La Costa del Ámbar, en República Dominicana: colores que despiertan asombro
Al norte de República Dominicana, descubrimos la región de la Costa del Ámbar, un lugar lleno de naturaleza y cultura, perfecto para el descanso.
POR: Iker Jáuregui
Hay tanto que pudo haberme resultado familiar de República Dominicana. Después de todo, ni la abundante naturaleza ni la animada vida de sus calles me eran completamente ajenas. Tampoco la calidez del clima o la de las personas. No obstante, entre lo que ya debía estar registrado como recuerdos de casa y otros viajes, había destellos que no pude reconocer de inmediato. Detalles que, a pesar de la cercanía, me siguieron sorprendiendo durante toda una semana.
Los supe nadando en el Dudu, un cenote de más de 30 metros de profundidad, formado por el agua dulce de una laguna y las corrientes saladas que llegan del mar por túneles subterráneos. Dispuesto a cielo abierto, en medio de una espesa maleza tropical, los intensos tonos azules del fondo contrastaban con el verdor natural a su alrededor. El sonido de los pájaros que lo habitaban crecía al rebotar por las paredes de piedra y entre los pocos visitantes se respiraba una insólita sensación de calma. He estado en al menos una docena de cenotes antes, pero aquella postal me seguía pareciendo única.
Era inevitable no dejarse asombrar por colores que no estaba seguro de haber visto antes. Incluso Edison, mi guía durante casi todo el viaje, quien conocía El Dudu a la perfección, tuvo que detenerse un segundo y contemplar la imagen. Después de ver cómo yo y el resto del grupo con el que viajaba habíamos quedado pasmados, también esbozó una pequeña sonrisa. Un gesto involuntario que aprendí a reconocer como una especie de muestra de orgullo dominicano y que volvería a ver muchas veces en los siguientes días.
El verde que lo cubre todo
Distinguiendo los colores desde las alturas se puede empezar a inferir mucho sobre la realidad dominicana, con lo que aquel que, como yo, viaje a Santo Domingo en el asiento de la ventana se adentrará en ese destino incluso desde antes de haber aterrizado. Tan pronto como el vuelo se asoma a la costa y el color del agua empieza a fijarse en un inconfundible turquesa, la inmensidad del mar se corta de tajo por un verde avasallador que acompañará el resto de la estancia. Son los enormes manglares, bosques y sembradíos que parecen cubrirlo todo. Una profundidad verde que sólo se interrumpe ocasionalmente por alguna mancha urbana y, con extraña regularidad, por un diamante de beisbol. Ya en tierra, después de haberme recibido a la salida del aeropuerto y mientras pasábamos por grandes fincas y pequeños estadios, Edison me explicará todo con mucha más claridad: “Aquí en Dominicana nos dedicamos a tres cosas: turismo, ganadería y beisbol”.
Santo Domingo no era nuestro destino final. Nos dirigíamos al noreste de la isla, a una región que se conoce como la Costa del Ámbar, por los antiguos yacimientos de esta piedra. Pero aún nos quedaban cerca de tres horas en auto y, tan pronto como dejamos las inmediaciones de la capital, el panorama se tornó monocromático, dominado por la maleza descontrolada en los bordes del camino.
Cruzábamos justo por el centro de República Dominicana, todavía lejos de la costa y ciertamente de cualquier poblado grande. Ahí estaba todo el verdor que se distinguía desde el avión y que intenté asimilar durante buena parte del largo trayecto. Sin despegar los ojos de la ventana, me preguntaba si había visto algo así antes. Quizá en la costa de Oaxaca rumbo a Puerto Escondido o tal vez en la carretera entre San Cristóbal y Palenque, por la selva Lacandona. Pero no podría decir que era exactamente igual.
El esfuerzo por dimensionar tanta naturaleza terminó sumiéndome en un terrible mareo y, para sacudirlo, opté por platicar con mi guía sobre cualquier cosa. “Y, ¿cómo ha estado el clima?”, pregunté, pensando que la charla me serviría para estabilizar mis náuseas, pero sin saber que en República Dominicana no hay respuesta sencilla a esa pregunta. “Muy bueno, usted llegó en la mejor época –me dijo Edison desde el asiento delantero–. Justo antes del calor más fuerte”. Un poco confundido, confirmé en mi celular que estábamos por arriba de los 30 grados Celsius y que el resto de la semana no se esperaba temperaturas menores. Sin embargo, esto constituía un clima ideal para mi guía, quien me explicó que entre mayo y hasta bien entrado octubre nadie toleraba salir a la calle más que para lo absolutamente necesario o, lo que es igual, una ocasional escapada a la playa.
Por fortuna, los meses de lluvia tampoco habían llegado aún, pero una de las cosas que aprendí en mi viaje a República Dominicana es que en el Caribe no hay forma de asegurar tal cosa. Un día soleado, con el cielo completamente despejado, no es razón suficiente para descartar la gran tormenta que se puede desatar en un abrir y cerrar de ojos.
Horizontes turquesa
A pesar de los años, siempre que llego a algún destino playero me sorprendo a mí mismo en el viejo hábito de buscar compulsivamente la línea del mar. Se lo debo a mi mamá, que de chico solía entretenernos a mi hermano y a mí con una búsqueda de la costa por la carretera, con una recompensa de 10 pesos para quien la encontrara antes. No sé si sea ese recuerdo o tan sólo una atracción natural por el agua, pero el primer vistazo del mar nunca ha dejado de ser algo especial.
Después de casi dos horas en aquel espeso panorama verde, que a pesar de la repetición no había dejado de ser impresionante, se empezaba a hacer de noche y pensé que la oscuridad haría que me perdiera del mar cuando por fin alcanzáramos la costa. Sin embargo, de pronto el conductor tomó una curva que nos llevó por un camino justo a la orilla de la playa y el horizonte se pintó de turquesa hasta donde la mirada podía alcanzar.
Aquel color, revuelto en la orilla por unas olas no muy grandes, se quedó con nosotros por varios kilómetros antes de que nos volviéramos a desviar lejos de la costa. Fue un pequeño sneak peek de lo que me esperaba en mi destino final, las vistas con las que despertaría durante los próximos días.
Estábamos cruzando el municipio costero de Nagua y pronto llegaríamos al hotel, aunque antes fuimos rodeados por un tropel de motonetas que, mientras nos rebasaban a velocidades improbables, hacían sonar su claxon. No estaba del todo seguro de lo que significaba el gesto. Primero pensé que podía ser un aviso de precaución para los autos o incluso un saludo para Edison, quien quizá era el hombre más popular de la isla, pero conforme pasaron los días entendí que los dominicanos saludaban igual a amigos y familiares que a extranjeros desconocidos.
Acompañados por el rumor de las olas y el ocasional sonido de un claxon, por fin llegamos a nuestro destino final: ÁNI. La noche ya había caído por completo y no pude distinguir más allá del sencillo atrio de madera en el que el staff me recibió y que funcionaba como un lobby informal. Llegué justo a tiempo para la cena. Después de las presentaciones con el resto del grupo, una decena de periodistas que habían llegado de todo el mundo unas horas antes, nos sentamos a la mesa para probar un menú de ocho tiempos. Pasamos por una sopa fría de zanahoria, un helado con infusión de ron, servido justo en medio de la cena para limpiar el paladar, y unas chuletas de cerdo a la parrilla que coronaron la experiencia.
“Todavía no has visto el paisaje desde tu habitación, ¿verdad?”, me preguntó Henny, la CMO de ÁNI, quien nos acompañaría durante todo el viaje. “Prueba irte a dormir con las cortinas abiertas y empieza tu día con el pie derecho”.
El blanco del ónix en los detalles
Henny sabía de lo que hablaba. Mi primera mañana en ÁNI, y durante el resto de mi estancia, me dejé despertar por el sol que entraba a mi habitación a través de un ventanal de al menos tres metros de largo y uno y medio de altura. Aun acostado, en una comodísima cama king-size, podía ver toda la inmensidad del Atlántico desplegada frente a mí. Después de quedarme pasmado, contemplando la imagen por varios minutos, salí de la cama para reconocer mi habitación que, entre el cansancio y la oscuridad, no había podido apreciar la noche anterior. Pronto se hizo evidente que tanto el diseño como el mobiliario y la distribución estaban dispuestos para la relajación total del huésped.
Cabe decir que sólo el baño ocupaba la mitad de la suite, con todas las amenidades necesarias para consentirse. Ahí, una tina destaca al centro de todo, invitando a tomar un largo baño al final de cada jornada. Y para no perderse del clima dominicano o incluso aprovechar una noche estrellada, también hay una regadera al aire libre. Tener que escoger entre dónde bañarme fue un dilema extraño que nunca antes había enfrentado.
El baño y el dormitorio están separados por una gran pared de ónix blanco que recibe a los huéspedes tan pronto entran a la habitación. En medio de ésta hay un escritorio y un minibar donde cada mañana puedes encontrar un coco fresco. Pero mi espacio favorito de toda la suite quizá esté cruzando el gran ventanal, en la terraza privada con las mejores vistas al mar.
La privacidad, dicho sea de paso, es prioritaria aquí. ÁNI es la primera cadena de resorts privados en el mundo, con presencia en Sri Lanka, Anguila y Tailandia, además de República Dominicana. Más que hoteles, son refugios con servicios todo incluido y una experiencia diseñada específicamente para cada grupo de huéspedes. A diferencia de una experiencia de hospedaje convencional, aquí se reserva la propiedad entera, por estancias de al menos cinco días. Es parte de una tendencia de turismo privado, que desde luego creció entre los viajeros que no querían tener contacto con multitudes durante la pandemia, pero que aún es una gran opción para grupos grandes o quienes simplemente buscan desconectarse.
Construido en medio de su propia península, ÁNI República Dominicana está separado de cualquier otro desarrollo por barreras naturales, prácticamente sin vecinos en kilómetros a la redonda. Además, las 14 habitaciones funcionan como una villa particular donde cada huésped podría pasarse el día entero. Sin embargo, eso significaría perderse el resto de las instalaciones.
Bar y cocina abiertos todo el tiempo, dos alberca infinitas, cancha de tenis, spa y acantilados para saltar al mar son algunas de las sorpresas que esperan en el exterior. Además, el staff, al tanto de cada necesidad y preferencia especial, crea una experiencia a la medida de cualquier personalidad y gusto. Lo único que queda es disfrutar sin muchas preocupaciones.
Para garantizar esta experiencia personalizada y de privacidad, ÁNI República Dominicana tiene que reservarse con anticipación a través de su página de internet. Toda la estancia incluye comida y servicio de bebidas, actividades de inmersión cultural y al aire libre, traslados ida y vuelta a cualquier aeropuerto de la isla, además de un spa con una docena de tratamientos disponibles.
El ámbar está entre la gente
La privacidad muchas veces se tiene que pagar renunciando a lo que hay más allá del resort. Es difícil encontrar un balance perfecto entre desconexión y curiosidad. El viajero corre el riesgo de encerrarse entre los límites de la experiencia all inclusive y regresar a casa sin haber conocido su destino. Por el contrario, ÁNI busca cualquier oportunidad para poner a los huéspedes frente a frente con la cultura local.
De hecho, está en su ADN. Todas sus ubicaciones tienen una academia de arte paralela, que impulsa la educación de hasta 50 talentos jóvenes, al proporcionarles cualquier material y apoyo que puedan necesitar sin ningún costo. Las obras que se crean en las ÁNI Art Academies terminarán colgadas en todas las propiedades de la cadena, disponibles para que cualquier huésped las compre y todas las ganancias sean destinadas al artista.
Un paseo por la sede dominicana también fue un buen vistazo de lo que mueve a la isla. Entre los cuadros incompletos de los caballetes había varios temas que se repetían constantemente. Iban desde leyendas del beisbol local hasta retratos familiares y muchos paisajes naturales. Aunque, de manera más sutil, los patrones se repetían en Cabrera y Río San Juan, pequeños poblados cerca de ÁNI que conocimos rumbo a las playas y cascadas.
Recorriendo estas calles junto a Edison, quien las conocía desde pequeño como la palma de su mano, sentí que había algo que aún no había visto. “Y, a todo esto, ¿dónde está el ámbar?”, le pregunté a mi guía, pensando que en la llamada Costa del Ámbar esta valiosa piedra tendría que abundar. “No, aquí en realidad no hay mucho de eso –me respondió–. Todo está más para rumbo Puerto Plata o Santiago”. De la industria minera de sus ciudades vecinas, esta parte de la costa sólo se quedó con el nombre. En su lugar, la gente se había volcado a sus recursos naturales de otra forma.
Pasamos una de las últimas tardes en Playa de los Guardias, un nombre que recibe por la estación de policía en su entrada y que, tal vez por la misma razón, estaba más despejada que otras en la localidad. También fuimos a Saltadero, una cascada igualmente definida en cuanto se le alude, donde los más jóvenes de Cabrera saltan desde su cúspide a lo que en las alturas parece un muy pequeño pozo de agua.
Justo cuando llegábamos a la cima coincidimos con un niño que había terminado de subir por las piedras y se preparaba para un clavado. “No vas a saltar, ¿o sí?”, le pregunté, en nombre de todo el grupo que se cuestionaba seriamente la seguridad de aquella acrobacia. No me respondió, sólo me regresó la misma sonrisa que yo ya le había visto a Edison y a otros durante toda la semana.
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