Panamá

Islas Secas: un paraíso secreto en Panamá

Este archipiélago panameño, compuesto por 14 islas, es un refugio para la vida salvaje, que te permite acercarte a ella desde un pequeño resort.

POR: Florencia Molfino \ FOTO: Camilo Christen

Islas Secas es agua. Un archipiélago rodeado de un océano Pacífico que le hace honor a su nombre, como raras veces sucede. También es agua que cae en lluvias caudalosas y cálidas, encharcando las sendas de hiking y surtiendo los manglares de breves arroyos y lagunas en las que nadan peces traídos por el oleaje.

Su nombre nació por la azarosa circunstancia de que quienes las conocieron por primera vez lo hicieron en la temporada seca, entre diciembre y marzo. En este salpicadero de 14 islas volcánicas, que comprende un territorio total de apenas 10 kilómetros cuadrados, el clima es más bien húmedo y lluvioso, y eso explica que entre tanta roca haya manglares, selva y una fauna exuberante.

Llegar a este destino, que es a un mismo tiempo reserva privada y resort, sólo es posible por agua o cielo. En el primer caso, se toma un yate o una embarcación en el suroeste de Panamá que recorra el tramo desde tierra firme por el golfo de Chiriquí, donde se ubica el archipiélago. En el segundo, que fue el nuestro, en una avioneta privada.

La experiencia vale la pena, pese a la aparente fragilidad de la nave, un Twin Otter de dos hélices y 15 asientos que vuela a una altitud tan baja que su cabina no necesita presurización. Allí, la visión del mundo abajo cobra una dimensión fascinante.

Hay algo único al atravesar el canal de Panamá desde el aire, un lugar que se ve como una maqueta de un coleccionista de miniaturas: decenas de barcazas con contenedores apilados como legos de colores esperando en fila para cruzar el canal, rascacielos en la costa de la capital y una vegetación hundida entre las nubes.

Islas Secas es vecino del Parque Nacional Coiba, sitio reconocido por la UNESCO como área marina protegida y que alberga el segundo arrecife de coral más grande del Pacífico tropical oriental, el cual posee una biodiversidad alucinante.

El resort que es una reserva natural

Se sabe poco de quiénes fueron los primeros habitantes de estas islas, pero aún quedan vestigios. El más llamativo es un semicírculo de piedras en la playa de Cavada, la isla más grande, donde se ubica el resort. No se trata de un monumento, sino de una trampa para peces: cuando la marea sube, los lleva hasta esa piscina natural que, en cuestión de horas, contendrá un cardumen listo para pescarlo.

La terraza, punto central del resort y que funciona como restaurante, es una estructura hecha de eucalipto cultivado de manera sostenible.

Tanto allí como en las casitas (como denominan a las villas), la firma de arquitectos Hart Howerton, a cargo del diseño, utilizó otros materiales orgánicos y resistentes, como el bambú. Los techos altos y las aberturas ayudan para aprovechar las corrientes de aire y minimizar el uso de aires acondicionados, así como a resistir las tormentas del verano.

En este espacio pueden observarse, hacia el fondo y sobre mesas largas y en vitrinas, figuras prehispánicas y vasijas junto con caparazones de tortugas de miles de años de antigüedad.

A un lado se encuentra el bar, que es más bien una amplia sala de estar con una pequeña biblioteca al fondo que esconde verdaderas maravillas: enciclopedias de aves y plantas nativas panameñas, guías de avistamiento de aves y animales marinos, libros viejos sobre la historia de la “reciente” inauguración del canal de Panamá, bibliografía sobre plantas endémicas y dos mesas que son a su vez tableros de ajedrez.

Cada noche nos juntaremos allí para jugar partidas de las que, de lejos, no saldré victoriosa, pero confío en que habrá cocteles que amenizarán la derrota.

El conjunto entero del resort, abierto en 2019, fue diseñado con prácticas sostenibles, lo que explica que, al descender del avión y a ambos lados de la pista, veas una deslumbrante hilera de 1,500 paneles solares. El agua se reutiliza para el riego y se hace composta con los restos de la comida, y no encontrarás recipiente alguno de plástico.

Islas Secas fue concebido como un espacio de descanso y desconexión, aunque hay wifi en todas las áreas cerradas del resort, pero eso no quita su impronta conservacionista.

Beny Wilson, biólogo con una especialidad en zoología, nuestro guía experto y fan declarado de la exploración de esta zona poco estudiada de Panamá, nos cuenta que el proyecto surgió por iniciativa de Louis Bacon, un empresario estadounidense, quien luego de comprar el archipiélago y solicitar una suerte de auditoría de su fauna y flora nativas decidió que preservaría más de 75% de las islas y que el espacio intervenido por el resort sería mínimo y con estándares verificados de sostenibilidad. De ahí que sólo cuente con siete casas, con una capacidad máxima para 24 huéspedes.

Aquí se encuentra un santuarios de aves cuya conducta nos revela mucho de cuánto la naturaleza incide en el comportamiento, incluido el humano.

“Y más que nada suenan los pasos de los animales que uno ha sido antes de humano, los pasos de las piedras y los vegetales y las cosas que cada humano ha sido. Y también lo que uno ha escuchado, todo eso suena en la noche de la selva.”

César Calvo

Benny, maestro de las analogías del mundo animal, nos dejará caer unas cuantas respecto a la forma en que se comportan las aves y los políticos.

También es el escenario donde las ballenas jorobadas vienen a aparearse, las tortugas desovan y los arrecifes de coral subsisten a pesar de la contaminación cada vez más evidente de los océanos.

Es un hecho que quien viene a este resort no lo hace buscando el lujo del mayordomo que desempaca tu maleta, te persigue con tu bata y atiende tus caprichos con actitud solícita, sino que busca estrechar su lazo con el entorno, acercarse como nunca a las criaturas marinas y recorrer las sendas de los manglares y la selva.

Aquí, el lujo está en explorar la vida salvaje en su entorno, pero también con la privacidad y libertad de andar en chanclas, tenis, shorts y ropa deportiva, aunque, claro, sin dejar de lado un toque de elegancia a la hora de la cena.

Entre manglares, selva y cangrejos

“Cuando las mareas son más altas, se reproducen más rápido, tienen más espacio”, dice Benny cuando nos enseña los cangrejos Halloween (Gecarcinus quadratus); del tamaño de la palma de mi mano y con una combinación de naranja y negro que le da el nombre, inundan los senderos de noche tocando unas castañuelas invisibles con sus pinzas y asustando inocentemente a quienes los ven por primera vez. “El año pasado eran tantos que el piso entero se movía”, nos cuenta.

La isla está repleta de cangrejos, pero, pese a la belleza de los Halloween, me enamoro de los ermitaños (Paguroidea).

Éstos se camuflan con los caracoles, ya que toman por casa alguna conchita y, a medida que crecen, la abandonan para tomar otra; de este modo, un nuevo cangrejo ermitaño toma por casa la que acaba de ser abandonada, mientras que el mayor, como nuevo rico, se muda a conchas tan grandes que equivaldrían a una mansión en el mundo de los crustáceos.

Además de cangrejos, de todas las formas y los tamaños imaginables, vemos aves. A veces demasiado de cerca: en un momento, un gavilán cruza el túnel de ramas que nos conduce desde las casas hasta el muelle y casi roza nuestras cabezas para ir a posarse a un árbol.

También en el mar la cercanía con la vida salvaje es extrema: en una ocasión, una de nuestras compañeras sufrió la picadura de una fragata portuguesa, una especie que se ve más antigua que Moisés y que podría haber sido la primera en ser creada en el mundo: una aguaviva de un azul translúcido. Cosas de la vida salvaje.

Beny nos cuenta que han identificado al menos 80 especies de aves nativas, 128 de plantas en la isla Cavada y unas 750 de peces en los alrededores. Pero, aunque suene asombroso, en las islas sólo existe una especie mamífera: la minúscula y conmovedora zarigueya, también conocida como ratón de Zeledón.

También en esta región de Centroamérica se da un encuentro poco usual entre poblaciones de ballenas jorobadas: las que migran desde el norte para pasar el invierno y las que llegan desde el sur.

Aunque las fechas no suelen coincidir del todo, se especula que –en parte gracias a los cambios producidos por el calentamiento global– una sincronización de tiempos podría incidir en una mezcla de estas dos poblaciones migratorias: ballenas jorobadas con ADN del norte y del sur, con las variaciones que eso implica.

Pasamos cada día observando la costa en busca de las ballenas, que por estos días se pasean muy orondas por el golfo, pero no es sino hasta el penúltimo día que vemos la escena; es tan espectacular y conmovedora que no puedo evitar pensar en Moby-Dick y en los cazadores de ballenas. Increíblemente, aún se sigue practicando la caza comercial en países como Japón, Islandia, Noruega y Rusia.

La belleza del avistamiento: la ballena monta su espectáculo para atraer a su potencial pareja; con sus 15 metros de largo y unas 40 toneladas da saltos graciosos, emergiendo del océano en cámara lenta, girando en el aire, hundiéndose, lanzando un chorro de agua por su espiráculo y volviendo a saltar.

Hipnotizados, con los celulares en la mano lánguida junto al cuerpo, con los ojos bien abiertos y exclamando “Oh”, descubrimos al terminar el show natural que no hemos tomado fotos.

En movimiento

Luego de haber descansado de tanto vuelo el día de nuestra llegada, y de haber tomado uno de los muchos desayunos que habrán de volvernos adictos a la cocina del resort, hacemos una ruta de hiking a primera hora, de unos cuatro kilómetros por un sendero en la jungla, entre lianas, arbustos, caminos pedregosos y resbaladizos, charcos formados por la lluvia nocturna.

En un punto del recorrido se puede ver el Cedro Grande, un árbol de 300 años, entre otras maravillas. El sendero concluye en Punta Buena Vista, con una vista privilegiada a la isla Pargo.

Caminamos hasta el muelle donde se ubica el área de deportes acuáticos. Es momento de poner a prueba nuestra curiosidad y espíritu aventurero. Salimos en kayak hacia el muelle flotante, a unos cientos de metros mar adentro, no muy lejos de la costa, donde elegimos la experiencia que queremos vivir.

Me encantaría probar el e-foiling, una tabla de surf equipada con un motor que requiere no sólo coordinación y equilibrio, sino también habilidades casi sobrenaturales para hacerlo elevarse por encima de la superficie del mar y dar la impresión de sobrevolarlo.

Elijo entonces el seabob, que combina dos de los mejores mundos: por un lado, el esnórquel y, por otro, la movilidad motorizada que te permite sumergirte con mayor impulso para tener un acercamiento profundo y rápido con lo que se esconde metros abajo.

Al comienzo tímidamente y luego con mayor intrepidez, doy breves chapuzones hacia abajo con el seabob, hasta que logro sumergirme.

De pronto, el mar calmo de arriba se transforma en un universo habitado por corales y una infinidad de cardúmenes. La imagen resulta abrumadora. Vuelvo a la superficie justo a tiempo para sentir que me han estado picoteando unas medusas. En el muelle flotante, nuestra guía nos ofrece vinagre blanco, un remedio natural contra el ardor.

Los días se suceden en una rara mezcla de adrenalina y paz, lo que quizá ayuda a mantener un equilibrio real. Suele decirse que el mal de nuestro tiempo es el estrés, pero el distrés, que sería lo que describo al comienzo, no sólo es saludable, sino recomendable.

El cuerpo descarga adrenalina en actividades que producen placer y un mecanismo de recompensa se pone en marcha para hacernos sentir más vivos y plenos; los momentos de relax amplifican esa sensación.

Mi momento de relax llega con un masaje en el spa que, si bien no tiene nada fuera de lo común, es realizado con tal maestría que me deja lista para dormir.

Las olas y el viento y la comida y la lluvia

Nuestro último día lo dedicamos a recorrer las islas en un yate, será nuestro encuentro más cercano con dos de las especies de aves endémicas de Islas Secas: la fragata magnífica, que posee en una de las islas una de las colonias más grandes de la región, y el piquero patiazul, que habita en otra.

Las primeras son aves espectaculares: de alas largas, negras y con una elegante pechera blanca, y con una organización social de roles bastante definidos (aquí, Beny aprovecha para lanzar sus irónicas analogías), los cuales, según la hora del día, se distribuyen entre poblaciones adultas en busca de pareja para aparearse, poblaciones de fragatas adolescentes que hacen sus primeros vuelos alrededor de la isla y madres solas con las crías mientras los machos salen en busca de alimento.

Dado que sus alas no son impermeables, deben cazar los peces en el aire y la manera de lograr esto es, al menos en la mayoría de las ocasiones, robándoles a los piqueros patiazules.

Éstos, de aspecto más modesto y con unas enormes patas de un turquesa intenso, son, según Benny, los “godines” del mar: oficinistas laboriosos que cada día salen a trabajar durante horas para terminar pagando tributo a políticos poco escrupulosos, las fragatas. Reímos cuando Beny despotrica en tono de broma.

Llegamos de pronto a una playa escondida en la isla Coco, una de las más pequeñas. Aquí hay un manglar repleto de peces que nadan en pequeñas corrientes de agua formadas por las lluvias, y también troncos caídos con las tormentas del verano, una roca de tamaño monumental sobre la arena y, en uno de sus extremos, basura que llega desde el océano.

Le pregunto a María, nuestra guía en deportes acuáticos y quien nos acompaña a la comida de despedida, de dónde provienen esos desechos: “Llegan desde Colombia, Costa Rica, Panamá, pero también alcanzan a llegar desde países más lejanos”.

Resulta alarmante tomar conciencia de que los restos de nuestro consumo abarcan semejantes distancias, que terminan enredados en tortugas, deglutidos por peces y formando parte de la arena.

En pleno Antropoceno, como se le llama a esta nueva era geológica en la que el entorno natural es intervenido de forma irreversible por los productos creados por el hombre, es imposible ya no toparse con desperdicios plásticos hasta en lo más indómito.

Juntamos los hallazgos del día, porque María cuenta que esto lo llevan a cabo a diario: una chancla azul, trozos de unicel, la cabeza de una muñeca, bolsas de galletas.

La comida está lista. Han instalado dos palapas: una que funciona como bar y la otra, una cocina donde asan carne, mariscos, pescado y verduras para un festín opíparo que nos dejará adormilados por un rato, porque, cuando menos lo esperamos, los nubarrones de la temporada oscurecen el cielo inmenso y comienza a llover.

Sólo hay una pareja, dos estadounidenses, entre los huéspedes aparte de nuestro grupo. El resto de los comensales son miembros del equipo del resort. Todos van a guarecerse bajo la diminuta palapa-bar. Nosotros elegimos gozar la lluvia con nuestros mezcales en la mano, que van aguándose al ritmo en que caen los torrentes de agua. Brindamos extasiados por este abrupto y acuoso regalo del día.

Siempre tendremos Islas Secas

La mañana que habremos de volver a México, la aparición del Twin Otter sobre las aguas del golfo de Chiriquí despierta la imagen vaga de un recuerdo largamente archivado. Estamos observando el horizonte, ponemos la mano como visera sobre los ojos y decimos al unísono “¡El avión, el avión!”.

Ahí está, La isla de la fantasía, ese show ochentero en el que, con una inconfundible intención moralista, cada episodio acababa con el sueño original del viajero arruinado para que deseara volver a su vida común.

A diferencia de la serie de televisión, aquí no hay un Tattoo que anuncie ¡El avión, el avión! a un Ricardo Montalbán de sonrisa asimétrica, ni turistas ansiosos por regresar a la normalidad de sus vidas aburridas o difíciles en Connecticut o San Francisco, sino viajeros emocionados por la aparición de esa minúscula avioneta que nos recuerda el momento de la llegada, como si simultáneamente nos viéramos ahí dentro, mirando hacia afuera el paisaje, como gatos de Schrödinger que observan y son observados, y como si dijeran, fascinados: “Mira, así de bajito volamos, así de pequeña se ve la nave de cerca, así de frágil es el mundo, y de hermoso”.

En Islas Secas hemos vivido y hallado lo divertido, lo sereno, lo sorprendente y lo sosegado, lo adrenalínico, lo natural en estado puro. Lo que menos ansiamos es volver a la belleza de lo cotidiano o a la discreta normalidad de la ciudad, porque, seamos honestos, esa belleza no es igual en todas partes y lo normal no existe.

 
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