás el recorrido hacia la una de la tarde, cuando el viaje toma quince minutos hasta la Plaza Batavia, construida por los holandeses a comienzos del siglo xviii con la esperanza de atraer más europeos a trabajar en su colonia. Hay que reconocer que lo hicieron bien: hoy el mar está tapado por un puerto caótico que tiene su encanto, pero no es difícil adivinar la vista azul que alguna vez hubo desde aquí. El otrora edificio gubernamental ahora funciona como Museo de Historia de Yakarta y conserva bien su fachada blanca de dos pisos y ventanas de dos metros de altura. Las tejas rojas se repiten en ese y los otros edificios que rodean la plaza, algunos con pequeños balcones pensados para tomar el té. Entre las casonas ahora transformadas en museos como el de marionetas y el de cometas, destaca una espléndida trampa turística: el Café Batavia, restaurante de dos niveles inaugurado en 1850, con una estructura interna toda de madera. La entrada tiene al frente la escalera principal, de cuatro metros de ancho y hecha de roble, rodeada a su vez por sillones de cuero y un escenario para conciertos de swing y jazz. Algo te recuerda Casablanca. Las paredes del nivel superior están forradas con fotos de famosos, la mayoría en blanco y negro, y hacia el Sur se abre una terraza con mesas y ventiladores centenarios. Desde ahí se ve toda la plaza por las ventanas. Recorre el lugar, piensa que estás en un restaurante con más de 150 años de antigüedad, pero no entres en el juego de pagar por la peor comida y los peores cocteles de varios kilómetros a la redonda.

Es sólo para bule, ¿sabes? –Parlin se burla.

Se ve que no hay nadie de acá.

Es porque aquí nunca hubo locales.

Cinco cuadras al norte del restaurante, el barrio Luar Batang muestra sus tugurios palafíticos sobre el mar contaminado. Hacia allá caminan Parlin y Ronny saludando cada vez a más gente.

Yakarta no es sólo esto, pero tampoco es sólo los centros comerciales –dice Ronny a espaldas del atardecer desde la Torre Syahbandar, junto al Museo Marítimo.

La torre es el punto que separa los precios del Café Batavia de los palafitos, el lugar de vigilia desde donde los colonizadores veían partir sus cargamentos llenos de especias hacia el océano. Por aquí trazaron un canal navegable hacia la ciudad que imaginaron como recorrido pintoresco y funcional para el transporte, a lo Amsterdam, pero al final ganó el deterioro. Abajo de la torre, junto a las grúas del puerto, Luar Batang es una enredadera de chozas casi flotantes y aunque no hay nada agradable en la escena, la curiosidad de los niños y adultos que gritan ¡Bule-bule! te permite recordar que todas las miserias están hechas del mismo olvido.

Por eso hicimos el Jakarta Hidden Tour –dice Parlin.

¿Crees que esto se parece en algo a un zoológico? –pregunta Ronny, molesto con el gobierno, con la corrupción, con las recetas para el desarrollo, con los bule…

*     *     *

Al día siguiente te preguntarás cómo esta ciudad ha sobrevivido a su capacidad para darle la espalda al mar, completamente ausente cuando camines por Merdeka Square, donde se levanta el Monumento Nacional. Subirás el obelisco de 132 metros que conmemora la lucha por la independencia y ahí arriba, donde los rezos de los muecines musulmanes retumban como un eco omnipresente, entenderás que este es un país joven contándose a sí mismo. Yakarta no puede ofrecer armonía porque Yakarta es conflicto y ausencia, por eso no sales indemne de aquí.

Es normal que, algunos días, el trajín del tráfico y el calor te ganen, así que si estás cerca de la Milla Dorada puedes buscar el refugio del aire acondicionado en Pacific Place o en el Grand Indonesia Mall, dos centros comerciales costosísimos pero con buena oferta gastronómica. A las puertas de cada uno abundan opciones de comida callejera para estómagos aventureros, como el nasi goreng, básicamente arroz frito. No muy lejos de ahí está el Estadio Nacional, donde en 1976 la selección de futbol de Indonesia empató a cero con la Unión Soviética porque el portero local era militar y Suharto amenazó con degradarlo si se dejaba meter un gol. También puedes ir al Planetario de Yakarta, visitado por escolares y ancianos con ganas recordar que más allá del cielo pesado de la megápolis aún existen las estrellas. Es un edificio pequeño que pasa desapercibido sobre la calle Diponegoro, famosa por el encantador Parque Suropati y su jardín circular donde, en las tardes sin lluvia, varios espontáneos se reúnen a tocar violín.

Menos de un kilómetro al este del parque, el mercado de pulgas de la calle Surabaya es el mejor para hacer compras. Sea porque buscas tallas de madera o carteras piratas de marcas de lujo, hay al menos un centenar de stands callejeros para invocar al dios del exceso de equipaje. 

Para entender la rica diversidad cultural de Indonesia, el Museo Nacional, en la calle Merdeka, es una buena referencia con abundante material arqueológico aunque pobre museografía. No pasa nada, Java es la isla más contrastante de todo el país y hay que darle al menos una semana para recorrerla un poco de este a oeste. Aquí están las ciudades de Surabaya, Bandung y Yogyakarta, los montes de Garut, el volcán Bromo y la promesa de mil islotes con mejores playas que las de Bali.

Los mapas te engañarán invitándote a seguir el viaje hacia el centro de la isla, a Yogyakarta, pero la distancia real es mucho mayor de lo que parece. Fue esa la primera capital de la Indonesia independiente y dos templos religiosos le han dado un alto perfil turístico. Ir en coche significaría invertir dos días en el recorrido, de modo que si no tienes el tiempo, lo mejor es volver a Yakarta en busca del aeropuerto.

El viaje hasta Yogyakarta es de una hora y tres días bastan para conocerla. Los hospedajes más convenientes están en la Calle Prawirotaman, con mochileros y parejas que cruzaron uno o dos mundos en busca de Borobudur y Prambanan; el primero, un templo budista, el segundo, uno hindú. Para llegar a cada uno toca rodar durante hora y pico desde Yogyakarta, por eso lo ideal es visitarlos en días separados. No cometas el error de hacerlo todo de un tirón y olvidarte del centro de la ciudad. Hay mucho por ver y los locales tienen justificada fama de estar dispuestos a ayudar.

¿Está por aquí el palacio del sultán?

Sí, pero está cerrado.

¿Y eso?

Es que el sultán está reunido con políticos.

No es un chiste. Indonesia es una república presidencialista con elecciones libres y directas desde 2004, pero una región amurallada de Yogyakarta tiene sultán desde el siglo xvii. Ahí sigue, como una suerte de alcalde vitalicio con sus súbditos y su palacio. 

Ciptaming no es el único que se sabe de memoria la agenda política del monarca en esta ciudad con ambiente de pueblo donde todos parecen conocerse. Si en Yakarta siempre eres un extraño, en Yogyakarta sientes que al cabo de seis días todos se sabrán tu nombre, sobre todo dentro de sus muros que alojan a cerca de 4 000 personas. Nadie paga vivienda a cambio de cumplir con el mantenimiento del feudo y, sin mayores medidas de seguridad para entrar, es fácil sentirse uno más. El Palacio es la gran atracción, aunque las tres piscinas del Castillo de Agua tienen un atractivo especial porque se supone que ahí nada el sultán. Cuesta medio dólar entrar a ese patio rectangular con paredes blancas de seis metros de altura que espantan el calor y, como está en el centro del feudo, es un buen lugar para seguir la caminata.

  Con un poco de paciencia puedes comunicarte con súbditos como Ciptaming. Habla con uno, haz que te lleve a ver cómo hacen las famosas marionetas de piel de buey albino, luego a la galería de los monarcas, que te muestre las cocinas, que te muestre su casa y tras una hora o así, es buen momento para sacar el tema.

¿Y quién será el próximo sultán? –el silencio dura poco.

No habrá más sultanes–

La culpa no es de la modernidad sino de la genética, porque Hamengkubuwono x, 67 años de edad, primer sultán en practicar la monogamia y en defender los derechos femeninos, sólo tuvo cinco hijas y ningún hijo varón. Cinco a cero. Sus súbditos no entienden cómo decidió dejar atrás la dulce época en que el monarca de turno lanzaba una flor desde el balcón más alto del Castillo de Agua hacia la piscina principal, donde cuarenta y más mujeres se agolpaban para atajarla y ganarse así el derecho de pasar una semana con él. Es un privilegio visitar una monarquía que reconoce la poca sostenibilidad de los dioses en la tierra: el sultanato llega a su fin y aquí todos tienen ganas de contar su historia para espantar el olvido.

Una mañana bien aprovechada te dará tiempo de visitar el Mercado de Beringharjo, fuera de los muros del sultanato, con dos niveles y múltiples naves. Compra especias, vainilla, pimienta; prueba la pulpa agria del snake fruit; pide el caldo de pollo con ajo que llaman pakmin; compra krecek (chicharrón de buey) y cuando llegues al espacio de textiles en busca de batik pregunta por el Centro de Artes. Es el único lugar donde no te van a estafar.

Tranquila y poco congestionada fuera de las horas pico, en Yogyakarta conviene tomar el TransJogja –primo hermano del TransJakarta– para salir del centro histórico hacia el templo hindú de Prambanan. Si lo haces antes de las tres de la tarde no demorarás más de 45 minutos y cuesta veinte centavos de dólar. Está bien llegar a eso de las cuatro para ver la puesta de sol y aunque es importante decir que en el sudeste asiático viven de venderte los mejores atardeceres y amaneceres del mundo, aquí no exageran. Será la afilada arquitectura hindú que en Prambanan conmemora la trímurti –los procesos de creación, conservación y destrucción del universo–, pero el sol se esconde en latigazos lejanos color púrpura entre pináculos de los 240 templos que se erigieron en el siglo ix. Shiva, Visnu y Brahma; Nandi, Garuda y Hamsa, cada cual en distintas representaciones, reposan como estatuas dentro de estructuras a cielo abierto que llegan a 47 metros de altura. Parco en cada uno de los 240 interiores, Prambanan proyecta desde el horizonte una sensación unitaria y aplastante que incluso puede llevar al temor.

Borobudur no lo es menos. Si en uno pasaste el atardecer, este merece el amanecer y hay varios paquetes turísticos que ofrecen esa opción. Se trata del otro gran templo de Yogyakarta, en este caso, budista, con seis plataformas rectangulares de estructura piramidal que deberían caminarse en orden ascendente para ver las 504 estatuas de Buda, 72 de esas dentro de estupas con forma de campana. Los números son lo de menos, por supuesto, y si bien debe ser igual de impresionante conocer el lugar a cualquier hora del día, madrugar a las cuatro es estratégico no sólo por la sensación de que el sol trata de romper el techo de nubes que suele cubrir a la ciudad, sino también porque la entrada a esa hora está limitada y podrás ver las estupas sin la histeria fotográfica de los japoneses minando de trípodes el complejo. No importa que no seas religioso, la experiencia de Borobudur, con su entorno frondoso y la vista hacia los montes de Java Central, será uno de los momentos que te reconciliarán con la idea de haber cruzado el mundo para venir hasta acá. Es Yogyakarta la única ciudad de la isla donde el islam se desvanece un poco entre la diversidad religiosa de Prambanan y Borobudur, quizás por eso tu vuelta a Yakarta puede resultar un poco más brusca.

*     *     *

Cuando el avión aterrice otra vez en la capital y las nubes negras queden colgadas de las alas y la ciudad te grite veinte millones de veces ya te habrás acostumbrado a la calma de Yogyakarta. Es en este punto cuando debes decidir si quieres conocer la segunda ciudad más importante de Indonesia (el avión tarda noventa minutos en llegar allí). Pagarás cien dólares si compras el pasaje con tiempo y podrás ir y volver el mismo día si consigues una salida temprana y un regreso nocturno. A primera vista, Surabaya puede no decirte mucho, pero fue aquí donde la especie humana aprendió a caminar.

Los barcos del puerto Kalimas flotan sobre el plomizo Mar de Java que le lava los pies a la ciudad. Vas a tener que entrecerrar los ojos y olvidarte del ruido para reconocer que hacia esas aguas mana algo de tu historia porque el 3% de carga genética que nos separa de los orangutanes fue descubierto a las orillas del Río Solo, que desemboca aquí. Son 600 kilómetros serpenteantes que lo convierten en el más largo del país, con un lecho muy sedimentario lleno de fango con pasado. Los colonizadores holandeses que llegaron en 1619 eventualmente montaron campamentos arqueológicos en sus orillas, hasta que el empeño de Eugène Dubois en encontrar “el eslabón perdido” lo llevó a un cráneo simiesco. Dubois bautizó los huesos del homínido como Pithecanthropus erectus –“hombre-simio erguido”–, mejor conocido como Hombre de Java. Así lo difundió hasta morir en 1940, antes de ver a la comunidad científica acordar que su descubrimiento era el Homo erectus, el antecedente inmediato al Homo sapiens, el momento evolutivo en que nos alejamos para siempre de los orangutanes. 

Todo suena bonito hasta que te dicen que en indonesio orangsignifica hombre y hutang, salvaje. Vuelves a ver las estela espesa de los barcos en Kalimas, el olor astringente del mar contaminado y la sensación es que eso de caminar erguidos no nos sirvió de mucho. 

Aunque Yakarta fue la mimada de los holandeses, el enclave oriental de Surabaya resultaba estratégico para el comercio. El mejor modo de entender aquella presencia colonial es recorrer el canal que construyeron para atravesarla por el centro. Si la humedad, los treinta y cinco grados centígrados y la falta de aceras te parecen males menores, caminar es óptimo. Si no, la otra opción se llama becak, una bicicleta que al frente lleva un carrito de madera en el que caben dos personas –también le llaman bajaj, pero técnicamente un bajaj debe ser motorizado–.

Si ruedas o caminas por la calle Patiunus verás por qué guías de viaje y locales orgullosos dicen que Surabaya fue una pequeña Amsterdam. El tiempo verbal es importante. Casonas abandonadas de siete metros de altura se reparten a lado y lado del canal, empinados techos de tejas, postigos y porches amplios para favorecer la ventilación denotan que aquí hubo dinero. Desde el puerto hasta el puente Jembatan Merah, en pleno centro histórico, Surabaya parece uno de esos pasatiempos infantiles que consisten en unir los puntos sobre un papel hasta obtener la silueta completa de un dibujo. Si se te daba bien aquello entonces te gustará estar acá. 

Los colonizadores ricos se fueron hace demasiado tiempo y el deleite arquitectónico de lo que un día fue va de la mano con el calor del mediodía. Cerca de la calle Panggung, la tierra se levanta hirviendo sobre un mercado callejero que huele a pescado y a perfumes que brotan de la tienda Toyibah, donde padre e hijo venden lociones hechas por ellos mismos, acostumbrados a esquivar el olor de la comida y el sudor. En esa calle, en todas las calles, las mezquitas revientan otra vez en un rezo sostenido hasta que el caos llega a su punto más álgido en Chinatown. Todo –el puerto, las casas holandesas, el canal, el puente, el barrio chino– convive en un área de diez kilómetros cuadrados difíciles de entender incluso si vienes de Yakarta y sólo el museo de la tabacalera Sampoerna ofrece calma. Está dentro de una preciosa finca colonial holandesa de 1862 y vale la pena pasar al menos una hora arropado por el aire acondicionado mientras aprendes todo lo que el tabaco y los clavos aromáticos significan para Indonesia.

Si más tarde la noche alumbra una Yakarta armoniosa desde el avión de regreso, no será sólo por la imagen frenética de Surabaya aún en tu retina. Los viajes son apropiación y ahora que aprendiste a deslizarte por el caos, tu voz es otro grito entre los veinte millones que allá abajo olvidan el mar. t

 
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