Japón

Una estancia de 9 meses en Kioto para aprender carpintería japonesa

Rodrigo Escobedo dedicó casi un año de su vida a aprender los métodos de transformación de madera utilizados en la cultura Japonesa.

POR: Redacción Travesías

La carpintería japonesa es un trabajo cuidadoso, que toma su tiempo, pero tiene un extraordinario cuidado en los detalles. Foto: Rodrigo Escobedo.

El 13 de abril de 2017 llegué a la compañía de Yoshiaki Nakamura, en Kioto. Fue él quien me recibió, me presentó a su equipo y me llevó a conocer la ciudad, la casa de su padre y sus bodegas de madera. Todo era tan diferente a mi cotidianidad: estaba cargado de una belleza y un misticismo que hasta ese momento desconocía. Comprendía pocas cosas, ya que mi conocimiento del idioma era (y aún lo es) limitadísimo, pero quizá en esos primeros días entendí que era el momento de soltarme y dejarme guiar por un contexto tan afortunado como en el que me encontraba inmerso.

Los primeros días fueron complicados y no encontraba un lugar para instalarme. Todos eran amables, como los japoneses suelen serlo, pero al mismo tiempo eran profundamente distantes. Después de deambular por unos tres o cuatro días, me fue ofrecida una silla por uno de los hombres más generosos que he conocido y al que hoy considero mi gran maestro: Maeda-san. El tiempo a su lado fue grandioso, ya que es considerado uno de los más importantes constructores de lámparas japonesas. Después de observarlo durante varios días, me dejó trabajar con él. Así ocupé mi tiempo afilando herramientas y haciendo clavos de madera, e ingenuamente pensé que podría ofrecerle mi ayuda. Entonces me quedó clara una de mis primeras enseñanzas del viaje: podía observar tanto como quisiera o hacer tantos clavos como mis manos me lo permitieran, pero ninguno de ellos iba a utilizarse en proyectos de la compañía, por el simple hecho de que los clientes estaban pagando para que un carpintero japonés realizara el trabajo, y yo jamás podría cumplir con ese requisito.

El taller de Yoshiaki Nakamura y su equipo. Foto: Rodrigo Escobedo.

Adriana, mi esposa, y Omara, nuestra hija de cuatro meses, me acompañaron en esta aventura. El primer mes de nuestra estancia nos instalamos en la región de Arashiyama, a las afueras de
la ciudad y muy cerca de las montañas. Todos los días salía a las siete de la mañana para hacer un recorrido de media hora en tren, durante el cual me pude confrontar con la realidad de la clase media japonesa, es decir, la gran mayoría. Una clase que confía en sus estructuras a tal punto de sentirse tranquila de enviar a los niños solos al colegio. Me resultó conmovedor ver a madres acompañar a sus hijos de cuatro o cinco años a la parada del camión o del tren y verlos partir con destino a su escuela. En un principio no lo comprendía, pero luego entendí que, en Japón, el concepto de la soledad es muy distinto al nuestro. Los niños no iban solos, iban acompañados por una sociedad homogénea y estable que ha fluido organizadamente en ese archipiélago a lo largo de los últimos 2,000 años.

Regresando a mi lugar al lado de Maeda-san, puedo decir que 80% del tiempo lo pasé afilando mis herramientas, a tal grado que me llevé las yemas de los dedos en el proceso. Después de mucho afilar, Maeda-san me enseñó uno de los aspectos básicos del oficio: la fabricación de una caja de kiri. La madera de kiri es ligera, con un lustre misterioso y opaco, por lo que parece estar compuesta más de aire que de algo sólido. El nombre taxonómico del árbol que la origina es Paulownia tormentosa y resulta ser uno de los árboles con mayor absorción de dióxido de carbono que existen. Las cajas de kiri se usan para proteger tesoros; en ellas se guardan piezas de cerámica, rollos de caligrafía, kimonos, entre otras cosas, aunque en sí mismas son una obra maestra. La primera caja que fabriqué me permitió conocer las técnicas más básicas del kana, la herramienta fundamental del carpintero japonés.

Maeda-san me ayudó a comprender el oficio con el cuerpo, a entender que hay otros niveles de inteligencia que no tienen que ver con el análisis, sino con la praxis, y que la única manera de tener acceso a estos conocimientos es ejerciéndolos de manera constante. Una ampolla originada por el roce constante de una herramienta sobre la piel cicatriza y, con la cicatriz, si el trabajo continúa, ya no se vuelve a formar otra ampolla, más bien se produce un callo, hecho de otra materia, que ya no resulta vulnerable al desgaste. En unas pocas semanas, mis manos se iban transformando, las astillas no se enterraban tan fácilmente en ellas ni la sangre brotaba con el menor de los cortes.

Todos las herramientas son constantemente afiladas y los cortes son cuidadosamente medidos. Foto: Rodrigo Escobedo.

El tiempo fue pasando, la primavera se agotaba para darle paso al verano y, con él, a la segunda parte de mi viaje, en la cual el sonido de los cuervos fue complementado por el de las cigarras. Fue en esa época que comenzamos a ser conscientes de la interacción de los japoneses con la estacionalidad. Con un origen subtropical, los mexicanos estamos un poco desconectados de los cambios estacionales y más aún los que habitamos Ciudad de México. En cambio, la interacción del clima con la cultura japonesa es profundísima, a tal punto que han dividido el año en 72 estaciones dinámicas regidas por diversos fenómenos, vinculados con floraciones, la aparición de peces en los ríos, tiempos de siembra y de cosecha. Casi todas las acciones sociales se rigen por este sistema. Desde los dulces, las frutas y los peces que aparecen en los mercados hasta los colores de los kimonos, los haikus y las piezas de cerámica donde las cosas se sirven. Todo se ve afectado por el clima, y yo no fui la excepción.

Verano

Recuerdo claramente la sensación de estar empapado por el sudor desde las ocho de la mañana. Fue al principio del verano cuando salí del taller de Maeda-san y me fui como observador a uno de los talleres satelitales de la compañía, en el que un equipo liderado por Urayama-san construía una edificación al estilo Machiya, que sería posteriormente desarmada y enviada a Hong Kong. Fueron días de silencio, no sé si porque yo estaba presente o porque su disciplina los lleva a comportarse de esa manera; el único sonido que se escuchaba en el taller, mientras 12 carpinteros trabajaban, era el que sus herramientas producían sobre la madera. En ese taller, la escala de los trabajos correspondía a la de los carpinteros, daiku en japonés, palabra compuesta por la unión de dos ideogramas: el que representa al árbol y el que representa al hombre.

Hay dos cosas que los carpinteros japoneses hacen con frecuencia: la primera es afilar sus herramientas y la segunda es marcar y verificar lo marcado antes de ejercer cualquier acción de corte. Con estas dos obsesiones han conseguido el honor de distinguirse como los mejores carpinteros del mundo. Cuando una herramienta está bien afilada, lo que hace es transferir al material que se está cortando una superficie congruente con la calidad de su filo. En otras palabras, un buen filo repercute en la ausencia de trabajos de corrección o ajuste una vez que se lleva a cabo el proceso de corte.

El templo de Arashiyama. Foto: Rodrigo Escobedo.

En ese tiempo dividía mi día entre la bodega de los carpinteros silenciosos y un restaurante que otro equipo, liderado por Masuda-san, remodelaba en la zona de Gion. Por un lado estaba un equipo que construía una edificación nueva –contratada por una compañía china de telefonía celular–, totalmente vinculado a una nueva generación liderada por Koji Nakamura, el hijo del oyakata. Por otro, la remodelación del restaurante era un proyecto muchísimo más ambicioso, basado en la comprensión y el respeto por el pasado del lugar, y que era controlado por el oyakata personalmente. En este segundo proyecto no era capaz de entender los tiempos y los costos. Por ejemplo, un equipo de cuatro personas se tardó más de 30 días en poner el recubrimiento de unos muros de argamasa. Me preguntaba, ¿cómo podrían costear algo así? Entonces entendí la relación de los japoneses con la riqueza y la calidad.

El estilo del restaurante de Gion es conocido como Sukiya y se distingue por integrar el refinamiento de los espacios destinados para la ceremonia del té con lo habitable. El restaurante se construyó a inicios del siglo XX por un respetado carpintero y tenía un jardín muy antiguo. Menciono esto porque gran parte del proyecto consistió en el desmantelamiento y análisis de lo existente, para reemplazar solamente lo que tuviera un grado de deterioro suficiente que impidiera su reaprovechamiento. Creo que, más allá de los beneficios inmediatos y superficiales que se pueden conseguir mediante este acercamiento con el pasado, los beneficios profundos son inmensos y en gran parte son la causa de la grandeza cultural de Japón.

La tradición de construcción de edificaciones con madera es milenaria y en Japón hay líneas culturales vivas que han fluido de generación en generación a lo largo de los últimos 1,600 años, como el santuario de Ise y las ceremonias que lo rodean. Visité este lugar, en compañía del oyakata. Se trata de un bosque
a dos horas de la ciudad de Kioto, donde se lleva a cabo una ceremonia de transferencia y renovación de conocimientos que data del siglo VI de nuestra era. Sin pretender describir cosas que aún no alcanzo a comprender, la ceremonia, para los ojos de un observador extranjero, tiene que ver con el desmantelamiento y la reconstrucción del santuario en periodos de 20 años, método con el cual se logran preservar las técnicas transmitidas por maestros a aprendices y que, 20 años después, esos aprendices –ya como maestros– seguirán transmitiendo a las generaciones venideras. Entender ese flujo es quizá una de las experiencias más relevantes de mi estadía en Japón. A partir de esa noción he reconstruido mi vida y la manera en que me vinculo con el pasado y el futuro.

Las cajas de kiri se usan tradicionalmente para guardar importantes tesoros. Foto: Rodrigo Escobedo.

El verano estaba en su etapa más húmeda y calurosa, pero las lluvias aún no llegaban. La gente salía por las tardes a caminar junto a la orilla del río Kamo una vez que el sol comenzaba a bajar y nosotros, junto con ellos, disfrutábamos la sutil belleza de la ciudad. Fue por esos días que noté en los estanques del río peces enormes; los veía a la distancia, parado en los puentes encima de ellos, y me preguntaba cómo un animal tan grande podía vivir en un espacio tan limitado, ya que, en algunos casos, dos carpas gigantes habitaban una charca de no más de un metro cuadrado. De un día al otro, los primeros tifones comenzaron a azotar Japón y con ellos llegaron lluvias torrenciales que aumentaron el caudal del Kamo hasta hacer que sus aguas calmas y estanques se convirtieran en un torrente inmensurable que arrasaba todo a su paso. Las carpas gigantes, que días atrás formaban parte de lo cotidiano, desaparecieron para nunca volver a ser vistas y así, junto con ellas, mis pretensiones respecto al desarrollo de las habilidades necesarias para convertirme en un carpintero japonés desaparecieron también. Me percaté en esos momentos de que, como las carpas, llevaba muchos años ejerciendo la vida en un espacio tan confortable que no me había dado cuenta del potencial de mi realidad y, gracias a Japón –sobre todo gracias a mi hija–, entendí que era tiempo de enfrentarme a un nuevo destino.

Los últimos dos meses de mi viaje fueron verdaderamente introspectivos. Dejé a un lado todas las dinámicas de comunicación por redes sociales y entendí que el conocimiento superficial sobre las técnicas japonesas siempre estaría accesible, pero la oportunidad de vivir a profundidad Kioto y descubrir sus rincones probablemente no. Fue a mediados de agosto que comencé a recorrer los templos, las tiendas y las casas que se abrieron ante mí. Me subía a los trenes y dejaba que me llevaran hasta lugares sin una ruta preestablecida. Quedé maravillado por la belleza de los árboles, las piedras y las montañas. Me di tiempo para comer a la orilla del río y observar atentamente las dinámicas sociales de una cultura tan depurada que pude enamorarme de ella. Superé la atracción impulsiva y adolescente que me llevó en un inicio a esa tierra y me deje seducir por todas sus sutilezas. Descubrí que Japón es una edificación que se muestra frente a nosotros como una barda bellísima sobre la cual se asoman las ramas de un árbol aún más bello y que en su interior existen cosas que difícilmente puedo imaginar, y que sin duda jamás seré capaz de comprender.

El orden y la atención al detalle del Daiku. Foto: Rodrigo Escobedo.

 
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