Japón

Yakushima: la cara más sonriente (y hermosa) de Japón

Un refugio subtropical con playas de arena blanca y entorno selvático donde salir con camisa hawaiana no está fuera de lugar.

POR: Debbie Pappyn

Finalmente, la locura y la intensidad de turistear por todo Japón terminaron. Todos los básicos listos y tachados de la lista. Pero no hay por qué irse sin un momento de relax. Ya no en un tradicional onsen, sino en una paradisiaca isla tropical de arena blanca, lejos del caos de Tokio, perdida en alguna parte, más cerca de Taiwán, en las interminables aguas del Pacífico. Uno podría elegir las islas de Okinawa, mucho más populares, pero hay más: la región de Kyushu, en el extremo sur del país, y algunas de sus islas. Una de ella es Yakushima, que es parte de las nueve islas volcánicas Umisumi.

La isla, de 504.88 kilómetros cuadrados se ubica en el sur del mar de la China y solamente la habitan unas 13 000 personas —13 178 según los últimos datos— con un ritmo de vida bastante más tranquilo y lento que el resto de Japón. Junto a ellos unos 300 000 turistas, en su mayoría japoneses, visitan la isla cada año. Sólo hay que preguntarle a Matthew Barney, el excéntrico artista americano que estuvo casado con la cantante islandesa Björk. Alguna vez puso a Yakushima en su lista de los lugares más hermosos para conocer en el mundo.

Esta pequeña isla subtropical está a dos horas en ferry de la ciudad sureña de Kagoshima. ¿Y qué le ve Barney de especial a la isla? Seguramente tiene que ver el hecho de que la espectacular fauna al interior de la isla esté protegida por la UNESCO. La selva, muchas veces cubierta con un musgo esponjoso y venenoso, y repleta de antiguos sugi—cedros japoneses que tienen más de siete mil años—. Algunas veces hay sikas saltando por ahí, una especie de pequeños venaditos que no le tienen miedo a los curiosos que llegan con cámaras y selfie sticks. Todas las islas del país suelen tener algo de bizarro y de atípico comparado con el resto de Japón. Aquí los turistas japoneses vienen a bucear, a hacer hikes por la naturaleza, a practicar paddle board, kayak o, simplemente, a disfrutar de los baños termales y la naturaleza. Son felices cuando llega la hora de quitarse el traje y la corbata y cambiarlo por una kariyushi, la versión nipona de la camisa hawaiana, y entonces pueden dejar atrás la estricta vida del oficinista.

Pieds-dans-l’eau, al estilo japonés

Hay que hacer lo que hacen los japoneses. En Yakushima hay que dormir en un minshuku, ésta es la versión local de un albergue sencillo y accesible donde generalmente la cena está incluida. Para los jóvenes de espíritu, estos sencillos pero tradicionales hostales son la mejor manera de acercarse a este Japón tropical. Nuestro favorito fue Shikinoyado Onoaida. El desayuno japonés y la cena se sirven en una terraza con vistas al monte Moccyomu—si el buen clima lo permite, claro—. Y el lugar no podría ser más auténtico. Por la tarde, el dueño, que es muy amigable y que además habla un poquito de inglés, ofrece un menú de delicias niponas, muchas veces con énfasis en todo aquello que proviene del mar. Se instalan pequeñas parrillas en el centro de las mesas y el concepto de “hágalo usted mismo” automáticamente relaja la atmósfera y crea un ambiente amigable entre los viajeros. Uno no tarda en compartir el tarro de cerveza Sapporo helada con los vecinos. Shikinoyado Onoaida tiene incluso algunas habitaciones estilo occidental, con camas en lugar de tatamis y baños privados.

Para los que estén buscando algo un poco más lujoso, entonces hay que quedarse en Sankara Hotel & Spa, un hotel que se ubica un poco más alto, escondido entre el verde del bosque y con hermosas vistas al mar desde donde cada mañana el sol monta un espectáculo al salir. Los huéspedes japoneses le tienen especial cariño al hotel y siempre están listos para tomarse todas las fotos necesarias en la grandísima alberca. Pero ¿qué más hacen los locales además de tomarse fotos en la excéntrica isla? Hay onsens —aguas termales— naturales a lo largo de toda la línea de la costa, donde también se han tenido que levantar barreras naturales menos atractivas para detener a las tormentas y tsunamis que pueden llegar a la isla.

La mayor parte del tiempo uno está solo: tú, las aguas termales y el mar. De vez en cuando aparece un pequeño pueblito en la costa o alguna playa de arena blanquísima donde algunas veces hay alguien tomando un baño. Nuestra favorita fue Inakahama Beach, el lugar donde las tortugas llegan a desovar y donde nacen desde agosto hasta principios de octubre antes de encaminarse al mar azul. Justo en la playa está Soyotei ryokan, un antiguo hotel familiar de apenas 11 habitaciones, con sus tradicionales pisos de tatami en una construcción de madera con vistas al mar. El precio de la habitación incluye el desayuno y la cena, y los huéspedes pueden literalmente disfrutar del menú casero y delicioso con los pies en el agua.

El famoso cedro

Pero Yakushima es mucho más que playas de sol. El interior de la isla es verde, salvaje, mohoso, húmedo y un poco miedoso por esos gigantescos cedros que parecieran casi tocar el cielo desde esta isla pequeñita. A los japoneses les encanta. Se visten como si fueran boy scouts y recorren todos los caminos del interior, a lo largo de senderos bien trazados que atraviesan ríos y cascadas. La madera de cedro es sagrada para los japoneses, la atesoran, y por eso nada les parece más hermoso que llevarse a casa un souvenir hecho con ella —de árboles muertos, ojo, no talados.

Si uno sigue la circunnavegación de Yakushima, de preferencia en un coche rentado, sin duda habría que hacer una parada en Suginoya, donde un artista local hace trabajo en madera y ha conseguido convertir este oficio en todo un arte. Sus delicadas piezas utilizan solamente madera vieja o sostenible. También se pueden comprar piezas únicas a precio un poco más elevado: una cuchara de madera cuya curvatura es natural y sería ideal para una ceremonia del té, o delgadísimas charolas de formas caprichosas donde las vetas del cedro todavía se aprecian. Por menos de nueve dólares uno puede hacer sus propios palillos chinos, obviamente, también de madera de cedro.

En Suginoya también es posible pasar la noche en unos chalets de madera ocultos en el denso bosque y donde el sonido de fondo será el paso del agua en el arroyo cercano. También aquí hay un onsen con vistas a la abundante naturaleza y rodeado de la densa jungla de cedros de Yakushima. Tal vez fue aquí donde Matthew Barney tomó un baño, y después de haber compartido un vaso de sake con el señor Suginoya, decidió que éste era uno de los lugares más mágicos del planeta.

Más de Kyushu

Kagoshima es una agradable ciudad portuaria, vecina de un impresionante estratovolcán, el Sakurajima. Nosotros tomamos el Hayato no Kaze, el tren histórico que nos lleva a Kareigawa Station, una de las paradas de tren más antiguas y pintorescas del país. Por un momento nos da la impresión de que el Hayato es hermano menor del Orient Express: negro brillante con letras doradas y ventanas panorámicas que miran hacia el verde y exuberante paisaje de Kyushu. La mujer que se encarga de revisar los boletos va impecablemente vestida y nunca pierde la sonrisa, dándole la bienvenida a cada pasajero. En Kareigawa, una estación que fue construida en su totalidad en madera oscura, la pequeña plataforma hace que todos los viajeros sientan un poco de nostalgia.

Al salir tomamos un taxi a Wasure no Sato Gajoen, una joya de ryokan que se esconde junto a un río con fuertes corrientes y unas humeantes aguas termales. Los viajeros llegan hasta aquí para relajarse y entregarse al régimen de ryokan-onsen. Uno se registra y recibe a cambio una yukata—un tipo de kimono informal, además de calcetines y chanclas de madera—. Hay también una especie de saco, para la época de frío y una pijama, para la hora de dormir. En un ryokan la idea es que uno no tiene que usar su propia ropa, sino enfundarse en la yukata y relajarse como lo hacen los japoneses.

En Wasure no Sato Gajoen hay varios baños termales públicos de fuentes naturales con agua calientísima, pero también hay algunas habitaciones que ofrecen su propio baño privado, para aquellos que prefieran un poco de privacidad a la hora de entrar desnudo al agua (en Japón es impensable entrar a un onsen con traje de baño o cualquier tipo de prenda). La mayoría de los ryokanes siempre incluyen las comidas, especialmente el desayuno nipón (hay que olvidarse de los croissants o incluso del café, aquí se empieza el día con té verde, arroz, pescado, sopa miso y otras delicias locales), mientras que la cena suele ser un catálogo de pequeños platitos además de un platillo principal.

Wasure es un tesoro bien oculto donde uno puede toparse con elegantes pollos que deambulan por los caminos que llevan a las habitaciones, y donde los únicos sonidos que llegan provienen del río y de la naturaleza combinados con el olor de las chimeneas. En las noches, después de la cena —en la privacidad de la habitación, pues cada huésped tiene una host que se encarga de servir la cena en el cuarto— todo el mundo se encuentra para tomar un sochu alrededor de una fogata al aire libre. De vez en cuando un pollo japonés se asoma, como para revisar que todo transcurra en orden. Y es que esta vida tranquila y llena de calma, en el sur de Japón, puede ser increíblemente simple y hermosa.

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