Les escribo sumida en una cama, con una colcha que pesa sobre mí. Estoy rodeada de cojines, lo que hace que me cueste trabajo querer levantarme. Pero, finalmente, lo hago y miro Viña Matetic a través de mi ventana. Mi habitación está en medio de los viñedos de los valles costeros de Casablanca y San Antonio, en Chile. Es una mañana muy fría, en la que, más allá de sentirse el otoño, parece que el invierno entra por la puerta principal. Mientras escribo, puedo ver el lento y nublado amanecer acompañado de lluvia o, como dicen los chilenos, “garuga”, que es el rocío de la mañana, junto con un par de rayos de sol que entran por la ventana de la puerta que me lleva a una pequeña terraza.
Les suplico que no se rían con esta referencia, pero no lo puedo evitar. Me siento como Hilary Duff en el video de “Come Clean”, cuando se ve cómo la lluvia cae dramáticamente por su ventana en una escena llena de nostalgia. En mañanas como ésta, no puedo creer que vivir así sea parte de mi trabajo.
Ya llevamos un par de días en Chile, recorriendo las mejores bodegas de vino que se encuentran cerca, y no tanto, de Santiago. Pero Viña Matetic es especial. Al menos para mí. Soy de esas personas que creen en la astrología y la importancia de los cuerpos celestes. Me parece una locura que las civilizaciones pasadas basaran todos sus ciclos, como el de la agricultura, o las temporadas del año en la posición de las estrellas en el cielo o las diferentes fases de la luna. Por eso me sentí tan conectada con Viña Matetic, porque estas prácticas no se sienten lejanas ni milenarias. Todo lo contrario, 60% de su producción se exporta y cuenta con un enfoque biodinámico, basado en la astronomía, los ciclos lunares y los equinoccios.
Fresas recién cortadas e interiorismo
Lo que ocurre con la ruta del vino chileno es que jamás podrás decidirte por tu bodega favorita. Cada una tiene su propia magia. En un momento sientes que estás dentro de un video pop de los años dos mil y, en otro, en la que parece la casa de Hansel y Gretel. Casas del Bosque, en el valle de Casablanca, entre Santiago y Valparaíso, es famosa por su producción de sauvignon blanc. Nos recibieron con una copa de su vino rosado Botanic Series Pinot Noir,enfriado a la temperatura perfecta, y nos encaminaron hasta un mirador que nos permite admirar una pequeña parte de su viña. Acababa de pasar la vendimia, así que eran pocas las uvas que pudimos ver.
Mariana González, subgerente de turismo de Casas del Bosque, nos habló de los diferentes tipos de suelo que tienen en la propiedad, su compromiso con el turismo sostenible y su enfoque en la producción orgánica. Como novata en temas vinícolas, me llamó mucho la atención lo relacionados que están todos los procesos naturales durante su elaboración. En este caso, el viento que rodea la viña es un factor clave para los vinos que producen. El frío que proviene de la costa y la constante nubosidad tienen un papel crucial en la calidad de sus uvas, que se transforman en vinos frescos y aromáticos.
En mayo (cuando fue nuestra visita) ocurre justamente la época de cosecha de fresas. Así que si ustedes, como yo, están de visita en esas épocas, no se pueden perder las fresas recién cortadas del huerto. Pero la corona de este lugar se la lleva disfrutar la experiencia de su restaurante Casa Mirador. Para llegar, atraviesas toda la viña en tractor, mientras que la casa parece sacada de una revista de diseño de interiores. Cada tono de los muebles combina perfectamente con las paredes y, desde las mesas hasta los adornos, todo parece haber sido colocado a conciencia para lograr una armonía perfecta. La idea aquí es que los comensales cocinen parte de lo que comerán después, con su selección de vino. El día termina con una larga sobremesa.
Los vinos de Chile
La mayoría de las bodegas, en Chile y el mundo, se mantiene gracias a un legado que ha pasado de generación en generación y que hoy los más jóvenes aún respaldan. En Cousiño Macul, por ejemplo, son varios hermanos quienes están al mando del negocio; en Viñas Pérez Cruz hay 10 hermanos que comparten el negocio no sólo de vino, sino de almendros. Y también hay bodegas que orgullosamente tienen mujeres al frente, como La Baronesa Philippine de Rothschild de Almaviva o Isidora Goyenechea de Cousiño Macul, ambas respetadas no sólo en la industria del vino, sino en todo Chile.
La industria se centra principalmente en los valles de Colchagua, Casa Blanca y del Maipo, donde el país produce vinos de alta calidad y gracias a ello ha ganado reconocimiento por la producción de variedades como el cabernet sauvignon, el merlot y el carmenère, esta última casi exclusiva de Chile tras su redescubrimiento en la región.
El carmenère es una de las joyas de la viticultura chilena y una historia única en el mundo del vino. Originalmente cultivada en la región de Burdeos, en Francia, fue casi completamente erradicada en Europa durante el siglo XIX, debido a la plaga de filoxera. Sin embargo, por azares del destino, la cepa sobrevivió en Chile, donde se confundió durante mucho tiempo con el merlot.
No fue sino hasta 1994 que el carmenère fue redescubierto por el ampelógrafo francés Jean-Michel Boursiquot, quien se dio cuenta de que las viñas chilenas de “merlot” tenían características distintas. Este redescubrimiento le otorgó a Chile un legado, ya que hoy es prácticamente el único país donde esta cepa se cultiva de manera significativa y exitosa.
El carmenère chileno se destaca por sus notas de frutos rojos, como ciruela y cereza, acompañadas de un ligero toque especiado y herbáceo. A mi parecer, un muy buen vino para acompañar las cenas con amigas que hace tiempo no ves o para alguna ocasión especial que quieras recordar como un highlight en tu cabeza, pues es un vino fácil de disfrutar gracias a sus taninos suaves. En las bodegas de Cousiño Macul pudimos ver las hojas de esta uva: es fácil reconocerlas, ya que son las únicas que se pintan de rojo durante el otoño.
De fondas, extraterrestres y arte callejero
Antes de viajar al sur, pasamos una noche en Valparaíso, el principal puerto de Chile, conformado por 42 cerros oficiales y cinco barrios. El lugar es como si visitaras un Valle de Bravo para los más artsys. Casi todas sus empinadas calles y paredes están repletas de arte callejero, dibujos y mensajes que demuestran el amor que le tienen al futbol, la música y el arte. Me llamó la atención que había muchos dibujos que hacían referencia a los extraterrestres y, a pesar de preguntarle al guía si es un lugar conocido por ver ovnis u objetos voladores, fue una misión fallida porque no conocía ninguna leyenda al respecto.
Aquí visitamos la casa de Pablo Neruda, mejor conocida como La Sebastiana, nombre que le dio en honor de su primer propietario y protagonista de uno de sus famosos poemas. Es como viajar en el tiempo y puedes entender la fascinación del autor por estar ahí. Toda la casa tiene ventanales que te dan una de las mejores vistas del mar de Valparaíso, por un lado, y, por otro, los cerros llenos de coloridas casas.
Para cerrar con broche de oro nuestra breve visita, acudimos a una “picada”, como les llaman a las fondas locales, y no es broma ni exageración: fue una de las mejores comidas del viaje. El lugar no tenía nada de especial, de hecho, por fuera parecía una casa cualquiera. Pero, como todo, lo especial estaba adentro.
Desde 1962 es Patrimonio Gastronómico de Valparaíso y actualmente lo atiende doña Ida, matriarca, dueña y fundadora del lugar, así como su hijo, quien no estaba ese día, y su nieta Renata. La comida es un menú de platillos chilenos principalmente, como lengua en todas sus versiones, conejo de campo escabechado, ñoquis de papa, lomo y codornices. Todo se recomienda pedirlo al centro, acompañado por la cerveza clásica de allá, Austral. Eso sí, debes guardar espacio para el postre, en específico, la tarta amor: una torta de hojarasca (algo similar al mil hojas), manjar, frambuesa, crema chantilly y crema diplomática, que tardan cuatro días en preparar. Después de la comilona, estamos listos para dos horas de carretera apoderados por el mal del puerco, para despertar en el aeropuerto de Santiago y volar al sur.
Comida alemana, amaneceres y postales
Llegar a Puerto Montt es como sentirte en medio de la serie de Netflix Virgin Rivers, un drama en medio del bosque, con cabañas y un lago. Jesús, el conductor que nos llevó durante nuestra estancia en el sur de Chile, resultó ser el mejor guía. Llegamos de noche, así que fue complicado ver lo que nos rodeaba, sin embargo, nos explicó que el camino de Puerto Montt a Puerto Varas está lleno de sembradíos de eucalipto y bosques nativos. También llovía y en ese trayecto nos enteramos de que, de los 365 días del año, llueve en 300. Así que, si planean visitarlo, empaquen su impermeable y botas de lluvia.
Busqué fotos del lugar antes de viajar y el común denominador en las imágenes era una ventana con vista a un volcán. Al estar ahí, me percaté de que se trataba del restaurante del hotel donde nos íbamos a quedar y lo que se veía al fondo era el volcán Osorno, más allá del lago Llanquihue. Y, dicho y hecho, la mañana siguiente era la que más me emocionaba, pues visitaríamos el volcán, así que, intensa como suelo ser, me desperté a las 5:30, me bañe, vestí y bajé por mi primer café del día. Y ahí estaba, un amanecer un poco nublado, con tonos rojos y rosados, y el lago y el volcán despertando. Fue tal mi emoción que, segura de mí misma, preferí salir y caminar hacia el lago, que literalmente está a 200 metros del hotel, pero no contaba con el frío que sentiría con tan solo poner un pie afuera. Así que tomé mi foto y corrí de vuelta al calor del restaurante, para apreciar esa misma postal de internet, ahora en vivo.
Para hacer la mañana aún más especial, en el buffet había toda una sección de lo que yo creí que eran pays, pero que en realidad eran kuchens, un platillo típico alemán que en realidad se pronuncia cu-jen. Se preguntarán, ¿por qué hay cosas alemanas en la parte sur de Chile? Resulta que toda esta zona fue hogar de los alemanes que llegaron en 1852, como parte de un proceso más amplio de colonización que comenzó en la década de 1840, debido a las revoluciones de 1848 y la inestabilidad política que había en ese momento en Alemania.
El trayecto del centro de Puerto Varas a Saltos del Petrohué, para ver al Osorno, toma un rato, durante el cual recomiendo no dormirse aunque el cuerpo sienta que lo necesita. Las vistas son increíbles y es una carretera en la cual a ambos lados puedes ver volcanes. Jesús, que como ya les dije es experto en la zona, no sólo nos informó que de norte a sur Chile tiene 2,500 volcanes, sino que también tomó la atinada decisión de bajarnos en medio de la carretera, en un mirador que está poco señalizado, pero que vale la pena visitar. Esa imagen de los primeros rayos del sol sobre el lago se quedó grabada en mi cabeza. De hecho, si pudiera ponerle un soundtrack a este suceso de mi vida, creo que incluiría la canción de “We Know the Way”, de Moana (búscala en Spotify).
Navegar entre volcanes
Podría decir que soy de las pocas personas en el planeta Tierra que ha disfrutado una vista del volcán Osorno completamente despejada, tomando en cuenta que llueve 300 días al año en la parte sur de Chile y son raros los días como éste. Son apenas las 7:30 de la mañana y mis sentidos ya están sobreestimulados (de una manera muy positiva). Estamos en medio de un puente que funciona como mirador, con el sonido del agua al caer, el frío que calculo que está alrededor de los seis grados centígrados, la luz que ilumina los árboles e indica que lentamente está amaneciendo, un ligero olor a tierra mojada y la vista del Osorno con la punta completamente nevada. Una vez más, siento que éste es uno de los momentos que siempre voy a recordar (espero). ¿Cómo este tipo de escenarios puede coexistir con el estrés de la vida diaria? ¿Cómo se me olvida que cosas así existen? Como era de esperarse, recurrí a la tecnología y tomé una fotografía del momento para asegurarme de que no olvidaré cada detalle de lo que vi y sentí esa mañana.
La segunda parada de ese día fue Peulla. No tengo pruebas (pues me quedé dormida), pero tampoco dudas, de los hermosos paisajes que protagonizan el trayecto de casi una hora hasta el ferry que nos llevaría a ese lugar donde se encuentra el cruce hacia Argentina para todos aquellos que empiezan el camino de la Patagonia en el sur de Chile, pues está a sólo 25 kilómetros. El recorrido es largo, de casi dos horas en barco. Lo bueno es que la embarcación estaba bien equipada con café, botanas y vino. Una vez más, la vista del volcán Osorno es una locura. Y conforme avanzas, el volcán Puntiagudo entra en escena. El viento es muy frío, pero estar afuera del barco durante el trayecto brinda una experiencia por completo diferente y satisfactoria. Escuchar los sonidos que rodean el lugar, más allá del motor en el agua, puede resultar en un momento meditativo, el cual, si lo aprovechas bien, seguramente lo agradecerás.
La llegada a Peulla es bastante organizada, como si llegaras a un campamento y los diferentes guías te indicaran hacia dónde dirigirte. Nosotros nos subimos a un antiguo camión escolar sin ventanas, el cual sería nuestro transporte para adentrarnos en las montañas del lugar. Digamos que aquí es como si visitaras un pueblo fantasma. Su población es de alrededor de 120 habitantes, 90% masculina, y la escuela permanece cerrada, pues no hay un solo niño en el lugar. La luz y el agua no se pagan, ya que son autoproducidas, y su principal actividad es el turismo. Lo que sí hay es silencio. Como amante de la meditación, aún puedo sentir en el cuerpo la sensación de estar en un lugar rodeado de montañas nevadas, pasto y agua, completamente en silencio. Es como si todo ese ecosistema te sostuviera y te gritara: “Todo forma parte de esto, vas a estar bien, la vida no es tan seria”.
La cultura de meterse en los hot tubs (mejor conocidos como jacuzzis) es toda una tradición en el sur. Hay lugares específicos, como el spa Cancagua, donde cuentan con seis tubs, los cuales puedes reservar por hora y pasar el día jugando con el calor del agua y el frío del ambiente, pues es una de las formas más fáciles de calentar el cuerpo en un clima tan húmedo y frío como el de Frutillar.
El nombre de Frutillar viene de los sembradíos de frutillas, o bien, de fresas. Parece sacado de un cuento europeo, ya que en 1856 lo fundaron colonos alemanes. Es común encontrar cafeterías que, al igual que en Puerto Varas, sirven kuchens de todos los sabores y otras delicias de la repostería germana, acompañadas por el tradicional té de las cinco.
Uno de los mayores atractivos es el Teatro del Lago, una obra arquitectónica que se ha convertido en un emblema de la ciudad, conocido por su acústica de clase mundial y su programa artístico, que incluye presentaciones de música clásica, danza y teatro, así como por el Festival Internacional de Música de Frutillar, que se celebra anualmente. Un dato interesante, y que te hace ver, una vez más, la conexión de Chile con su naturaleza, es que todos los salones tienen los nombres de los volcanes y lagos que conforman su geografía.
Antes de regresar a Santiago, a petición de una de mis compañeras de viaje y después de tomarnos nuestro último pisco en un restaurante que se asemeja a un barco, paramos en el mercado de Angelmó. Es una de las paradas más visitadas de Puerto Montt, pues en él conoces la amplia variedad de productos frescos del mar, desde mariscos hasta pescados, que caracteriza a Chile y, si corres con suerte, también puedes ver lobos marinos que nadan cerca y se pasean por el estacionamiento. El lugar huele a pescado y todo está húmedo, pero me gustó hacer esta parada, ya que durante una de las pocas noches que tuvimos en Santiago cenamos en el famoso restaurante La Calma. Su menú se basa en la pesca diaria, en lo que se pudo recolectar ese día, y te hace probar los mariscos, pescados y crustáceos de Chile con sabor propio y de la manera más fresca posible. La Calma, el platillo estrella homónimo, incluye ostras nacionales y cochayuyo, ulte, salicornia, pulpo, almejas, machas, ostiones, piures, chochas, cortes de pescado, locos, erizos, lapas, caracol rubio, trumulco y pejerreyes, y es como si pudieras probar en una sentada todos los sabores del mar, todos los mariscos y pescados que hay en Angelmó.
Yo, al igual que los barcos del mercado, estoy lista para regresar a mi costa, es decir, a casa. Estoy alistando los últimos detalles, un par de horas antes de emprender el camino de vuelta a Ciudad de México. Y aunque estoy lista para regresar a lo cotidiano, me siento tan nostálgica como al inicio, sólo que ahora no encuentro ninguna canción de Hilary Duff para explicarlo (y seguramente ustedes agradecerán que no les comparta otra de estas obras maestras musicales).
Nunca me había sentido tan apapachada como en Chile. Quiero acordarme siempre de cómo los barcos en el lago Llanquihue se preparan para regresar a la costa, pues saben que en cualquier momento un par de gotas puede desatar toda una tormenta. Es un país tan completo que te hace querer quedarte más tiempo y conocer a detalle cada región que lo conforma. Desde la ciudad, el desierto y el mar hasta el bosque y la nieve. Por fortuna, recuerdo que parte de mi trabajo también es escribir todo esto y asegurarme de que esos viajes no queden solamente en sensaciones personales.