Una guía de Brasil para principiantes

Brasil es un destino profundo y podría parecer abrumador. En realidad lo es y hay que llegar preparado, por eso preparamos esta guía básica.

19 Aug 2024
El famoso empedrado del malecón de Copacabana.

El famoso empedrado del malecón de Copacabana.

Brasil es un país donde la naturaleza no es sólo un telón de fondo, sino un personaje principal en la historia de cada uno de nosotros. Los árboles, las flores, los ríos y las montañas hablan en un idioma antiguo que susurra secretos a aquellos que están dispuestos a escuchar. Es un lugar donde lo salvaje y lo humano coexisten en una danza eterna de creación y destrucción.

Clarice Lispector, La pasión según G.H.

“Orden y progreso” es la frase que adorna la bandera brasileña. Un lema curioso para representar a un país que pareciera ser todo menos ordenado. Por lo menos a simple vista. El país más grande de América del Sur, el más biodiverso del planeta, el que guarda las mayores reservas de agua dulce, el campeón absoluto de las Copas del Mundo, el mayor productor de soya, azúcar y café. Con Brasil todo parece superlativo. Todo es “más” en este país que vive en ese extraño limbo que se llama ser latino, pero no hablar español. Y tal vez por eso Brasil sea uno de los grandes incomprendidos cuando se trata de turismo (y por lo mismo es ideal para inaugurar esta serie, que busca acercar destinos poco explorados a nuestros lectores).

La primera duda que surge a la hora de planear un viaje a Brasil es por dónde comenzar. La respuesta sencilla sería Río de Janeiro, una de las ciudades más privilegiadas en cuanto a geografía de todo el planeta, ícono de la samba y el bossa nova, pero también del futbol. Sin embargo, la que fuera capital del país hasta 1960 es apenas una de sus caras; un recorrido completo tendría que incluir la primera capital de Brasil, Salvador de Bahía, aquella ciudad donde la herencia africana convive todavía con los vestigios portugueses. Y ya entrados en detalles, sería imposible no asomarse a la actual capital, Brasilia, que se levantó en medio de la nada para convertirse en uno de los ejercicios de planeación urbana más ambiciosos de toda la historia. Así las cosas, la gran ausente sería la que es hoy la ciudad más importante (y la menos explorada por los viajeros), São Paulo, la gran megalópolis de Latinoamérica. La ruta empieza a tomar forma. Faltaría solamente el accidente geográfico de Foz de Iguazú y, entonces, ese Brasil para primerizos estaría listo. Claro, habrá muchas cosas que queden fuera: la locura de una ciudad en medio del Amazonas, Manaos; la cultura y la gastronomía mineras, Belo Horizonte; el ordenamiento urbano, Curitiba; las playas del nordeste o la naturaleza de Pantanal. Pero ésta es una guía para principiantes.

La playa de Ipanema, en Río de Janeiro.
La playa de Ipanema, en Río de Janeiro.

Primera parada, Iguazú

Aterrizar en Foz significa sobrevolar la espectacular central hidroeléctrica de Itaipú, la mayor productora de energía del planeta y la más grande del mundo hasta que fue desbancada por la presa de las Tres Gargantas de China. El causante es el río Paraná, mismo que unos kilómetros más adelante se convierte en las famosas cataratas, con 275 saltos repartidos en la frontera entre Argentina y Brasil. Desde el lado brasileño, el acceso al parque nacional queda a apenas cinco minutos del aeropuerto; una vez dentro, solamente los vehículos autorizados pueden hacer recorridos por el parque. El único hotel que opera aquí es el Belmond Hotel das Cataratas, de estilo colonial portugués e inaugurado en 1958. El hotel se levanta en lo alto de un acantilado, justamente al inicio del camino peatonal que lleva a los visitantes hasta la mítica Garganta del Diablo. La construcción rosada, rodeada de exuberante vegetación y con contrastantes jardines perfectamente manicurados, compite con las grandes damas de la hotelería: el Mount Nelson en Cape Town, La Mamounia en Marrakech, el Raffles de Singapur o el Ritz de Londres.

Pero lo principal aquí es ver las cataratas y los afortunados que se hospedan en el Hotel das Cataratas tienen acceso a ellas todo el día, incluso cuando el parque ha cerrado al público o todavía no ha abierto. Y aunque el almuerzo en el restaurante junto a la alberca es memorable, y el buffet durante el desayuno ofrece el mejor pão de queijo, lo principal aquí es ver esas caídas de agua el mayor tiempo posible. La primera caminata hay que hacerla nada más llegar, sin importar el cansancio del viaje. Mientras los saltos se van haciendo más caudalosos y dramáticos, la emoción aumenta hasta llegar a la zona de las pasarelas, en la parte baja, desde donde uno siente que se funde con los millones de litros que caen desde lo alto. Este primer baño brasileño es una especie de bautismo a lo bestia, un recordatorio de que aquí todo es siempre más. 

Vista de las cataratas de Iguazú.
Vista de las cataratas de Iguazú.

Después hay que volver al atardecer, cuando el parque ya ha cerrado sus puertas. En soledad, con las pasarelas vacías, la perspectiva cambia y hay tiempo de detenerse en la contemplación. Al día siguiente, idealmente, se cruza a Argentina para disfrutar la vista desde el otro lado. El paisaje desde el país vecino es igualmente espectacular; las pasarelas están más escondidas entre la naturaleza y es posible caminar entre los saltos que desde el otro lado solamente se ven a lo lejos. No hay un lado mejor que otro, sólo hay que hacerse el tiempo para disfrutar ambos. El cruce de la frontera puede tomar desde un par de minutos hasta más de una hora y puede hacerse en taxi o en un transporte organizado por el hotel.

Segunda parada, Río de Janeiro

El recorrido por Brasil continúa en su ciudad más famosa: la de las películas, la del carnaval, la de las míticas playas de Copacabana e Ipanema. Los que vayan con el presupuesto más holgado pueden quedarse en el mítico Copacabana Palace, que además acaba de cumplir 100 años, donde se hospedó Madonna en mayo cuando ofreció un concierto gratuito delante de 1.6 millones de personas. Como alternativas, el Fairmont, también en la playa de Copacabana, es una buena opción y tiene una espectacular terraza con alberca donde al atardecer se puede escuchar música en vivo. El Fasano, en la Praia do Arpoador, ofrece la versión brasileña del lujo, con un proyecto original de Philippe Starck. El Emiliano, de diseño limpio y contemporáneo, es otra buena alternativa en Copacabana, mientras que en lo alto de Santa Tereza, el barrio más bohemio de la ciudad, hay varias opciones para quien busca una estancia más relajada.

Llegar a Río es también llegar al Brasil más real; si uno quiere evitar problemas, lo mejor es quitarse la tentación de salir a la calle con un teléfono. Una tarjeta de crédito es todo lo que se necesita para poder disfrutar sin preocupaciones la ciudad. El dinero en efectivo es obsoleto en todo el país e incluso los vendedores callejeros aceptan tarjetas o transferencias bancarias (el famoso pix), por lo que ni siquiera vale la pena complicarse consiguiendo reales. Los robos callejeros son cosa de todos los días y un iPhone, muy particularmente, es una tentación demasiado grande. Lo mismo aplica para las joyas, relojes y cualquier objeto de valor. Lo mejor es dejarlos tranquilos en el hotel.

Con poco más de 6.7 millones de habitantes, Río no es una ciudad pequeña y hay que tomarse el tiempo para recorrerla con calma. Lo ideal es dividir las excursiones por día y por zona: el Cristo Redentor y Santa Teresa, el Jardín Botánico con Leblon, el centro y el Museo del Mañana, el Pão de Açucar y Botafogo. Los amantes de la arquitectura querrán asomarse a Niteroi, al otro lado de la bahía de Guanabara, donde Oscar Niemeyer construyó un futurístico museo de arte contemporáneo, y al Museo de Arte Moderno, obra de Affonso Eduardo Reidy. Sería ideal dejar tiempo, tanto en la mañana como en la tarde, para recorrer las playas de Copacabana e Ipanema. Al amanecer pareciera que la ciudad entera se volcara a la playa, mientras que por la tarde la caminata se convierte en una fiesta en lo que uno va haciendo paradas técnicas de cerveza y música en los botecos que adornan la orla. 

La playa de Ipanema, vigilada por el morro Dois Irmãos.
La playa de Ipanema, vigilada por el morro Dois Irmãos.

Una mención honorífica se la lleva la visita al Jardín Botánico, fundado en 1808 y hogar de una espectacular colección de árboles y plantas que crecen al pie de la montaña, la cual luego se convierte en el parque municipal de la ciudad. La riqueza de la mata atlántica, ese bioma tan único de Brasil, regala unas hermosas postales. Muy cerca, la lagoa Rodrigo de Freitas es ideal hacer una parada para comer (Sud ó Passaro Verde es una buena opción, de la chef Roberta Sudbrack). Después se puede seguir a pie hasta Parque Lague, con hermosos jardines y un antiguo palacio que hoy alberga al Instituto de Bellas Artes y a la Escuela de Artes Visuales. Desde aquí hay una ruta de caminata que lleva hasta el Corcovado, un reto para los que quieren poner a prueba la resistencia (toma unas dos horas subir hasta la cima). 

Tercera parada, Salvador de Bahía

Visitar Brasil sin conocer Salvador es como brincarse una parte de su historia más fundamental. Salvador de Bahía de Todos los Santos fue la primera capital de Brasil, fundada por los portugueses en 1549. En consecuencia, ésta fue también la puerta de entrada de los esclavos que llegaron desde África. Hoy, Salvador representa la mistura del pueblo brasileño; caminando por las calles del Pelourinho, el centro colonial de la ciudad, se escuchan los tambores de las batucada, mientras que en las esquinas de las plazas los puestos de acaraje son atendidos por simpáticas bahianas, ataviadas con pomposos vestidos blancos. El ambiente es diferente, la gente es especialmente cálida, la vida transcurre a otro ritmo.

De unos años para acá, a partir de una serie de políticas gubernamentales, el rescate del Centro Histórico de la ciudad ha ido avanzando con cierto éxito y esto ha permitido la apertura de dos hoteles: el Fasano, en la que fuera la sede del periódico A Tarde, declarado Bien Cultural por el Instituto del Patrimonio Artístico y Cultural, y el Fera Palace, primer hotel de la ciudad sobre la Rua Chile, la primera calle de todo Brasil. Desde lo alto de la terraza de este último, con una hermosa alberca que mira hacía la bahía, los atardeceres se disfrutan especialmente. Abajo, el Pelourinho se extiende por lo alto de la ciudad, con sus casas de colores, sus plazas y sus iglesias. La música está en todas partes y por las noches, al caminar por el centro, no es extraño sentirse sobrepasado por la cantidad de ruido que lo invade todo.

Durante el día, el recorrido por el Centro Histórico puede empezar en el famoso elevador Lacerda, que desde 1873 conecta la parte baja de la ciudad (el puerto) con la parte alta. Pensado como medio de transporte público, el hermoso elevador sigue cumpliendo la misma función, aunque hoy también lo frecuentan los viajeros que se acercan curiosos a conocerlo. En la parte baja hay que aprovechar para asomarse al Mercado Modelo, que ofrece artesanías brasileñas en un edificio recién renovado y que en la parte superior tiene un espacio gastronómico, con dos locales muy tradicionales y relajados, ideales para una tarde de cerveza, pescado frito y, obviamente, música en vivo.

Salvador de Bahía, primera capital de Brasil y una ciudad donde prevalecen las raíces africanas de su cultura.
Salvador de Bahía, primera capital de Brasil y una ciudad donde prevalecen las raíces africanas de su cultura.

En la parte histórica de la ciudad se puede empezar visitando la Fundación Casa de Jorge Amado para conocer más sobre la obra de este escritor bahiano, muchas de cuyas obras se convirtieron en películas y han sido traducidas a varios idiomas. La casa se levanta en la parte más alta del Largo do Pelourinho, famoso también por haber aparecido en 1996 en el video de “They don’t care about us”, de Michael Jackson, y, si uno tiene suerte, algún bloque de música podría aparecer durante la visita y hacer retumbar la plaza entera con sus tambores. Hay que reservar tiempo para visitar las iglesias de la ciudad, muchas de las cuales celebran ceremonias que demuestran el profundo sincretismo del bahiano. Además de la Catedral, el convento de San Francisco, el convento do Carmo y la iglesia de Nossa Senhora do Rosário dos Pretos son muestra de una arquitectura portuguesa muy distinta de la que heredamos en los territorios de la Nueva España. Renglón aparte es la visita a la mítica iglesia de Nosso Senhor do Bonfim, de donde salen esas pulseritas de colores que se ven en todo el país (fitinhas de Bonfim). Es difícil poner en palabras la experiencia de entrar en el templo: aquí todo se mezcla, desde la tradición católica hasta la herencia africana combinada con la tecnología, pero ver esto de cerca es aproximarse a entender un poquito mejor la curiosa relación de Brasil con la religión y la forma de traerla al día a día.

Por la noche hay que visitar Rio Vermelho, el barrio bohemio que mira al mar y donde vivió también Jorge Amado (una banca lo recuerda a él y a su esposa). Aquí, sin importar el día de la semana, el Largo de Santana es siempre festivo, con música en vivo y animadas conversaciones que se extienden hasta bien entrada la noche. Justo en la plaza se encuentra uno de los puestos de acarajé más famosos de la ciudad, el da dinha. No sería mala idea aprovechar para probar esta especie de torta de masa de frijol frita en aceite de palma que se rellena de un guiso a base de camarón seco. No es un plato ligero, en ningún sentido, por lo que puede ser buena idea compartirlo entre varios. 

Aunque las playas más famosas del país se encuentran muy cerca de esta ciudad, quien la visite y no quiera quedarse sin la experiencia de la playa puede ir al Farol de Barra. Entre el Farol y el Morro de Cristo, la arena se extiende a lo largo del mar y los locales y viajeros se instalan aquí para pasar el día consumiendo todo tipo de comidas típicas, desde helados hasta cubitos de queso asado. Sentarse en lo alto del malecón, al atardecer, a ver la vida pasar delante es una de esas estampas de la ciudad que se le quedan a uno grabadas para siempre.

Cuarta parada, Brasilia

Muchos brasileños se sorprenden cuando los viajeros incluyen Brasilia en sus itinerarios: una capital artificial, en el medio del país, sin mayor atractivo. Pero quien sea amante de la arquitectura sabe que éste es el mayor ejercicio de urbanismo arquitectónico de la historia: una capital que nació de la nada y que tomó forma en poco menos de cuatro años gracias al genio de Oscar Niemeyer. La locura fue idea de Juscelino Kubitschek, cuyos restos reposan aquí, en un bizarro mausoleo que recuerda al escenario de una película de ciencia ficción. El resultado es una impresionante maqueta viva, funcional y hermosa al mismo tiempo.

Kubitschek, quien era originario de Minas Gerais, durante la época en que fue gobernador ya había trabajado en una versión “miniatura”, con la que Neimeyer y él se habían medido: el complejo de Pampulha en Belo Horizonte. “Pampulha fue el inicio de Brasilia, los mismos problemas, las mismas prisas, el mismo entusiasmo, y su éxito influyó sin duda en la determinación de JK de construir una nueva capital”, decía Neimeyer. Las obras, que se iniciaron en 1956, culminaron con el traslado de la capital, de Río a Brasilia, en 1960, y todavía hoy, más de 60 años después, el plan urbano sigue sorprendiendo a quien llega hasta aquí.

Brasilia, capital y sede del gobierno brasileño, construida a mediados del siglo XX a partir de los planes del urbanista Lúcio Costa y el arquitecto Oscar Niemeyer.
Brasilia, capital y sede del gobierno brasileño, construida a mediados del siglo XX a partir de los planes del urbanista Lúcio Costa y el arquitecto Oscar Niemeyer.

La ciudad está dividida en dos asas, norte y sur, que funcionan con un sistema de supercuadras que sigue vigente con bastante éxito. Un lado y otro están unidos por un eje monumental, hogar de los poderes de la nación. Aquí se encuentra el Senado, la Cámara de los Diputados, el Palacio de Justicia, el Palacio de Itamaraty (que equivale a Relaciones Exteriores), el Planalto (hogar del Poder Ejecutivo) y la Explanada de los Ministerios: Salud, Educación, Minería, etcétera. 

Aunque el trazo de la ciudad es muy sencillo y caminarla es realmente intuitivo, las distancias son tamaño Brasil, es decir, gigantescas. Sólo los valientes intentarían recorrer el eje monumental, por ejemplo, con el rayo del sol a todo volumen. Lo ideal es anotarse en un tour, de un par de horas, que lleva a conocer los puntos más importantes, empezando por el galáctico Memorial JK y luego por la original construcción del Santuario Don Bosco, la Catedral y la zona del eje monumental hasta llegar a la Plaza de los Tres Poderes. Fuera del recorrido queda el Palacio de la Alborada, donde vive el presidente, a un lado del lago Paranoá. Cada una de las construcciones, todas diseñadas por Niemeyer, es una verdadera escultura arquitectónica: odas al concreto que enmarcan el horizonte interminable que parece rodear la ciudad.

Para quedarse, obviamente, habría que elegir una opción arquitectónica también. Podría ser el primer hotel de la ciudad, muy cerca del Palacio de la Alborada, con un diseño simple y minimalista de ese mismo arquitecto que están pensando. Una alternativa más reciente es el Hotel B, con un espectacular lobby que comparte con el restaurante y una terraza con alberca, que en los días de sol es el mejor refugio después de un día de turistear. 

Entre las recomendaciones para hacer en Brasilia: asomarse al Museo Nacional de la República, ir a la Orla JK y disfrutar las vistas del puente del mismo nombre desde la orilla, recorrer alguna supercuadra para entender el funcionamiento de la ciudad, conocer la Igrejinha en la Asa Sur, subir a lo alto de la Torre de TV y, si todavía hay tiempo, visitar la zona de embajadas, muchas de las cuales estuvieron a cargo de grandes arquitectos (la de México es de Teodoro González de León).

Quinta y última, São Paulo

De esta ruta, sin duda, el destino más difícil de desentrañar es São Paulo (y también mi favorito). Ni el encanto de Río, ni la historia de Salvador, ni la hazaña de Brasilia ni el espectáculo de Iguazú. São Paulo es, en apariencia, una auténtica jungla de concreto. Sus altísimos edificios se extienden hacia ambos lados de Avenida Paulista, el punto más alto de la ciudad. El concreto y la vegetación parecen estar en una constante competencia por comerse todo lo que encuentran a su paso, con gigantescos árboles de caucho cuyas raíces parecieran brotar del pavimento. Los rascacielos se elevan muchas veces cubiertos de pichação, una particular forma de grafiti que nació aquí mismo y se caracteriza por las letras ilegibles en sitios inverosímiles. Sí, ésta no es una ciudad sencilla y justamente por esa misma razón muchos viajeros la evitan. Sin embargo, la riqueza cultural de la capital económica de Brasil no tiene rival en América Latina.

El emblemático edificio Copan, construido a mediados del siglo XX.
El emblemático edificio Copan, construido a mediados del siglo XX.

¿Por dónde empezar la ruta? Tal vez en la misma Avenida Paulista, donde descansa sobre cuatro pilares de concreto rojos el MASP (Museo de Arte de São Paulo), obra de la arquitecta italiana Lina Bo Bardi. El museo alberga la colección de arte más completa del Latinoamérica, con obras que van de Botticelli hasta Modigliani, pasando por Velázquez y Cézanne. Además de lo completo de la colección permanente, también sorprende la museografía, ya que los cuadros están suspendidos en el aire con un ingenioso sistema, es decir, no hay una sola pared en la única nave de exhibición. En la misma avenida, y obra de los arquitectos de Andrade Morettin, el Instituto Moreira Salles es otro sitio predilecto. Dedicado a la fotografía, el ims ofrece muestras de muchísima calidad que combinan bien con una escala técnica en su hermosa librería/café (o para una generosa comida en Balaio, del famoso chef Rodrigo Oliveira). 

En el mero centro de la ciudad, una de las zonas más conflictivas hoy día, se encuentra la Pinacoteca del Estado, con una espectacular remodelación a cargo de Paulo Mendes da Rochaque y que, además de la colección permanente, suele ofrecer importantes muestras itinerantes. Del otro lado del parque que rodea el museo se encuentra la nueva ala, Pina Contemporánea, con una propuesta más alternativa en las muestras y, justo enfrente, está el Museo de la Lengua Portuguesa, a un costado de la Estación Luz. 

El otro polo cultural es el complejo de Ibirapuera, el pulmón verde de la urbe, a un lado del elegante barrio de Jardims, el más noble de la ciudad. Diseñado, una vez más, por el gran Oscar Niemeyer, el parque contiene también el edificio de la Bienal, el Museo Afro Brasil, el Museo de Arte Moderno y el Museo de Arte Contemporáneo, además de otros edificios, como un planetario, el Pabellón Japonés o la Escuela Municipal de Astrofísica. El gigantesco centro cultural suele llenarse desde el amanecer, cuando los corredores y deportistas toman sus avenidas desde muy temprano. A lo largo del día, y especialmente los fines de semana, el parque se convierte en una verdadera fiesta. Es del todo factible pensar en pasarse un día entero entre museos, paseos y restaurantes (Vista, en lo más alto del MAC, es la recomendación que nunca falla). 

El SESC Pompéia, diseñado por la arquitecta Lina Bo Bardi en el barrio de Perdizes.
El SESC Pompéia, diseñado por la arquitecta Lina Bo Bardi en el barrio de Perdizes.

Eso nos lleva al segundo tema paulista fundamental, la comida, reflejo indudable de la herencia cultural detrás del pueblo brasileño. Si tuviéramos que seleccionar los highlights de la ciudad, podríamos empezar por una reserva con mucha anticipación en la ya mítica Casa do Porco, un restaurante enfocado en una sola proteína y que es divertido y propositivo al mismo tiempo. Mani, de la chef Helena Rizzo, ofrece una versión de cocina brasileña refinada que no debería faltar, mientras que la hoy mejor chef del mundo según 50 Best, Janaína Torres, ofrece su aproximación, más relajada y citadina, en Dona Onca, dentro de las curvas del edificio Copan. Alex Atala sigue haciendo de las suyas en DOM, pero tal vez sea mejor acercarse a una versión más relajada de su cocina en Dalva e Dito. Y está Mocotó, de Rodrigo Oliveira, uno de los grandes exponentes de la gastronomía nordestina. Están también todos los locales asiáticos –Aizomé, Kotori o Shin Zushi– o los de influencia italiana –las pastas de Tássia Magalhães en Nelita son una verdadera obra de arte–. Komah, uno de los restaurantes de influencia coreana más originales de la ciudad, se encuentra en Barra Funda, junto con cientos de clásicos como Lanches Estadão o Leiteria Ita. En la sección de botecos también hay fuertes contendientes, aunque mi absoluto favorito es bar Moela, en su sucursal de Santa Cecilia, seguido del Bar Bagaceira. La lista podría seguir, pero habrá que dejarlo para otra vez.

Y lo mismo sucede con todo lo que quedaría por ver. El original edificio del SESC Pompeia, también de Lina, igual que su Casa de Vidrio. Las tiendas de Oscar Freire –el espacio Havaianas, Osklen y Granados, mis consentidas–, el Mercado Municipal y la zona del centro, con el Centro Cultural del Banco de Brasil y el primer rascacielos de la ciudad, hoy ocupado por el Banco Santander.

Pero esto es apenas una probada de Brasil y sin duda no cabe en un par de páginas. Que sirva para abrir el apetito, a manera de introducción, con uno de los países más maravillosos de este planeta.

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