La expectativa fue creciendo con cada vuelo. Desde Ciudad de México hasta Panamá, con los barquitos que esperaban en el horizonte para entrar al canal. Desde Panamá hasta Santa Cruz de la Sierra, atravesando Colombia y los Andes, y adentrándonos en la Amazonía por Perú. Alcanzamos Santa Cruz cuando ya había caído la noche. Un par de horas para descansar y luego seguimos en la madrugada hasta Cochabamba, enclavada en un valle rodeado de montañas. Finalmente salimos para Uyuni y me aferré a mi ventana, buscando el salar en el horizonte.
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Con 10,500 kilómetros cuadrados, el salar de Uyuni es el más extenso del planeta y también el que se encuentra a mayor altitud: la inmensa planicie de sal descansa a 3,650 metros sobre el nivel del mar. Hay algo más, Uyuni podría ser también la mayor reserva de litio del mundo: según datos de la NASA, hay unos 21 millones de toneladas de litio aquí –lo que convertiría este yacimiento en algo tan valioso como el petróleo de Arabia Saudita, por ponerlo en perspectiva–. Pero nada de esto es obvio al acercarse desde el aire a uno de los parajes naturales más atípicos del continente.
Regresando a mi ventanilla, de pronto, en medio de un paisaje desértico, apareció al fondo una mancha blanca que, a no ser por algunas formas de tonos turquesa, me hubiera hecho pensar en la nieve. Conforme nos acercamos, el blanco fue tomando forma, o tal vez debería decir adquiriendo texturas, y los azules adoptaron distintos matices. Sólo un paisaje de los polos podría ser parecido.
El aeropuerto La Joya Andina es aparentemente sencillo y pequeño, pero la realidad es que hasta él llega todo tipo de vuelos nacionales e internacionales; el salar, por sus características tan particulares, atrae a los más diversos personajes. Desde los turistas japoneses –que hasta hace poco eran los que más lo visitaban– hasta los científicos que vienen aquí para calibrar satélites, pues la superficie altamente reflejante y lisa es ideal para ello.
Luego de aterrizar nos dirigimos hacia la primera parada, el cementerio de trenes. Ésta fue una zona de mucha minería porque las líneas del ferrocarril tuvieron un papel muy importante en la economía local.
De hecho, Potosí se encuentra a poco más de tres horas en coche, con su famoso cerro Rico, alguna vez fue la mina de plata más grande del mundo. Con la Guerra del Pacífico, y la subsecuente firma del Tratado de Paz en 1904, Bolivia renunció a su salida al mar y estas líneas ferroviarias fueron cayendo en desuso.
En el cementerio quedan los restos de los trenes como recuerdos de un pasado fantasma que va muy bien en un paisaje desértico y desolado: es como escena de Mad Max. Los viajeros trepan entre los restos oxidados que sirven de fondo para todo tipo de fotos, más o menos artísticas. Hay un clima extremo: por un lado, el sol brilla y quema, pero el viento se siente frío. Ante la duda, es mejor cubrirse y evitar quemarse.
Seguimos para comer en Tika, en Uyuni, una población con casi 30,000 habitantes que se ubica en una de las orillas del salar. Y mientras algunos empiezan a sufrir los efectos del mal de altura –no tardan en salir las famosas pastillas Sorojchi–, otros nos entregamos a la kalapurka, una sopa espesa de harina de maíz, papa, ají y carne que lleva en ella unas piedras ardientes que le dan la temperatura adecuada. La consistencia y el sabor son justo lo que el cuerpo necesita para adecuarse a la altitud y recuperar las energías después de tantas horas de viaje.
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El Salar de Uyuni no fue siempre un destino turístico. De hecho, hasta hace relativamente poco, no llegaba aquí ningún viajero. Apenas en 1984, Juan Gabriel Quesada, un hombre de espíritu aventurero y muy visionario, atravesó el salar y pensó al verlo que podría ser una buena atracción turística. Así comenzó la historia entre la familia Quesada y el salar.
Hoy, sus hijos Lucía y Juan Gabriel se encargan de gestionar un espectacular hotel, El Palacio de Sal, ubicado cerca de Colchani, un pueblito al borde del salar que funciona como puerta de entrada al mismo. Esta estructura de sal es la cristalización del sueño del padre cuya compañía, Hidalgo Tours, fue pionera en el desarrollo turístico del salar y de toda la región de Potosí.
Después del almuerzo hacemos una parada en Colchani para visitar una fábrica de sal y comprar algunas artesanías. Aquí, nuestro guía Jorge nos explica el proceso que lleva la sal hasta la mesa, pero también nos cuenta un poco sobre el origen del salar.
Dos lagos prehistóricos, el Minchin y el Tauca, dieron origen a esta formación después de haberse secado, lo que provocó una concentración de sales y minerales que quedaron atrapados en la cuenca.
El salar tiene una profundidad de unos 120 metros y es en realidad una mezcla de salmuera y barro que se superpone en 11 capas distintas, que van desde uno hasta 10 metros. Además de la sal más superficial, las capas más profundas pueden extraerse en forma de bloques que luego se utilizan, como es el caso del hotel, como ladrillos de construcción.
Llegamos a El Palacio de Sal casi con el atardecer: un espectáculo que disfrutamos desde el hotel, cerveza Huari en mano, con una interminable paleta de rojos en el horizonte, mientras el cansancio de la primera jornada se deja sentir en el cuerpo. El spa y la alberca cubierta, pero con vistas hacia el salar, son el cierre perfecto de una jornada intensa.
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No es lo mismo visitar el salar en invierno que en verano, en época de lluvias o de secas. Cada temporada ofrece atractivos distintos, así, los que llegan al salar cuando hay lluvias pueden gozar el espectacular efecto de espejo que produce el agua; la desventaja es que durante esta temporada no es posible visitar algunas de las islas en el centro del salar, pues es sencillamente imposible alcanzarlas.
Nosotros llegamos cuando había dejado de llover, pero quedaba todavía ese espejo de agua tan codiciado, lo que nos regaló cielos imposiblemente azules y despejados, y un efecto de espejo literalmente deslumbrante (venir aquí sin protector solar y lentes obscuros es algo impracticable).
El segundo día despertamos emocionados por entrar al salar y admirar el espectáculo visual. Hidalgo Tours tiene vehículos especiales que resisten la salinidad que se va a pegando a la carrocería, y que de otra manera carcomería el metal.
No hay caminos ni señales; es un gigantesco mar blanco en el que solamente un experto podría encontrar el rumbo. En nuestra primera parada bajamos en una zona que está casi por completo seca y es ideal para tomar fotos y hacer juegos de perspectivas.
Mientras unos se entretienen con drones y teléfonos, me alejo un poco del grupo para intentar dimensionar el paisaje. No importa si camino mucho o poco, si intento no mirar atrás y fijarme en el horizonte desierto, hay algo en el salar que hace que uno pierda la proporción y el rumbo. El blanco infinito se confunde con el horizonte azul y se funde con él, creando un extraño efecto que recuerda a un mar congelado.
Para la comida nos movemos a otra parte del salar, donde una capa de unos 10 centímetros de agua lo cubre todo. La panorámica aquí tiene más juego de colores y el efecto del agua y el cielo reflejados en el espejo blanco va cambiando a lo largo del día.
Además, hay una mesa puesta ahí, en medio de la nada, para un Apthapi: una celebración colectiva aimara en la que cada invitado trae un platillo para el resto de los invitados, buscando no sólo contribuir sino aportar su conocimiento y compartirlo.
En este caso, la mesa está llena de platos tradicionales: carne de llama, quinoa, además de todo tipo de tubérculos y papas. Sentados a la mesa, con el agua apenas cubriendo el salar, muchos sucumbimos a la tentación de descalzarnos y así pasamos la tarde, disfrutando la vista, la plática y con los pies apenas sumergidos en el más espectacular exfoliante natural.
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Son 10,000 bloques de adobe de sal, como los que conforman el hotel El Palacio de Sal, acomodados en forma de escalera, en medio de la nada. Es una obra de Gastón Ugalde, un artista contemporáneo boliviano que creó esta pieza llamada Escalera al cielo y que fascina a todo el mundo por el extraño efecto que causa subir sus peldaños en el paisaje del salar.
Hasta allá vamos en la tarde, para recorrerla, subirla y bajarla, admirarla desde un lado y otro. Y después nos entregamos al atardecer, otro de los momentos fantásticos, con un despliegue de colores tan intensos que nada parece real: morados, naranjas, negros y amarillos, todos fundidos en una paleta que recuerda a los cuadros de Edvard Munch.
Hay mucho más para ver en los alrededores del salar: la isla Incahuasi, con sus gigantescos cactus de más de 10 metros de altura, situada en medio del salar, o asomarse a los géiseres y los ojos de agua, donde se puede apreciar el sistema de ríos subterráneos que se esconde debajo del mismo. Pero las distancias dentro del salar son grandes y bordearlo puede tomar más de un día. Por eso lo ideal es tener al menos tres jornadas para explorarlo con calma.
Hay algo más que considerar: Uyuni es un complemento perfecto de una ruta más extensa. Entre las opciones se puede explorar Sucre y Potosí, dos ricas ciudades coloniales con mucha historia y que se encuentran relativamente cerca, o extender el viaje hacia Chile, al desierto de Atacama, y aprovechar para atravesar la zona de las lagunas de colores, otro espectáculo natural que vale mucho la pena.
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El último día de nuestra expedición nos toca madrugar, pues así como el atardecer ofrece un panorama único, la salida del sol tiene también lo suyo. Dejamos atrás El Palacio de Sal cuando todavía es noche cerrada, mientras nuestros guías se adentran en el salar, guiándose por quién sabe cuál sexto sentido.
Paramos en medio del salar –en realidad, apenas un extremo de éste; para llegar a la mitad tendríamos que conducir por horas– y al bajar de las camionetas nos sorprende un frío polar. Aún no hay indicios del sol y nadie quiere enfrentarse al frío. Cuando empieza a clarear, no queda más que armarse de valor y enfrentarse a la madrugada.
Los primeros rayos producen de pronto una explosión de colores: un anaranjado intenso se extiende por el horizonte, duplicado por el espejo de agua. La mañana está un poco nublada y eso hace que el cielo también vaya tomando distintas tonalidades. En un par de minutos, lo que era naranja se convierte en un amarillo claro y los tonos del cielo se tornan morados. Es lo más parecido a estar dentro de un cuadro impresionista, perdidos entre las gamas del color.
Ya nadie se acuerda del frío, entonces Jorge, nuestro guía, empieza a repartir vasos con chocolate caliente que acompañan muy bien la salida del sol. Nos quedamos ahí hasta que el espectáculo principal concluye, aunque en la programación regular continúa la belleza del salar, a cualquier hora.
El viaje concluye y el salar se queda en la memoria como una especie de sueño. Uno vuelve a ver las fotos, pero la imagen no corresponde con la realidad. Sí, la foto parece increíble, pero no logra captar la magnitud del salar. Lo decía al principio, no hay palabras para explicar un lugar como éste. Tampoco fotos ni videos para captarlo. Toca venir y experimentarlo y guardarlo y volver a ese recuerdo medio fantasioso de haber estado ahí.