Santa Marta: el destino colombiano que va de la sierra al mar
Entre montañas nevadas, misterios arqueológicos, gastronomía y playas paradisiaca, Santa Marta es una parada obligada en un viaje por Colombia.
POR: María José Marroquín
Hace poco aterricé después de muchos años en La laguna azul, la controversial película de 1980 dirigida por Randal Kleiser. En ella, dos niños sobreviven a un naufragio y van a dar a una isla aparentemente desierta y ciertamente paradisiaca donde viven un “singular” despertar a su adolescencia. Controversia aparte, la producción que lanzó al estrellato a una jovencísima Brooke Shields me dejó pensando mucho en esos paraísos perdidos que hoy sólo parecen existir en Instagram.
Imaginé que, tal como la isla de la película, así debió ser lo que encontraron los conquistadores españoles cuando llegaron a las costas del norte colombiano. Así debía verse este pedazo del mar Caribe custodiado por un imponente macizo montañoso de picos nevados que se eleva desde el mar hacia el cielo, pasando por una infinidad de ecosistemas tropicales, y que hoy se conoce como Sierra Nevada de Santa Marta.
Playas de agua turquesa y arena dorada bordeadas de palmeras, ríos frescos que bajan de la montaña y se funden con el mar, pájaros, frutas y flores. La escena total.
Hoy, su belleza y su mística han convertido estas costas y sus montañas guardianas en uno de los lugares que no se pueden pasar por alto en Colombia. Un lugar cuya magia, así como la isla de La laguna azul, pende de un hilo si llegara a tocarla el acechante turismo masivo y el hambre de disfrute sin responsabilidad.
Una perla aún en bruto
Fue una de estas bahías la que recibió a los españoles en Sudamérica. Una de aguas tranquilas y gran belleza, donde el conquistador Rodrigo de Bastidas soñó con una ciudad idílica del Nuevo Mundo. Un lugar donde podría encontrar la gloria y el reconocimiento del Imperio, y por eso decidió dedicarla y encomendarla a la santa patrona de su originaria Sevilla: santa Marta.
A pesar de haber sido apodada con el tiempo como “La Perla de América” y, muy a pesar de Bastidas, la historia de Santa Marta no es la de grandes pompas e ilusiones coloniales, es más la de un azar conveniente. Fue gracias a esta pequeña población, que luego se convirtió en ciudad capital de la región, que los conquistadores dieron con el río más importante de la hoy Colombia, el río Magdalena, por el cual se abrieron paso hacia el interior del continente.
Eclipsada desde siempre por ciudades cercanas que han conocido la gloria en diferentes momentos de su historia, como Barranquilla y Cartagena, todo parece indicar que, por fin, ha llegado el momento de que La Perla brille en todo su esplendor.
Éstas no son palabras sin un poco de aprensión y con un cierto suspiro atravesado, pues precisamente el encanto de Santa Marta y sus alrededores siempre ha sido ése: sus secretos no del todo develados, sus pequeños paraísos a los que se llegaba por la casualidad de un voz a voz afortunado, su onda relajada y libre de esnobismo.
Aunque sus playas aledañas y su desarrollo turístico han atraído por décadas a todo tipo de visitantes, aquí todavía hierve la autenticidad y no se han instalado aún los grandes escenarios prefabricados de las ciudades pensadas exclusivamente para el turismo y donde los locales pasan a ser parte del decorado.
El Centro Histórico, que está siendo restaurado poco a poco con esmero y belleza, aún es de los samarios, nombre con el que se conoce a los aquí nacidos. Hay ruido, música y comercio de todo tipo conviviendo con casas, plazas y parques coloniales de gran belleza. Del morro al malecón, los dos puntos insignia de la ciudad, Santa Marta es para deambularla sin afán y dejarse contagiar por su espíritu desenfadado.
El punto álgido del centro de la ciudad es el Parque de los Novios y su plazoleta, donde antiguamente funcionaba la plaza de mercado. Restaurantes de todo tipo rodean este lugar que da sombra en el día y se llena de vida en las noches. Música, espectáculos callejeros y ferias itinerantes se reúnen aquí, desde donde se puede explorar las calles más movidas y animadas cercanas, como el Callejón del Correo o Carrera 3.
La ciudad tiene su propio Museo del Oro, dedicado al patrimonio cultural de la región y su diversidad étnica. Es una buena parada para admirar sus piezas arqueológicas y el trabajo en oro precolombino de los antiguos tayronas. De aquí, el paseo puede continuar hacia el spot art déco de la ciudad: el Teatro Santa Marta. Inaugurado en 1949 y recientemente restaurado, esta obra del cubano Manuel Carrerá sobresale en la ciudad por su colorido y su estilo, de una versión caribeña que no se ve mucho por estos lares.
Acto seguido, la caminata lleva hacia la Catedral-Basílica, la iglesia principal de la ciudad, de estilo renacentista, que se destaca por su color blanco inmaculado, siempre contrastando con el cielo azul profundo del que goza la ciudad. Aquí reposan los restos de Rodrigo de Bastidas y reposaron también los de Simón Bolívar, hasta que fue repatriado a Venezuela en 1842.
Y hablando de Bolívar, un lugar que vale la pena visitar es la Quinta de San Pedro Alejandrino, donde “el libertador” pasó sus últimos días. La quinta fue en su tiempo una hacienda cañera propiedad de una adinerada familia donde Bolívar vino a dar enfermo, debilitado y profundamente desengañado tras renunciar a la presidencia de la entonces Gran Colombia. Hoy, la antigua hacienda opera como un museo dedicado al prócer de la independencia, pero realmente merece la visita para recorrer sus jardines, paseos arbolados y patios interiores al final de la tarde, cuando la brisa y la luz se acompasan tranquilamente. Además, suele haber exposiciones temporales de artistas locales y otras actividades culturales en su programación regular.
Sabor caribe
Como en todo enclave costero colombiano que se respete, el pescado frito acompañado de arroz con coco y patacones (plátano verde también frito) marca la parada gastronómica tradicional que se debe probar antes de pasar a una cocina más sofisticada. Pero, sin duda, el rey de la mesa local es el cayeye, un puré de guineo o banana verde con una buena dosis de queso fresco salado, conocido como queso costeño, y mantequilla. Aunque se trata de un platillo de origen popular, el cayeye ha escalado en el escaño gourmet y ahora es posible encontrarlo en diversas y sofisticadas versiones con frutos del mar o ingredientes de la cocina internacional.
Las frituras no se quedan atrás y sería casi un pecado irse de Santa Marta sin probar al menos una arepa de huevo y un par de carimañolas (masa de yuca o mandioca frita rellena de carne o queso).
Ahora, una vez cumplida la cita con la tradición, la oferta de restaurantes para explorar por la ciudad no decepciona. Un clásico imperdible para los amantes de la comida de mar es Donde Chucho, en una de las esquinas del Parque de los Novios. Ceviches, cazuelas de mariscos gratinadas y arroces marineros de otro planeta, a los que dan ganas de regresar una y otra vez.
La cocina de autor de Guasimo es otro highlight de la ciudad. De manera empírica, y con el deseo de contar la historia de la región y su riqueza a partir de su cocina, Fabián Rodríguez ha consolidado un templo del sabor caribe que nunca deja de sorprender por su ingenio y platos perfectos a base de ingredientes locales con pescados y mariscos.
El nuevo espíritu de la ciudad sin duda habita a manos llenas en Casa Magdalena, un lugar donde la experiencia gastronómica y la estética son una sola. Una casona antigua, cuyo interiorismo estuvo a cargo del estudio de arquitectura y diseño Colette Studio, y con una carta que combina sabores locales con elementos de la cocina internacional, es el lugar perfecto para pasar una noche de espíritu samario con el frescor de su patio interior. Mención especial al gratín de camarones y al risotto de calamares en tinta negra.
Para unos drinks relajados, pero con mucho flow, Uhma Jardín de las Delicias, que combina su faceta gastronómica y coctelera con un lindo vivero al aire libre, es el lugar. Hay música y fiesta los fines de semana, y un mercado con especialidad en ahumados todos los días.
Para rematar, unos mejillones en salsa de queso azul en Agua de Río o unas croquetas de cayeye y chicharrón en Serena, frente a la Marina.
Aves, cascadas y café
Minca, una pequeña población a 40 minutos de Santa Marta, se ha convertido en un lugar favorito de viajeros, artistas y entusiastas de la permacultura y los estilos de vida sostenibles. Por estar situada en las estribaciones de la Sierra Nevada, su clima es más fresco que al nivel del mar y su vegetación y su fauna, frondosas, abundantes y diversas.
Aquí es difícil no dejarse tentar por los ríos y las fantásticas caídas de agua escondidas entre los senderos que bordean el pueblo, como las cascadas de Marinka, el Pozo Azul o la cascada del Oído del Mundo. Refrescantes y poderosas, son una recarga asegurada para cuerpo y espíritu.
Eso sí, como toda verdad debe ser dicha, lo ideal es visitar estos lugares entre semana y jamás (en la medida de lo posible) los fines de semana o días feriados, pues la experiencia cambia radicalmente de acuerdo con la afluencia.
Minca es también uno de los lugares más relevantes en todo el país cuando de avistamiento de aves se trata. Y esto son palabras mayores si tenemos en cuenta que Colombia ha sido coronada, en cuatro ocasiones, como destino líder a escala mundial en avistamiento de aves por el Laboratorio de Ornitología de la Universidad de Cornell.
Hogar de la legendaria oropéndola crestada (Psarocolius decumanus) y del colibrí esmeralda (Chlorostilbon mellisugus), Minca es un verdadero paraíso para los birdwatchers del mundo.
Para terminar de ponerle el sello de oro “Colombia” a este enclave en la montaña, una visita a la hacienda cafetera La Victoria vale realmente la pena. A seis kilómetros del pueblo, montaña arriba, La Victoria produce café de variedad arábica de la mejor calidad desde 1892 y ofrece visitas para conocer de cerca todo el proceso de producción del mismo, desde su cosecha y recolección hasta la taza.
Aunque hay hoteles y hostales de sobra, si lo que de verdad están buscando es un retiro de paz e inmersión en la naturaleza, una inmejorable opción para alojarse en Minca es Casa Oropéndola, desde donde no sólo se tiene la mejor vista de las montañas, sino también una vista privilegiada del océano.
Sierra adentro, playa y ríos
Tomando la carretera que va desde Santa Marta hacia el norte, mejor conocida como Troncal del Caribe, el paisaje se va transformando y aparecen los grandes protagonistas de la zona: las montañas y el mar a sus pies.
Éste es un sitio con mística. No hay indiferencia humana que pueda poner a prueba la certeza de que se trata de un lugar especial, de un lugar de poder, como lo llamarían algunos.
La Sierra Nevada es la cadena montañosa costera más alta del mundo, donde además se pueden encontrar casi todos los pisos térmicos posibles, que van del cálido seco hasta las nieves perpetuas. La recorren ríos que bajan puros y helados de la montaña, y que, en algunos lugares casi mágicos, se unen con el mar en un espectáculo que no se olvida.
Para los milenarios indígenas que la habitan, la sierra es el corazón del mundo y es aquí donde se guardan el conocimiento sagrado ancestral y los secretos de la creación. Los vestigios arqueológicos hablan de la profunda sabiduría que ha albergado estas montañas y que hoy, gracias a las comunidades indígenas de koguis, arhuacos, wiwas y kankuamos, vuelven a ver la luz y cobran sentido en el mundo moderno.
“Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había sol, ni luna, ni gente, ni animales, ni plantas. Sólo el mar estaba en todas partes. El mar era la madre.”
Mito kogui de la creación
De hecho, es aquí donde se encuentra el hallazgo arqueológico más impresionante e imponente del país, que la ONU ha destacado como Patrimonio de la Humanidad: Ciudad Perdida.
Abandonado por más de 400 años, escondido y preservado por la manigua, el centro urbano y político más importante de la antigua cultura tayrona data de alrededor del año 700 d.C. y se compone de terrazas, plazas circulares y caminos de piedra en la mitad del bosque tropical. La sensación de estar conectando con un mundo que ya no existe, pero del que se puede ser testigo gracias a la travesía hasta allí, además de su evidente valor histórico y cultural, atrae a cientos de personas de todas partes durante todo el año para conocer Ciudad Perdida, o Teyuna, nombre sagrado que le han dado los indígenas locales.
Para llegar hay que emprender una caminata desde el valle del río Buritaca que puede durar entre tres y cinco días, entre el monte, cruzando ríos, puentes colgantes, caminos de piedra y durmiendo en comunidades locales. La experiencia no es simplemente física, sino que pasa también por lo mental, por la quietud, por la escucha, por la atención plena al momento y al camino hasta llegar al momento culmen, en el que 1,200 peldaños de piedra separan al caminante de la legendaria Teyuna. La vista y la energía son simplemente impresionantes y hacen que valga la pena el recorrido.
La sierra es también hogar de aproximadamente 30 ríos, así como de centenares de especies de fauna y flora que mantienen un equilibrio ecológico de infinita diversidad. La belleza de las selvas que se convierten en bosque y luego en páramo es algo que toca vivir para comprenderla.
No es entonces de extrañarse que en un lugar tan especial hayan ido surgiendo hoteles, casas y espacios dedicados al bienestar holístico, a la reconexión con la naturaleza y a la recuperación de los saberes ancestrales locales.
One Santuario es uno de los proyectos que vale la pena visitar si se quiere experimentar esa conexión con la naturaleza. Se trata de una reserva natural dentro de la cual se encuentra un hotel inspirado en la construcción tradicional indígena. A orillas del río Palomino, One no sólo es un excelente punto de partida para explorar los alrededores y bañarse en playas y pozos, sino que también ofrece terapias de salud integradora, retiros y experiencias de
conocimiento ancestral.
Ahora, es momento de hablar de las playas.
Aunque suene a cliché, es válido decir que aquí hay playas para todos los gustos. Doradas y rojizas, de arena fina y de arena gruesa, con palmeras y sin ellas, de mar agreste y bahías en calma, largas hasta perderse de vista y encerradas entre majestuosas piedras. “You name it”, dirían los angloparlantes.
La fama de las playas del Parque Nacional Natural Tayrona ha cruzado fronteras, y con justa razón. A algunas de estas playas se puede llegar a pie desde la entrada principal del parque; para llegar a otras, el único medio de transporte es una lancha. Lo cierto es que hay de dónde escoger cuando de pequeños paraísos se trata.
¿Se acuerdan de la laguna azul y los paraísos que sólo existen en Instagram? Bueno, pues eso. Las playas de Cinto, Neguanje, Arrecife, Bahía Concha, Playa Cristal y Cabo San Juan no están muy lejos. Tampoco lo están las que les siguen.
No estoy exagerando cuando digo que es difícil encontrar un lugar que se compare a la desembocadura del río Piedras, en el límite septentrional del parque. El río, el mar y la montaña se unen aquí en una composición perfecta para la contemplación absoluta. Tener el privilegio de amanecer aquí, en Casa Barlovento o en Casa los Naranjos, implica ver la bruma de la mañana dispersarse al compás del sonido de un mar indomable y que en su lugar aparezcan los tonos de verde y azul en ese fundir del río y la montaña.
Más hacia el norte están las poblaciones de Guachaca, Buritaca y Palomino, donde las playas se vuelven largas y anchas, y las opciones de hospedaje son amplias y variadas en su esencia. Una de las actividades por excelencia en estos parajes es el tubbing, un paseo en neumático que va desde la parte alta de los ríos de la zona y termina en su respectiva desembocadura en el mar. En un día con suerte, el descenso puede estar acompañado del avistamiento de monos en las copas de los árboles que bordean el sendero acuático.
A la mitad entre Guachaca y Buritaca está Gitana, como se le conoce con cariño en la zona al resort boutique Gitana del Mar, que ha ido dejando huella como centro de sanación y bienestar. Apostándole a una acogedora y muy chic bioarquitectura de guadua y espacios abiertos con techos de palma, Gitana es un escenario como pocos para retiros y encuentros enfocados en la conexión de cuerpo, mente y espíritu. Aunque reciben visitantes todo el año, el foco principal está en los encuentros grupales concebidos como un aporte al mundo desde la sanación colectiva.
Y sí, aunque todo suene a paraíso, y probablemente lo sea cuando sólo se pasa un par de días en la región, también está la otra cara de la moneda: la de las playas y los ríos que traen plástico y desechos a la orilla al final de las temporadas más altas, la de las construcciones sin regulación ambiental, la de la gentrificación que trae consigo precios imposibles para los locales.
Ya no es el idilio bucólico e impoluto de La laguna azul que encontró Bastidas. No es tampoco el escenario de la primera vez que pasé por aquí con 17 años y una mochila: aquel viaje en el que dormí 90% de las noches en una hamaca colgada en playas desiertas. Normal, el cambio es inevitable. No obstante, definitivamente éste aún es uno de los lugares más bonitos, especiales y poderosos de toda Colombia. Eso no cambia y aún estamos a tiempo de que no se convierta en un desastre ecológico y cultural por cuenta del turismo desaforado y el deseo de colonizar lo incolonizable: el futuro.
Amanecerá, con suerte haremos conciencia y (ojalá) veremos.
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