Un reencuentro con Las Vegas
Todo lo que creíamos saber de Las Vegas se puso en entredicho durante este viaje, explorando una cara distinta de la ciudad.
POR: Mariana Camacho \ FOTO: Aintza Udaeta
Pregunta: ¿Este viaje cambió tu percepción sobre Las Vegas?
Respuesta: Por completo.
Pregunta de seguimiento: ¿Cuál era tu percepción antes de este viaje?
Respuesta: No era muy favorable, honestamente. Mi experiencia anterior, y la única, me había dejado la impresión de que Las Vegas no era para mí. No porque yo sea una snob, les prometo. Mi impresión era que Las Vegas era la tierra del demasiado, del over-the-top, como dirían los gringos, de lo extra (extendido en porciones, en horarios, favorable al exceso), donde todo ocurre afuera. Sentía que para mí, una intensa que vive muy metida en su mundo, este destino no tenía mucho que ofrecerme.
Tomen esto que van a leer a continuación como mi retracción.
Digamos que ahora no describiría Las Vegas como un lugar abrumador y apabullante, sino híper estimulante. Adonde vine a encontrarme, para mi sorpresa, con conversaciones significativas, a reírme del humor de pastelazo de un show, a enterarme de un colectivo de artistas capaces de crear un mundo de fantasía, a comer, mucho y bien, y a beber otro tanto más para quedar con tiempo de visitar una librería alucinante.
Te juzgue mal, Las Vegas.
Comencemos con una papita frita
No la papita frita promedio. Ni la de las bolsas, ni la de los carritos o las rosticerías. Ésta es una papa, un chip, a la Bobby Flay, experto en la materia y famoso por usarlas como un elemento entre los panes de sus hamburguesas. Ésta es grande, un óvalo irregular crujiente y delgado, pero con el aguante para resistir un baño en el dip que la acompaña sin romperse.
El dip tampoco es promedio. Es una combinación espesa de queso azul con explosiones breves pero contundentes del cebollín. Es este dip el que le quita la humildad a la papa, apenas sazonada con sal, para convertirla en una entrada más respingada de la brasserie, con la que el chef Flay coquetea con lo afrancesado, guardando un marcaje cercano a los crowd pleasers del brunch (el pan francés, el croque madame, una barra fría para hartarse de ostiones).
A Séneca le explotaría la cabeza en Las Vegas. Un lugar donde no hay mucho espacio para lo sobrio, lo austero o lo frugal. Donde la mesa es un lugar para invocar lo opuesto. Lo vemos en el derroche, en lugares como esta brasserie, donde no se escatima en los ingredientes –bienvenidos todo el caviar y las langostas del mundo– ni en las porciones. Lo vemos también en el espectáculo, que bien puede ser un plato flameado a la mesa que un concierto en vivo de música country.
Tal vez por eso todos los chefs que son celebridades, al menos en Estados Unidos, tienen un restaurante en Las Vegas, donde la comida es prácticamente un hobby y pueden dar rienda suelta a sus fantasías y caprichos: Alain Ducasse, Martha Stewart, Michael Mina, Gordon Ramsay no me dejarán mentir. Una tendencia que también ha sido atractiva para chefs más jóvenes con sus propias ambiciones.
Y eso nos lleva a otras papitas fritas
Éstas son reticuladas, de esas que responden al apellido waffle o “rejilla”. Son ricas, por supuesto, pero sobre todo de buen ver. Se extienden sobre una cama para sostener una porción de “caviar”, unas finas huevas que, en este restaurante, no son de esturión, sino de berenjena.
Y es que Crossroads Kitchen es un restaurante vegano y vegetariano. Un proyecto que nació en 2013 en California, con sedes en Los Ángeles y Calabasas, y que hizo su entrada en Las Vegas para proponer una cocina de altos vuelos libre de proteínas animales. Y quién mejor para hacerlo que Tal Ronnen, el chef que ha escrito un libro al respecto.
La vista tiene un papel central en esta cocina, donde hay platos que se ven como una cosa, pero que están hechos de otra. Fotogénicos, apetecibles, convincentes. Pongamos como ejemplo un linguini con callo de hacha, en el cual el callo de hacha está preparado con una variedad de hongos carnosa o un estofado que involucra cocciones largas, o un filete hecho con berenjenas.
La sorpresa en Crossroads no son necesariamente las sustituciones, sino los sabores y las texturas que se logran con elementos vegetales. “Algunas personas nos han visitado pensando que somos un steakhouse y no se han ido decepcionados”, me dijo el chef Paul Zlatos, a cargo de la cocina, al leer en mi cara que ésta había sido una de las comidas más satisfactorias de este viaje.
Touché, Las Vegas, touché.
Un hombre en extremo flexible
No tengo que decirles que Las Vegas es conocida por sus espectáculos. Llámese musical, llámese deportivo, todo está literalmente iluminado para brillar: la calle, The Sphere, la pirámide del hotel Luxor –así me enteré de que la luz es como un faro que puede verse desde el espacio– y los letreros con luces de neón que están por todos lados. Todo está hecho para el aplauso también. Un aplauso que se reserva para las leyendas, para sus triunfos –qué haría el internet sin momentos virales como el de Adele interrumpiendo su show para librarse de la incomodidad de un cinturón– y para sus dramas –siempre tendremos a Elvis–. El aplauso es el pan para todos los actores, artistas, acróbatas, contorsionistas, cantantes de bajo perfil –de jazz y de música country– y comediantes que residen y trabajan en Las Vegas. Y es que, entre el domingo del Super Bowl y la próxima residencia de Los Bukis –larga vida–, cabe un mundo de performance.
Ahí nos lleva esta noche (cualquier noche). The Mad Apple se llama el show. Un montaje coreografiado por el famosérrimo Cirque du Soleil. Si han visto otro de sus espectáculos, ya sé lo que están pensando: artistas suspendidos en el aire haciendo volteretas que podrían competir en alguna disciplina olímpica, coreografías con duetos de bailarines que expresan su amor entre telas y uno que otro clown.
Sí, hay algo de eso en este show –si les gusta el basquetbol, la van a pasar bomba–, pero no es lo que se lleva la noche. Es la comedia. Más desvestida y, si me preguntan, a veces más difícil de lograr que una triple pirueta o un movimiento de break dance. Porque el humor es algo muy personal. Así que hacer reír a una audiencia con una rutina de stand up, y un poco más, habla bien del humorista.
Entonces, en este show le debo el aplauso a tres personas: Nicky, el host que desempeña el papel de gerente general y narra la historia del Rey León haciendo sombras de animales con las manos con “The Circle of Life” como comparsa; un contorsionista altísimo, vestido como un tenista sesentero, que promete hacer pasar todo su cuerpo por el marco de una raqueta. Verlo contorsionarse es parte de la broma, pero escucharlo hablar sobre ser un “inadaptado” mientras lanza puñados de confeti al escenario es el punch line.
(Ya sé que mi descripción no es graciosa, pero, si van a insertar al menos una mueca parecida a una sonrisa, éste es un buen espacio para hacerlo. Lo pongo a su consideración.)
El tercer aplauso es para mis acompañantes, la verdad. Por sus risas fáciles y contagiosas, y un sentido del humor tan simple como el mío. (Confeti.)
Y ya poniéndonos un poquito más serios
Las Vegas tiene formas variopintas para mantener entretenidos a sus visitantes. Mirar arte es una de ellas. Por eso fuimos a Area 15, donde se encuentra un complejo gigantesco para actividades que involucran el juego y la estética, en un ambiente bastante familiar –resulta que sí se pueden hacer vacaciones con niños en Las Vegas.
Dentro de Area 15 está Omega Mart, una experiencia inmersiva del colectivo MeoWolf, que indaga y propone escenarios sobre un futuro distópico. Si les gustan las historias, los cuentos, las novelas, la ciencia ficción, si les gustaron películas taquilleras como los Juegos del Hambre o si han disfrutado los principios toca-juega-aprende del Museo del Papalote, esto les interesa.
Para entrar a este mundo, construido por no menos que 400 artistas multidisciplinarios, hay que ir al supermercado (al Omega Mart), un espacio equipado por anaqueles de productos con empaques coloridos e intervenidos por artistas, algunos con humor satírico y sarcasmo, y otros con ligereza –como unos nabos traviesos que aparecen donde se les apetezca.
Mientras que el supermercado es la fachada, cualquier pasillo o caja de cereal puede ser la puerta de entrada a otros mundos que complementan y profundizan en la narrativa de esta distopía, donde se ponen en juicio los hábitos consumistas a partir de la historia de una tienda familiar convertida en un complejo corporativo, que ha generado oposición y resistencia.
“Aquí, la curiosidad siempre será recompensada”, dijo el guía de la experiencia, durante un paseo entre luces, cuartos estrambóticos, arpas hechas con luces láser y piezas de pequeño y gran formato que contribuyen al entramado.
Séneca, les digo, hubiera perdido la cabeza.
Vamos a lanzar algo
La otra opción para mantenerse entretenido consiste en lanzar cosas. Literalmente. Hachas a una pared (una suerte del tiro al blanco) o dardos, una actividad típica de bar norteamericano que, entre los canales del famoso Venetian Hotel, se puede hacer cómodamente. Así llegamos a Flight Club Social Darts.
Si me conocieran en persona, jamás me imaginarían en un pub tomando cerveza y tirando dardos. Pero lo que no les he contado de mí es que soy muy competitiva. Procuro no jugar a nada porque odio perder. Sin embargo, Las Vegas sonaba como un buen lugar para sacar a relucir este defecto.
No puse reparo a los dardos. Primero por el juego en sí (que aquí puedes jugar en diferentes variantes, como serpientes y escaleras), pero también por la comodidad del espacio con sillones mullidos (que bien podrían estar en un club inglés de caballeros anticuados que se reúnen a fumar puros y tomar coñac) y porque la comida y los tragos quedan muy por arriba de la oferta de los bares promedio.
Entonces, mi tarde fue más o menos así:
- Tira un dardo y se da cuenta de que está oxidada, así que, mientras espera su siguiente turno:
- Prueba el dip de elote a la parrilla con langosta (con mayonesa, para darle más sustancia). Le gusta. Quiere probar un poco más, pero le toca tirar. Entonces:
- Tira otro dardo (y piensa que es una genio). Da un saltito de alegría.
- Con tranquilidad, le da un sorbo a una copa de champaña y, porque hay confianza en su grupo y les gusta compartir, también prueba sus tragos. Primero El Lince, que tiene ginebra y lavanda. ¿Quién va? El que pregunta, por lo general.
- Tira otro dardo y se lamenta (el dardo la lleva a la casilla que tiene la boca de la serpiente y desciende, casi al punto donde empezó).
- Para el desánimo, muerde un bao: nada como esa consistencia esponjosa de los buns y la grasita del pork belly para rumiar una posible derrota.
- Tira otro dardo, pero la amiga que lanza el siguiente gana la partida (y la sofisticada máquina a la que tira los dardos tiene una cámara para tomar una foto de la celebración).
- Entonces voltea para ver otras opciones: ¿más burbujas o una Iguana? El nombre ya es bueno, el trago es mejor: una mezcla de rones, jengibre, licor de jamaica, té y limón, para darle la vuelta a la página.
- Game over. Fin del juego.
Libros, libros y souvenirs de viaje
Agradezco públicamente a Diego, colega periodista, por esta recomendación. Una librería en Las Vegas, fuera de The Strip y del radar de muchos lectores, espero.
Se llama The Writers Block y estaba a una distancia cómoda de nuestro hotel (un viaje de 10 minutos en Uber desde el Sahara), así que insistí en ir. Por fuera no lo parece mucho: una puerta de cristal con un muro blanco que te lleva primero a un café, pero luego un pasillo se abre para entrar a una librería que parece una jungla (con cierto orden, desde luego) de colores, souvenirs y anaqueles de libros para todo tipo de lectores.
Encontré libros de cocina, un poemario de pasta dura de Platt y el primer volumen de En busca del tiempo perdido, que prometí leer antes de cumplir 40 años (lo que no cumplí, desde luego). También hay un sinfín de “pendejaditas” que se pueden adquirir –o sea, objetos de diseño sin otra función que ser decorativos–. En ese momento me pareció importante comprar una regla de madera de 30 centímetros de la colección Rules of the World. Elegí la que tiene grabados los nombres de grandes mujeres en la historia de la literatura: “Great women rules of literature” o ¿grandes mujeres que rulean en la literatura?
Hubiera atacado la sección de libros infantiles con más tiempo, pero había que partir. Hasta la próxima, pensé. Prometo llegar con más tiempo para tomar un café y acomodarme a leer, aunque sea uno de esos poemas breves que Frank O’Hara les dedica a sus almuerzos.
Por ahora, las intenciones literarias llegaron hasta aquí.
Queda un poco de espacio para una hamburguesa
Mis pantalones pueden opinar lo contrario, pero siempre hay espacio en el itinerario para una hamburguesa, una especialidad que en Estados Unidos saben hacer particularmente bien. Las Vegas no es la excepción a esta regla. Para comprobarlo fuimos al Ole Red, un restaurante-bar (la definición suena noventera, pero no creo que haya una mejor en este caso) de cuatro pisos que miran hacia un escenario (salvo el rooftop), donde hay música country en vivo. Una creación de Blake Shelton, exponente de la música country y, para quien busca una referencia más pop, ex esposo de Gwen Stefani.
Yo no sé mucho de música country, pero tengo un respeto profundo por Dolly Parton –les receto el podcast Dolly Parton’s America, para conocerla mejor– y Beyoncé acababa de lanzar su disco de música country por esas fechas, así que teníamos pretexto para “pertenecer” aquí y discutir sobre las versiones de “Jolene” en la mesa.
La comida tiene pocas pretensiones y muchas cosas fritas: alitas de pollo muy correctas, papitas, nachos que pueden complementar una hamburguesa como la Oklahoma, con aros de cebolla, queso americano y esos panes de papa que siempre serán la mejor opción para flanquear una carne. Porque, como la música country lo dicta, la buena vida es una vida simple.
“Blame it on my roots, I’ll show up in boots.”
Apéndice: ROUGE Room, o el bar de las conversaciones intensas
¿Pensaron que no me fui de copas en Las Vegas? Piénsenlo otra vez. Lo cierto es que no soy la persona a la que encontrarán en un antro, ni en uno fresa ni en uno cutre, ni en un salón de baile. Ya no le entro a esos trotes, ni siquiera en Las Vegas.
Mi prospecto de una “noche loca” es una bastante tranquila: un bar donde pueda sentarme cómodamente; música, pero no muy estridente, en ese punto justo donde todavía se puede tener una conversación.
El Rouge Room, dentro del casino Red Rock, tiene exactamente eso. Aires de bar de 1920, con luces bajas, sillones aterciopelados, la voz seductora de una cantante de jazz, tragos que apelan a la estética del lugar –saluden a mi amigo old fashioned, su compinche French 75 y los martinis– y snacks para aguantar el paso.
También son especialistas en champaña, un gran lubricante para las conversaciones: sobre los viajes, sobre las relaciones, sobre si vale la pena o no el maratón de The Three-Body Problem, sobre el lenguaje inclusivo, el estado de los medios de comunicación y los gimnasios de pilates. Ya saben, una noche de copas cualquiera.
No les comparto los detalles de la conversación, sólo les agradezco a Aintza y Sofía por ser tan buena tercia. Lo demás, supongo, se queda en Las Vegas.
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