Guatemala

Guatemala: con la mirada al sur

Este viaje a Guatemala tuvo como pretexto ir a conocer más de su gastronomía, saliendo de las rutas comunes y descubriendo nuevos sabores.

POR: Mariana Camacho \ FOTO: Iván García

"La seguridad social", un mural del artista guatemalteco Carlos Mérida.

Entre las pocas cosas que tengo destacadas en mi cuenta de Instagram –síganme para más recetas– está el fragmento de un texto de Irene Vallejo sobre lo que implica viajar. Ser una viajera, dice Vallejo, es atreverse no sólo a pasear por los lugares, sino exigirse a “emigrar de nuestras arquitecturas interiores y ablandar el caparazón perezoso de los tópicos” mientras lo hacemos. Un ejercicio que nos invita a hacer conciencia de que en los viajes la rara eres tú. De que viajar es ir a lo ajeno y lo desconocido.

Vivir bajo el código Vallejo es, por supuesto, una de mis máximas aspiraciones (o pueden decir, si quieren, pretensiones), aunque no siempre he logrado dejar mis prejuicios y deseos de comodidad en casa. Este viaje a Guatemala es un ejemplo de ello. Esta vez no pude resistir la tentación de trazar similitudes y parangones entre este país –con sus ciudades, y su cultura maya, y sus textiles, y su cocina, y su despensa, y sus conflictos y sus diásporas– y lo que conozco, o creo conocer, de México.

El hilo conductor es quizá la declaración más obvia: Guatemala está muy cerca. Toma menos tiempo un vuelo a su capital que a Tijuana. Un dato contundente del que las viajeras –algunas, ustedes pónganse el saco si les queda– hacemos caso omiso. A veces porque decidimos ignorar el conflicto, ese que siempre ebulle en las fronteras. Y otras porque parece que nos gusta mucho –lo que es comprensible– mirar hacia el otro lado, nuestro otro lado, la frontera al norte.

Entonces, para que no se nos olvide en los próximos 20 minutos, les repito: Guatemala y México son países vecinos. Tan vecinos que la frontera que separa los territorios ha cambiado de lugar a lo largo de la historia. Dato para la trivia: el mismo hombre que cedió la mitad del territorio mexicano a Estados Unidos –hola, señor Antonio López de Santa Anna– anexó Chiapas a México, en uno de muchos conflictos entre México y Guatemala. Parte del Soconusco y Campeche también se unieron después.

Cuando pensamos en esta cercanía, se hace evidente todo lo que estos países comparten. No sólo en cuanto a su historia, también en el presente. Una serie de movimientos, telúricos y pujantes, que están sacudiendo la escena. Talentos, en las trincheras del arte, la cocina y disciplinas afines, que regresan al diálogo con el territorio para reconocer a una Guatemala, o muchas versiones de ella, que se mira hacia dentro, pero bien adentro, hacia el ombligo mismo, en búsqueda de explorar nuevas posibilidades entre los 360 microclimas y más de 35 volcanes que cobijan una gran diversidad.

Y ahí, cayéndose de las ramas del código Vallejo, es que esto se pone bueno.

A contarse otros cuentos

En mi primer viaje a Guatemala, hace casi una década, hice lo que muchas: pasé de pisa y corre por Ciudad de Guatemala, la capital del país, para salir corriendo a los que pensaba que eran los pastos más verdes, como Antigua y el lago Atitlán.

Esta vez, la comida fue el pretexto para quedarse. Una excusa que vale la pena el tiempo, especialmente las horas que pueden pasar lentas como tortugas en el tráfico. Fuera del dilema vial, Ciudad de Guatemala se abre como un regalo gracias a esas propuestas gastronómicas que echan mano de ir a lo profundo del territorio guatemalteco y sus regiones: zonas lacustres y volcanes, y que estudian y repiensan sus procesos y tradiciones. Cada menú que probé fue como una clase de antropología e historia (sin la parsimonia de la academia).

Así llegamos a la puerta de la chef Débora Fadul, cabeza del restaurante Diacá. Un espacio que, de no ser por las mesas y la cocina abierta, podría pasar por sólo una galería de arte contemporáneo en la que se transita entre cuadros e instalaciones. Justo al centro del todo hay una instalación de pilares irregulares que representan las alturas del territorio guatemalteco y la diversidad que se concentra en distancias cortas –recuerden, 360 microclimas–. Encima de cada uno hay piezas (utensilios, artesanías de barro o talladas en madera, mazorcas de maíz) que además tienen una carga sentimental para el equipo del restaurante. Un altar a la cultura guatemalteca.

Diacá –o sea “de acá”, de Guatemala– se reubicó recientemente en la Cámara Guatemalteca de la Construcción para crecer y ampliarse a la medida de un menú que bien merece el espacio. Un paso enorme para el proyecto, considerando que el restaurante abrió con acotaciones, en un lugar donde apenas cabía una mesa. Las cocinas son espectaculares, a la vista y al resto de los sentidos, con un acento puesto en conectar a los comensales con los productores y la operación tras bambalinas del lugar.

La chef Débora Fadul, cabeza del restaurante Diacá.

La experiencia puede comenzar en la mesa o, de preferencia, frente a la barra del bar, donde hay vitrolas con fermentos, menjurjes y otros espíritus, como un vermut con un macerado casero y quina de Quetzaltenango, o unas cebollitas cambray encurtidas a la espera de acompañar un Gibson.

Ya sentadas, hay un menú degustación por delante. Y aquí sí, se los pido, háganle caso a Vallejo y dejen sus prejuicios sobre los menús largos y de varios pasos en su cuarto de hotel. Yo le he perdido el gusto a este tipo de formatos, pero ésta es una travesía medida y cuidada que bien vale la pena la inversión de apetito, atención y tiempo.

No les voy a recetar aquí todo el menú, porque cambia con las temporadas, así que es probable que no se topen con lo mismo. Sólo déjenme destacar un par de platos que ejemplifican los logros de Fadul y su equipo, y la forma en que miran y piensan en su despensa. Léase un chilacayote fresco (ese que yo reconozco dulce, en una agua fresca de un color pantanoso), con uvas ahumadas, pargo y labneh con cerveza IPA, un plato con notas de acidez en el que el pescado no es el protagonista sino un actor de reparto, o los “yoquis”, unos ñoquis hechos con harina de yuca y camote –tubérculos importantísimos cuando se mira hacia el sur–, cocinados en un caldo de manzanilla y servidos con un sashimi de pargo colorado.

El primer bocado es, por supuesto, de maíz (negro). En medio hay un tamal y una milanesa de hoja santa. En el postre, frutas que coquetean con elementos salados, como unos duraznos en almíbar con huevo duro, parmesano, poro frito y ajo negro –que sabe muchísimo mejor de lo que leen aquí–. Hay texturas, delicadeza en los sabores, pero osadía en las formas. Un cuadro de Guatemala al que Fadul y su equipo van tirando brochazos constantemente.

El restaurante Diacá, donde la chef Débora Fadul ha creado una propuesta que honra la despensa y las tradiciones guatemaltecas.

Hechos de maíz

El Popol Vuh es una referencia ineludible en Guatemala. Un texto sagrado. Un mito fundacional en las culturas mayas, que narra la génesis del mundo, recalca la importancia del maíz, el grano del que se hicieron los primeros hombres, y narra las aventuras de los gemelos Hunahpú y Xbalanqué por los valles de la tierra y el inframundo. En México, su lectura es parte de los programas de lecturas obligadas entre la secundaria y el bachillerato. En Guatemala parece ser parte de la vida, tal vez porque es un texto que relata las historias del pueblo maya k’iche (quiché), que es, hasta la fecha, el de mayor población en este país.

La referencias del Popol Vuh también han alcanzado a las expresiones más contemporáneas de la cocina. El ejemplo está en el restaurante Flor de Lis, un proyecto pionero en la avanzada guatemalteca y que inspira su menú en la sabiduría de este “libro”.

Aquí se viene al encuentro de otro menú degustación (¡ups!) en el que se ha vertido mayor teatralidad y dramatismo, con una vajilla de piezas artesanales que me hubiera robado con gusto de cleptómana y espacios oscuros con acentos de iluminación puestos sobre la mesa, planeados para apreciar la estética de los platos.

En honor a la verdad, esta propuesta del chef Diego Telles tiene picos y crestas a lo largo del camino, pero me parece valioso que la cocina de altos vuelos retome estas historias, que nacieron en la tradición oral y que aquí se repiten para llegar a oídos de viajeras. Es una puerta de entrada a toda una cosmovisión, una suerte de clase de historia en la que el apoyo visual es la comida, un primer paso para conocer o recordar a los personajes y pasajes de esta historia, como a la abuela Ixmukane, representada en un par de croquetas de maíz dulce con quesillo rebosadas en poropos (palomitas de maíz) caramelizados y polvo de chiles, acompañados de un texto que dice así: “Los gemelos estaban en el inframundo, la abuela quemaba copal frente al maizal de éstos, cuando ellos mueren, suben al cielo en forma del humo del copal y forman el sol y la luna”.

El chef Diego Telles, del restaurante Flor de Lis.

O, uno de mis momentos favoritos, el tiempo de los Hombres de Maíz, el ingrediente que aquí, en Guatemala, para los mayas, toma dimensiones de deidad. En este fragmento leemos, o la mesera te cuenta, que “Ixmukane muele el maíz nueve veces en la piedra de moler para formar la carne del hombre, uno de los maíces es el Saq’Por, el más sagrado de la cosmovisión maya”, y que aquí usan para hacer un tamal: una pelotita con una superficie brillante, glaseada con ceniza y frijol negro, rellena del recado, el ixchum o condimento de la tierra, que se prepara en la Nueva Candelaria Totonicapan.

Los 12 pasos o “sentimientos” de Sublime

La declaración de las intenciones del restaurante Sublime es clara y contundente: ser una embajada de la cocina guatemalteca ante el mundo, “ponerla en el lugar que merece”; sí, en las listas y los premios; sí, en la boca de periodistas, pero, sobre todo y en sus palabras, “como el sustento de una cultura que se conoce y se ama a sí misma”, que no se achica, que no se pandea, que es parte medular de la identidad.

Para conseguirlo, el menú es una suerte de mapa que no sólo recorre el territorio del país sino su historia, desde el periodo arcaico hasta la actualidad, con una traza de la influencia asiática. El menú, impreso en un papel muy fino, tiene las firmas del chef Sergio Díaz y de la antropóloga Jocelyn Degollado, además de una circunferencia trazada que cubre todo este terreno desde Huehuetenango, donde se encuentra uno de los centros de origen del maíz –con 8,000 años de antigüedad–, hasta Xetulul Irtra, uno de los parques temáticos más premiados del mundo.

Así que sí, la degustación de 12 pasos es toda una lección. Perfecta para empaparse de información, que no cae pesada como un tabique gracias al servicio ágil y a los gestos de Díaz, quien sale de la cocina para agregar datos adicionales y toques finales a los platos: un poco de ralladura de hueso de mamey por aquí, unas gotitas de un aceite por allá, con un ánimo contagioso y siempre haciendo hincapié en el orgullo de ser guatemalteco, un chef nacido en Quetzaltenango. A eso hay que sumarle el maridaje, con o sin alcohol, y ya les digo que el tour histórico no sólo es entretenido sino sabroso, enmarcado por los cuadros de Carlos Mérida en las paredes y la comodidad.

Entre mis tiempos favoritos están el zapote flameado: una rebanada de mamey que el chef manipula como una carne, con un demi-glace de vegetales y pesto de hierbas nativas que, efectivamente, resulta en un bocado carnoso, con esas notas almendradas tan características de los aceites en el hueso de este fruto. El segundo es un pescado, un robalo curado, que nos lleva al lago de Petén Itzá y que se posa en una “canoa” hecha con un crocante de yuca y papa.

Sublime recorre el territorio guatemalteco y su historia, con un menú creado entre el chef Sergio Díaz y la antropóloga Jocelyn Degollado.

El repostero y el pizzaiolo

Dejemos espacio para algo dulce y para algo más bien amargo. Para una comida más informal también. Para el ala de los proyectos más jóvenes de esta historia. Esos serían Ronald García, de Pizca Patisserie, y Mariano Codoñer, de Terra Nostra.

Además de su juventud, tienen en común proyectos que echan mano de productos que se distinguen en la despensa guatemalteca por su calidad: la vainilla, el cacao, la miel y algunas especias –como, ¡oh sorpresa!, el cardamomo– a las que les gusta crecer en este lado del mundo.

García, el representante del ala dulce, nos ofreció en nuestro primer encuentro una detallada cata de las mieles de abejas meliponas (abejas mesoamericanas) que ofrecen un abanico de notas que pasan por la piel de un pimiento verde al balsámico. En el segundo, la cosa se puso más dulce, con un muestrario del catálogo de postres inspirados en elementos de la cultura local. Como el quetzal –el ave sagrada de los mayas y un símbolo del país– o la piedra de moler, tan específica de las cocinas tradicionales.

Además de cuidar la estética y arquitectura de cada postre (tanto que da un poco de pena desbaratarlos para comerlos), García hace hincapié en el uso de ingredientes locales al tiempo que ofrece nuevas perspectivas para abordarlos al cruzarlos con técnicas europeas. La piedra de moler, por ejemplo, está ensamblada con un mousse de pepitoria relleno de un pie de maíz y toffee con ron sobre una galleta también de pepitoria y una decoración, que aporta color al tono gris de la piedra, de rosas comestibles.

Pizca Patisserie comparte espacio con Terra Nostra, la pizzería de Mariano Codoñer, quien ha adoptado la escuela brasileña –muy prolífica, considerando que en Brasil hay alrededor de 50,000 pizzerías censadas– para confeccionar pizzas de una masa delgada con orillas elaboradas y rellenas con toppings que cabalgan entre los ingredientes locales y los de importación, como la pizza que lleva el nombre de la casa, con una orilla rellena de queso catupiry –una suerte de requesón de consistencia cremosa– y mortadela y cebolla caramelizada para los gustos golosos o para una comida informal antes de emprender el vuelo a otros derroteros.

Un pan, un pollo y un volcán

Aunque nuestro paso por Quetzaltenango fue breve, lo que nos llevamos a la boca fue significativo. Un paso para asomarse por las vitrinas de la cocina guatemalteca más tradicional.

La primera consigna es clara como el agua: “No puedes ir a Quetzaltenango y no comer una sheca (o xeca, o cemita guatemalteca)”. Desobedecerla parecía inadecuado, sobre todo tras un viaje mañanero en avioneta para llegar a la ciudad. Un pancito para recuperar el color, ¡cómo que no!

Las coordenadas correctas para cumplir esta encomienda, al menos a juicio de los locales, dirige los pasos hacia Xelapan, una panadería en el centro de la ciudad con más de 30 años de historia y una oferta de xecas de diversos tamaños y rellenos para armarse una degustación completa.

El flechazo está en la masa que compone estos panes: esponjosa y suave, preparada en la versión más austera con una mezcla de panela y anís. Sobre ella se montan combinaciones dulces y saladas, de queso, de jaleas de frutas o chocolate, que producen la misma satisfacción explosiva que una berlinesa. Hay tamaños pequeños para el cafecito de la mañana o grandes para las mesas familiares. La xeca es también importante en Quetzaltenango –también conocida como Xela– por su historia y su elaboración es un reflejo de lo que ocurrió en la época colonial con la llegada del trigo.

Con el estómago carbohidratado, agarramos camino al valle de Palajunoj, una comunidad rural cercana al centro de Xela, donde destacan proyectos que usan la cocina y la herbolaria como detonadores económicos para prevenir la migración forzada y mantener la cultura viva. Uno de esos proyectos es el colectivo de mujeres indígenas Asogturc Explorando el Valle (búsquenlo así en Facebook), donde Rosario Santos nos abrió las puertas de su cocina.

Como muchas de las construcciones antiguas, la cocina de la casa de Rosario es una habitación independiente. En este caso, en el traspatio de la casa, donde la familia cultiva algunas hierbas medicinales y de olor. La leña –que aún es el combustible principal de las cocinas rurales de Guatemala– alimenta el calor de la estufa ecológica del cuarto, compuesta por un mecanismo austero pero eficiente de anillos de diferentes tamaños que se colocan para controlar la intensidad de la superficie.

Sobre esta estufa, Rosario emprendió la labor de preparar un pollo al quichom, una receta con jitomates, ajos y chiles –guaques y pasas– que conforman un recado y luego una salsa que se espesa con masa o, en este caso, con pan de caja blanco. Un proceso lento y meticuloso que Rosario parece ejecutar casi con los ojos cerrados.

Mientras el plato principal estaba listo (para servirse en platos hondos con una pieza de pollo y arroz), las mujeres más jóvenes de la casa prepararon enchiladas, un plato muy colorido que aquí se traduce a una tostada de maíz en la que se posa una porción de carne de res molida, con rábanos y cebollas encurtidos, zanahoria y betabel, queso fresco espolvoreado y perejil frito. Una comida completa y una combinación afortunadísima.

Aunque el quichom se puede comer a cucharadas, aquí lo acompañamos con el apreciado doble carbohidrato –amantes de las tortas de chilaquiles, fórmense acá–, con arroz blanco jardinero y tortillas pequeñas y gorditas. Una combinación que, desde luego, se reserva para los días de fiesta.

Ahora sí, vámonos para Antigua 

Antigua es una ciudad colonial y uno de los destinos más apetecibles de Guatemala. Su fama no es gratuita. Fue la capital de Guatemala hasta que un terremoto devastador la dejó prácticamente en ruinas; una retícula de calles perfectamente trazadas para recorrerlas caminando entre edificios coloridos, entre amarillo y granate, iglesias y empedrados, que fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1979.

En mis fantasías, porque en la realidad no hubo mucho descanso durante esta travesía, Antigua es el destino ideal para las vacaciones que hacen correr el tiempo más lento. Donde puedes sentarte a tomar café (el de aquí tiene denominación de origen) y leer el periódico, visitar tiendas de textiles, recorrer la historia en las fachadas de edificios, iglesias –como el templo de La Merced, con una fachada que es una oda al barroco guatemalteco– y monumentos, o hacer caminatas mañaneras para contemplar la vista, siempre imponente, de los volcanes. El cerro de la Cruz es un punto ideal para ese menester.

Antigua es también una ciudad para comer bien. Entre sus calles estrechas hay locales como El Comalote, un proyecto comandado por Gabriela Perdomo y un grupo de mujeres maestras en el arte de la tortillería. Un espacio abierto, acondicionado con molinos y comales gigantes, donde un grupo de mujeres tortea decenas, tal vez cientos, de tortillas al día. Blancas, moradas, pintadas de naranja con achiote, pequeñas y regordetas, hechas con maíces criollos, para comerse en taquitos (muy a la mexicana, con un poquito de sal) o para dar forma a quesadillas con chorizo, que con un café de olla o un chocolate caliente hacen feliz a cualquier mañana.

Para el almuerzo hay que pasar por Casa Santo Domingo, un hotel que es también un museo y –guiño, guiño– un spa. Los vestigios de esta casa, que fue una iglesia y un convento, fueron rescatados después del terremoto para dar vida hoy a un espacio de techos altísimos y muros gruesos que se interrumpen entre jardines para una postal pastoral. Hay que pagarle una visita al chef Mario Campollo, un hombre alto y de cabello canoso que pasa sus días entre Antigua y la capital, y que lleva en su cocina una estafeta a lo clásico. Aquí no verán los señuelos contemporáneos de las propuestas capitalinas, pero sí se toparán con platos ricos y de apapacho. El pretexto suficiente para volver a Antigua, ahora sí, a un merecido descanso.

El Comalote, en Antigua, es un proyecto integrado por puras mujeres maestras en el arte de la tortillería.

 
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