La magia de Wiikwemkoong, Ontario está en sus habitantes
Recorrimos la reserva de Wiikwemkoong en Ontario, Canadá de la mano de su gente, misma que trabaja por compartir su cultura, cosmovisión, e historia, así como el ecosistema en el que cohabitan junto a la naturaleza.
POR: Mary Gaby Hubard
La naturaleza en Canadá se conserva intacta. Y aunque un viaje al país que lo tiene todo (volcanes, montañas, mares, ríos, lagos, glaciares, selvas y desiertos) es impactante para una citadina como yo, los paisajes no fueron precisamente lo que más me marcó en esta ocasión. Tuve frente a mí vistas impresionantes, sin duda, pero lo más trascendental fue la gente y su historia, una que sólo puede ser contada por ellos.
Lejos del ruido
Llegar a Wiikwemkoong en Ontario fue toda una travesía. Tomé un vuelo de Ciudad de México hacia Toronto, donde pasé una noche antes de subirme a otro avión para llegar a Greater Sudbury, donde hay que tomar una camioneta para andar un par de horas más por carretera.
“Hay que disfrutar el trayecto, no sólo el destino”, diría mi mamá, una máxima que es fácil aplicar en un trayecto como éste, en el que las manchas urbanas desaparecen para abrir paso a un paisaje azul profundo que contrasta con el verde de la densa vegetación. Antes de aterrizar en Sudbury sabía que ese viaje sería especial. El camino al hotel Manitoulin se fue haciendo silencioso, cada vez más lleno de árboles, agua, más árboles y más agua. ¿Ruido? Nada. ¿Contaminación? Acá parece no existir.
El primer encuentro
Después de instalarnos, bajamos al salón del hotel para encontrarnos con una familia de bailarines que trabaja para preservar las tradiciones de su cultura: Rolling Thunder Dance Traditions. Seis de los integrantes colocaron un tambor gigante al centro y comenzaron a tocarlo en conjunto. El gesto de convertir un instrumento que regularmente sería individual en algo social me pareció conmovedor. Y sí. Más tarde, Vince Latremouille, uno de nuestros guías culturales, me explicó por qué y cómo el tambor es un instrumento que une a la gente, un ritmo que nos conecta: “El sonido de percusión es el primero que escuchamos. Son los latidos del corazón en el vientre de nuestra madre. Ese sonido nos conecta con ellas. Cuando los bebés escuchan los tambores, se relajan. Es un ritmo que nos conecta de manera universal. Que nos recuerda de dónde venimos, y ésa es la importancia del tambor. Une a la comunidad de los anishinabek”.
Cada baile de los anishinabek tiene un significado. Nos explicaron que hay bailarines especializados en distintas “materias”, como los grass dancers, quienes abren la danzan para bendecir y preparar el piso.
Mientras los bailarines movían los pies frente a mí al ritmo de la música, noté que algo en ellos, en los colores vivos y los patrones de sus vestidos, en las plumas que llevaban en la cabeza, me parecía familiar y me recordaba a los indígenas de México. ¿Cómo era posible que, a kilómetros de distancia, con un contexto, una historia y un pasado en apariencia tan disímiles, se pudieran parecer tanto? La respuesta estaba en la naturaleza, con la que estas tribus están siempre en contacto y a la que respetan y rinden homenaje en todas sus acciones. Nos explicaron que los anishinabek exponen sus vestimentas, las cuelgan de los árboles y a la intemperie, y las ofrecen a sus ancestros. Esos vestidos son la manera de imitar y reverenciar a la naturaleza y su grandeza. Una intención que trasciende razas y países, y una condición humana que ha estado ahí desde el principio de los tiempos.
Los bailarines están orgullosos de la historia que cuentan, del significado de sus vestimentas y la forma en que las confeccionan. Son embajadores culturales de su gente. Sus cuerpos, erguidos y dignos, hablaban tanto del orgullo por su cultura como de sus palabras. Supuse que siempre se habían sentido así, pero estaba muy equivocada.
Claro como el agua
Es una historia compleja la de este lugar. Los Grandes Lagos son el corazón de Norteamérica (o Turtle Island, como la llaman los habitantes de Wiikwemkoong); geográficamente representan un punto de encuentro esencial para el comercio, pero también son un destino de gran trascendencia espiritual. Es un territorio que los anishinabek consideran sagrado.
El agua rodea por completo su tierra y por lo tanto adquiere un significado muy importante en su cultura. Hay varias palabras para nombrarla: nibi es el agua que bebes; gimewan el agua que cae del cielo; nibiiwsh, el agua que sale de los ojos. El agua es un elemento fundamental para ellos y lo demuestran con acciones, protegiendo con celo todo lo que toca… Basta con asomarse a cualquiera de los lagos para darse cuenta de que el agua es completamente pulcra. No importa qué tan profunda sea la zona, en prácticamente todos lados se puede ver el fondo. La claridad es increíble.
Hay que acercarse y alejarse para entender la magia de estos territorios. Hay que mirarlos de lejos, desde un avión en las alturas, donde el paisaje es increíble y se entiende su contexto geográfico, y luego acercarse, apreciar la claridad del agua para luego subir otra vez la mirada y ver a la gente: para intentar comprender su manera de pensar y procurar extraer un poco de sus valores, de la manera, respetuosa y muchas veces ritual, en que se relacionan con su entorno. Hay que mirar con atención la congruencia para preservar todo lo que les resulta valioso.
Una caminata con enseñanzas
Comenzamos el segundo día con una caminata por el Bebamikawe Memorial Trail Head. Jack Rivers, uno de los guías culturales y quien nos acompañó la mayor parte del viaje, nos llevó con Brian Peltier, encargado del programa de cultura en la Wiikwemkoong Heritage Organization. Después de sentarnos en un círculo alrededor del fuego, Peltier nos recibió con una frase breve y poderosa: “Tenemos que desaprender”. Y sí. Un ejercicio que, es bien sabido, es más difícil que aprender. Porque desaprender significa hacer de lado las historias que nos hemos contado por años y renunciar a prejuicios, para entender que hay otras formas de ver el mundo, otras perspectivas.
Alrededor del fuego, Brian nos habló sobre la vida como un concepto no lineal en el que el cambio es constante y todos estamos conectados con todo: “Este árbol tiene el mismo derecho que yo de estar aquí. Cuando los colonizadores llegaron a Canadá, querían que les diéramos las tierras. Pero estas tierras no son nuestras. Y, por lo tanto, no se las podemos dar a nadie. Nosotros simplemente encontramos un espacio para vivir, pero no poseemos la tierra”. Después de las lecciones de Brian, nos adentramos por un sendero.
Jack nos advirtió: “Cuando ingresemos a este camino, entraremos a la casa de alguien. De un guardián espiritual”, así que ofrendamos un poco de tabaco para pedir permiso de estar ahí, para elegir la intención de nuestro camino y disculparnos pues, aun sin quererlo, nuestra presencia y el recorrido afectarían el ecosistema.
Es curioso cómo una simple caminata puede tomar un nuevo significado cuando verdaderamente se intenta desaprender para mirar las cosas desde una perspectiva distinta. Durante el recorrido, nos cruzamos con árboles, plantas medicinales y un mirador que nos ponía de nueva cuenta frente a un cuerpo de agua, siempre cristalina. Todo este ecosistema se encontraba en un estado impecable que refleja el cuidado de los habitantes por él. Por su conservación, pero sobre todo por su relevancia y cómo conciben la naturaleza y su relación con ella. Caminar por cualquier parque o reserva natural entendiendo que lo que te rodea tiene el mismo derecho de estar ahí te permite hacer el recorrido con una perspectiva de absoluto respeto y humildad frente a lo que te rodea. Esta manera de caminar y de coexistir ha caracterizado a la comunidad anishinabek, responsable de que espacios como éstos se conserven intactos, lejanos, ajenos a la vida urbana. Tal vez si sus principios y filosofía de vida hubieran cruzado fronteras hace tiempo, nuestra postura hacia la naturaleza sería distinta y muchos de los problemas ambientales a los que nos enfrentamos hoy podrían haber sido previstos. Pero ésa es otra historia, para otro día.
Para recorrer la zona
El Parque Nacional de Point Grondine es único. No sólo le pertenece a la gente de Wiikwemkoong, sino que es el único parque de Canadá manejado y planeado por una comunidad indígena. En sus casi 7,300 hectáreas hay rutas para hacer senderismo, en las que en un segundo te encuentras inmerso en un bosque denso, cubierto por árboles, y al siguiente estás en un mirador, parado sobre una roca, contemplando el paisaje de agua dulce y el cielo más azul que has visto en tu vida. Hay también rutas para canoas y sitios para acampar, todo esto con una visión de turismo por completo sustentable y enfocada en preservar el ecosistema que se encuentra entre los parques French River y Killarney. Y, por supuesto, cuentan también con un sinfín de oportunidades para que la gente se acerque a los tours culturales de los anishinabek.
Otra actividad en la que vale la pena involucrarse es el recorrido para conocer las plantas medicinales de la región: una caminata por los parques naturales que viene acompañada por una detallada explicación de los usos y costumbres de las plantas que se encuentran en el camino y de su importancia cultural para los nativos. Cualquiera de estos tours se puede hacer con Wiikwemkoong Tourism, la cual, además de ser la organización turística oficial de la región, brilla por su autenticidad y el esfuerzo continuo que realiza por preservar esta cultura.
Conversaciones incómodas
La construcción de la historia en nuestro imaginario colectivo tiene mucho que ver con lo que nos contamos. Con lo que nos enseñan. Con lo que aprendemos en la infancia. Así forjamos nuestra identidad. Y la historia de este lugar apenas se está comenzando a contar como siempre debió ser contada: desde la perspectiva y la voz de sus habitantes.
No hay historia muda. Por mucho que la quemen, por mucho que la rompan, por mucho que la mientan, la historia humana se niega a callarse la boca.
Eduardo Galeano
Si han llegado hasta este punto de la lectura, ya se habrán dado cuenta de que Wiikwemkoong es un lugar mágico, de vasta riqueza natural y cuyos habitantes intentan preservar la cultura a como dé lugar. Así, para comprometerse con ello, como viajeros debemos ir mucho más allá de escuchar sus cánticos o admirar sus bailes. Tenemos que escuchar a la gente y contribuir para transformar la narrativa. Ahora es cuando la historia se torna compleja y, para algunos, “la conversación se pone incómoda”. Pero hay que contar la historia. Formular las preguntas que da miedo hacer sobre la historia escondida, porque eso ayuda a la reconciliación. Y es que, más allá de paisajes increíbles y aguas cristalinas, la esencia de esta isla mágica está en su gente, en aquella que quiere contar su historia y ser escuchada.
No hace mucho que las historias sobre las residential schools en Canadá –un sistema educativo impuesto por la colonización que prohibía reconocer la herencia y cultura indígena de varias generaciones de niños– tomaron la relevancia necesaria para generar un cambio cultural. Alrededor de estas instituciones sobreviven historias que parecen salidas de un cuento de terror, pero que desgraciadamente son ciertas y comunidades indígenas las vivieron en carne y hueso. Por supuesto, una cosa es leerlo en los periódicos y otra es mirar a los ojos y escuchar la historia de una familia afectada por este sistema.
Nicole Van Stone, gerente del programa de la casa de lenguaje Osawamick G’Tigaaning, nos dio un tour por la propiedad en la que se dedican a desarrollar materiales para preservar el lenguaje, la cultura y la historia anishnaabe. Nicole es también una sobreviviente de segunda generación de las escuelas residenciales. Al terminar el tour, nos invitó a la mesa para compartir con nosotros un estofado y contarnos la historia de su familia.
Mi mamá no se permitía amar ni ser amada. En su infancia jamás la abrazaron, no le enseñaron lo que era pertenecer a una familia ni preocuparse unos por otros. Se la llevaron cuando era una niña, la alejaron por completo de su familia y la pusieron en otro mundo. En un lugar con un proceso mental y una forma de ser completamente distinta, donde le enseñaron a tener vergüenza de ser lo que era. Le decían que era una india sucia. Ella no sanó por completo, pero lo intentó. Cuando estuvo en la escuela residencial, contrajo tuberculosis. No podía mantener un trabajo porque siempre estaba enferma. Así que eso eventualmente me afectó a mí también.
Pero para mi tía fue aún peor, porque pensó que mi abuela había sido quien la había puesto ahí. Cuando volvieron a casa y se reconectaron con mi abuela, mi tía tenía dieciséis años y mi mamá catorce. Pero no tenían relación con su mamá. Ellas y todos estos niños, después de que fueron golpeados, abusados y no fueron amados ni educados por nadie, volvieron a casa y evidentemente habían perdido su lenguaje. No hablaban el mismo idioma que su familia. Sé que es difícil escuchar estas historias, pero ésta es mi mamá. No es algo que pasó en 1800. De ahí vengo yo.
Nicole tiene razón. No es fácil escuchar esas historias. Y mucho menos imaginar que todo eso dejó de ocurrir hacía tan poco tiempo. Al menos yo no podía dejar de pensar en su historia.
El último día, mientras cenábamos, le pregunté a Jack qué podemos hacer para ayudar a sanar ese trauma transgeneracional que dejaron las escuelas residenciales. Su respuesta fue breve pero contundente: “Respetarnos y escucharnos. Reconocernos como parte de la historia de un país del que intentamos ser borrados”.
Casi toda la población de Wiikwemkoong es indígena. El turismo indígena ayuda a sanar y devuelve un poco de lo que intentaron quitarles. Hoy, los habitantes de esta mágica región cuentan con orgullo lo que en algún momento tuvieron que ocultar para poder salvar su vida. Y lo mejor que podemos hacer es escucharlos, agradecerles por compartir con nosotros esos paisajes increíbles y escuchar las historias de sus ancestros, las que hasta hace poco no se podían contar.
La travesía de Ciudad de México a Wiikwemkoong vale la pena. Y va mucho más allá de aguas cristalinas, paisajes repletos de vegetación y aire limpio (no me malinterpreten, todo esto es una maravilla que hay que apreciar también). Pero para que este viaje sea verdaderamente trascendental hay que (como dijo Brian) desaprender. Este viaje incluye una lección de humildad, un momento de reflexión y de transformación. Y el mejor souvenir que uno puede llevarse a casa es el honor de ser parte del proceso de sanación de un trauma transgeneracional. No importa cuántas horas sean de viaje, todo vale la pena si eres parte de la reconciliación.