Alaska: esencias de la última frontera
Evocar esta región nos hace pensar en aventuras, en naturaleza, en hacer una última parada.
POR: Redacción Travesías
Un recorrido físico e histórico por el septentrión americano, con todo y su Fiebre del Oro, sus misioneros y algún animal salvaje que se cruza por el camino.
Alaska resucita siempre en el deshielo. Los inviernos son crueles y silenciosos. Después viene la primavera, los ríos se desperezan y la vida se desborda. Por eso, al llegar a Anchorage, la ciudad más grande de este estado en los confines de Estados Unidos, la urgencia de adentrarse en el interior abrasa: los bosques nos esperan.
Es el espíritu aventurero del visitante el que, como la aguja imantada de una brújula, siempre apunta al norte. Es en esa dirección donde en apenas unos kilómetros comienzan a desplegarse ante nuestros ojos los mismos paisajes que fabrica la imaginación antes de llegar a Alaska: un manto infinito de abedules, el reflejo del cielo en los cientos de lagos y un telón de fondo elevado y coronado por nieves perpetuas.
Y en mitad de ese delirio de la naturaleza, un hilo de asfalto que se abre paso entre la espesura. Es la George Parks Highway, 600 kilómetros de carretera mordidos por la naturaleza que finalizan en Fairbanks, la segunda ciudad más grande del estado. Al llegar allí, ya han pasado dos semanas desde que comenzara esta travesía en bicicleta por uno de los lugares más salvajes del planeta, y donde la épica resplandece muchos años después de que se escribiera la primera palabra de la historia del Gran Norte.
Para llegar a Talkeetna, la primera parada donde la existencia humana es perceptible, he dejado atrás la hilera de poblaciones más habitadas, Wasilla, Houston y Willow. A partir de aquí, y hasta nueva orden, los poblados se esparcirán más, su volumen disminuirá, el intervalo entre los automóviles se estirará y el zumbido de las avionetas se instalará en el cielo a modo de compañía.
Era una tarde plomiza al entrar en Talkeetna y el monte McKinley se ocultaba tras un cielo empachado de nubes que impedían ver el pico más alto de toda Norteamérica. En este lugar, 200 kilómetros al norte de Anchorage, los turistas llegan buscando experiencias en el aire: es el templo del montañismo.
Talkeetna apenas tiene una calle principal, pero está diseñada con mimo, algo que le debe su catalogación como National Historic Site. Escaladores del monte McKinley, pescadores de salmón, turistas que sobrevuelan los cielos del Parque Nacional Denali o excursiones en busca de osos abarrotan durante el día unas calles que se vacían al atardecer. Entonces la vida humana se recoge, cierran las tiendas y los pilotos de avionetas se arremolinan en torno al Fairview Inn, el local más popular. Es fácil distinguirlos: llevan gorra, pantalones texanos, abrigos de cuero y, a veces, gafas ahumadas. Una estética que los agrupa en un colectivo con gran peso en el estado.
Con más de 8 mil pilotos, Alaska es el territorio con mayor índice de profesionales de la aviación de Estados Unidos per cápita, triplicando al segundo estado, Florida. Pero a esto va unido el reverso de lo exótico: también es el estado líder en el índice de frecuencia de siniestros. El duro invierno, los cambios repentinos del tiempo y los terrenos mal acondicionados propician situaciones al límite que a veces, muchas veces, acaban en catástrofe.
En esos días de principios de verano, los pilotos revolotean en tierra, en el aeródromo de la ciudad, en los talleres, en las oficinas, en las pistas, pero arrancarles anécdotas comprometidas de su oficio no resulta fácil. En Talkeetna los rumores se cotizan caros, así que la mejor respuesta es el silencio: las historias de situaciones al límite tienen más valor si se guardan.
Un estado salvaje
Cuando llegué empapado al Parque Denali, llevaba en las piernas más de 450 kilómetros y ya me había acostumbrado a pedalear sin apenas ver población, a experimentar el silencio y discurrir, lentamente, en una carretera encajada en mitad de la naturaleza.
Alaska es una inmensa llanura con una piel verde, la tundra subártica: es la cuna de los mosquitos, pero también el hogar de los 100 mil osos, de los lobos, de los alces, de las cabras, de las águilas calvas. Y, claro está, de 700 mil personas que se reparten en un millón y medio de kilómetros cuadrados. Una distribución que hace de este lugar uno de los más deshabitados del planeta.
La vida en torno a la carretera principal hasta la entrada del parque no está domesticada. También hay lobos, osos y alces. Así como cualquier pálpito de vida salvaje que no esté sometida a ninguna ley de fronteras. Porque en este extremo de América lo primero en lo que se hace hincapié −de manera exagerada− es en el riesgo de la fauna, aunque el viajero, después de contener la respiración muchos días, comprobará que ese temor inyectado no es más que la lírica propia de la última frontera.
En el interior de esta extensión inmensa, donde el monte McKinley se alza como el rey del entorno, apenas se percibe el latido humano: los vehículos privados sólo están permitidos en el primer tercio de una carretera de 150 kilómetros que rasga el oeste hasta Kantishna. Seis campamentos repartidos a lo largo de esta vía acogen a las caravanas y tiendas de campaña que se adentran en el entorno. Pero la soledad, el eco de los ríos y las fogatas mezcladas con lluvia que calientan noches no tan oscuras dan al parque −de 24 mil kilómetros cuadrados− un carácter poco civilizado.
A falta de compañía, levanté mi tienda en el campamento Teklanika River, a las orillas del arroyo del mismo nombre. Rodeado de grandes casas con ruedas y una temperatura impropia del templado verano que arranca a los mosquitos de las ciénagas, mi estancia se prolongó tres días que comenzaron con las explicaciones de una ranger del parque sobre las especies de aves, peces y mamíferos que habitan estas tierras. Y sobre las precauciones necesarias ante su presencia.
En Alaska todo es elefantiásico: las fantasías, las extensiones, los ríos. Al salir de Denali −rodeado por una alfombra ondulante, un camino de piedra, decenas de ríos y una cadena de montañas− intuí que el río Nenana también pertenecía a esa categoría casi mitológica, así que seguí su curso, paralelo a la carretera.
Guiado por esa combinación de surcos, llegué al pequeño poblado de Nenana, donde conocí a Brandom Afcam en su lanchón metálico con el que había llegado procedente de Alakanuk, rozando el mar de Bering. De ojos rasgados y un espíritu tranquilo, Brandom me contó el propósito del viaje que le había llevado hasta el corazón de Alaska navegando río arriba.
Como los exploradores del siglo XIX, había recorrido más de mil 500 kilómetros con Chikigak, su prometida, para conocer su propia tierra. Ambos son Yupik, un grupo de esquimales que habitan la costa desdentada del mar de Bering.
Su embarcación, de unos cuatro metros de eslora, era también la embarcación con la que pesca salmones y vende a una distribuidora en los alrededores de Alakanuk. Pero esta vez, además de viajar, iba a recolectar troncos de árboles para construir una nueva casa.
Alaska tiene contradicciones de tierra moderna, rebosante en recursos, pero con una cultura ancestral, tallada por el tiempo y el empeño por sobrevivir a los azotes del invierno. Fuera de las tres principales ciudades −Juneau, Anchorage y Fairbanks− y a falta de calefacción y de cemento, fuego y tablones de madera componen la estética de gran parte del territorio. Y esa arquitectura de inmensos troncos de árbol enredados entre sí, armará el futuro hogar de esta pareja de los confines del mapamundi.
Le pregunté a Brandom si conocía al jesuita español Segundo Llorente, de quien llevaba en la cabeza algún fragmento de sus diarios y artículos que escribió en los 40 años que vivió en esas latitudes. Se-gun-do, pronunciaba él repetidamente, confirmando que sí le conocía. Tampoco es de extrañar: el sacerdote vivía allí cuando fue elegido diputado a la Cámara de Representantes en 1959, el año en que Alaska se convirtió en el estado 49 de los Estados Unidos.
El misionero había llegado a Alaska en 1935 y, a punto de partir hacia el delta del río Yukón, donde pasaría largas temporadas de manera intermitente, trabajó en la alfabetización de los esquimales. Finalmente, el religioso vivió en Alaska 40 años; una aventura que comenzó en Fairbanks cuando otro misionero, al despedirse de él, le advirtió: “No diga usted a nadie que ha estado en Alaska. La verdadera Alaska la va a ver usted a las 24 horas de salir de Fairbanks”.
Hasta la incorporación de Alaska como estado de pleno derecho en 1959, la región era lo más parecido a una llanura desolada, asfixiada en el invierno y encharcada por el deshielo en el verano. Los escritos del misionero, abundantes y apasionados en una tierra de pobladores analfabetos, retratan un paisaje de esquimales que no conocían ni siquiera la edad que tenían. “Hoy en día conviene poseer esos conocimientos elementales si han de participar en los privilegios de la civilización”, escribió Llorente.
Como los Yupik y los Atabascanos, la inmensa mayoría de habitantes de Alaska siempre fueron nativos. Los Inuit, Aleut, Eyak, Tlingit, Haida o los Tsimshian configuran mayoritariamente una población que en los inicios del siglo XX apenas superaba las 60 mil personas: un auténtico desierto donde la única ley existente era la de la supervivencia. Hoy, más de la mitad de los nativos −muchos ya occidentalizados, algunos integrados, otros marginados− siguen viviendo en una economía de subsistencia.
Piruetas de la historia
Alaska pasó inadvertida muchos siglos hasta que llegó la época de las exploraciones y la carrera entre potencias. Inglaterra y España surcaron estas latitudes sin demasiado interés, por lo que fue Rusia quien colonizó una tierra que a nadie le había importado hasta entonces.
El danés Vito Bering, al servicio de Rusia, dio con esta península congelada sobre el estrecho que tomaría su apellido. En el año 1728 había llegado a la isla de San Lorenzo y había descubierto el estrecho marítimo entre Rusia y América: el estrecho de Bering.
En tantos siglos de aislamiento, los nativos vivieron al margen de la vida occidental. En 1867 Rusia vendió el territorio a Estados Unidos, cobrando el equivalente a siete millones de euros por un territorio que doblaba a Texas en superficie. A los comerciantes rusos les gustaba el marfil de morsa, del que lograban algún beneficio. Pero su explotación extinguió el negocio y Alaska tan sólo era una superficie plagada de otras bestias. Alejandro II quizá supo que perdía la riqueza de varias culturas aborígenes, pero ignoró que traspasaba unas entrañas preñadas de oro y un mar rebosante de petróleo.
Una secuencia de diferentes tipos de habitantes −nativos, exploradores, buscadores de oro, civiles− ha formado un espíritu difícil de entender. También los religiosos llegaron a Alaska; el primero lo hizo en 1862. Hasta la entrada de la región como estado de pleno derecho en 1959 en la Unión, las misiones llenaron un vacío que la administración no cubría. Entre esas dos fechas había sucedido algo que hizo aumentar la presencia de misioneros para auxiliar a una nueva raza de hombres que llegaba al norte: los cazadores de fortunas.
Después de varios días de cielos azules, llegué a Fairbanks envuelto en una ligera niebla. Los cerca de cien kilómetros del tramo final de la autopista George Parks trepan por las montañas para finalmente descender hasta una ciudad, la de las auroras boreales, que nació en 1901.
El Lavelle Young, un barco de vapor que había encallado en la zona, le sirvió a Elbridge Barnette para conocer esas coordenadas y, de paso, ser el primer humano en instalarse en lo que más tarde se llamaría Fairbanks. Este comerciante nacido en el estado de Ohio era uno de los buscavidas que se decidió a ir en busca del dorado metal.
La embarcación comenzó a vomitar humo y unos buscadores de oro de la zona se acercaron para ver qué sucedía. Allí encontraron a Barnette y al resto de la tripulación, entre los que se encontraba su esposa, y lo convencieron de que era un buen lugar para instalarse. Habían hallado algo, no mucho, de oro. Pero era algo. Al año siguiente se descubrió un gran yacimiento.
Aunque Fairbanks es la segunda ciudad de Alaska y alberga una importante base militar, las ciudades no son ajenas a la vida salvaje. Quizá sea a partir de ese punto, como le advirtieron al misionero, donde la naturaleza se desparrama con mayor intensidad.
Aún recuerdo un tablero del North Star Golf Club, en la misma ciudad de Fairbanks, que recordaba los animales avistados entre las calles. El último animal fue un alce, que pastaba cinco días atrás en el hoyo nueve. Tranquiliza saber que entre los visitantes de las pasadas semanas −liebres, linces, águilas o ratas almizcleras− no había ningún oso.
Si Fairbanks era la cima de una travesía en forma de montaña, Tok era la encrucijada perfecta llevada al papel. Allí me aprovisionaría para seguir camino. La Alaska Highway −rectas prohibidas, alces cruzando la carretera, horas sin rastro de nada− se encargó de llevarme hasta Tok, un antiguo campamento que comienza a anunciarse con pequeñas casas diseminadas.
Había pasado la noche en Dot Lake, una minúscula población donde el único indicio de vida se debía al hombre de la oficina de correos enfrente de cuya casa armé la tienda. También había una pequeña capilla, una laguna donde me di un chapuzón y, de vez en cuando, el ronquido de algún motor que atravesaba la carretera.
En una de las pocas tabernas de Tok, los viajeros se mezclaban con los habitantes locales, quienes rascaban continuamente boletos de lotería y pedían cervezas mientras pagaban con un montoncito de dólares bien dispuestos en la barra. El humo de tabaco nublaba el ambiente, pero nadie se daba por aludido. Claro que está prohibido fumar, me respondió el mesero, pero aquí no hay alcalde. Ese es el origen de Alaska: la pura anarquía.
Los aventureros del siglo XIX, comerciantes y buscadores de oro, llegaban en breves pero huracanados impulsos e imponían sus propias normas mucho antes de que la ley −la formal, la de los libretos y los jueces− alcanzara cada rincón donde nacían poblaciones y se constituían asambleas ciudadanas para gobernarse.
Sin embargo, el origen de Tok nos lleva a 1942, en plena ebullición de la Segunda Guerra Mundial, cuando se construyó la carretera que, a través de más de 2 400 kilómetros, conecta Alaska y Canadá. Una teoría extendida sostiene que comenzó siendo Tokyo Camp, pero se le cayeron las letras hasta quedarse en Tok, cuando germinó en Estados Unidos un sentimiento antijaponés por los ataques en el Pacífico.
Esta población atravesada por una carretera construida con urgencia es el centro de una mano donde cada dedo apunta a una dirección. El que yo elegí −por salvaje, solitario y legendario− es aquel que conecta Alaska con Canadá a través de la Taylor Highway primero y la Top of the World después. O lo que es lo mismo: internándome en la región del FortyMile, el origen de la Fiebre del Oro que más tarde explotaría a niveles míticos en el Klondike, un afluente del río Yukón.
Los tres anuncios del inicio de la Taylor Highway, a 20 kilómetros de Tok, insisten en que la carretera se cierra en invierno, que no existen trabajos de mantenimiento y que la frontera cierra la mitad de las horas del día.
Al disparatado entorno de inmensidad se le suma una carretera, a veces pavimentada, a veces en carne viva, que se retuerce por las montañas y supone para las piernas lo mismo que un trabalenguas para nuestras palabras: desesperación. Pero −y es ahí donde aparece la justificación del viaje− la cabeza equilibra con razones lo que la bicicleta con su peso y el camino con su insistencia ondulante parece que se empeña en gritar: ¡Date la media vuelta!
Un pasado dorado
Los primeros buscadores de oro, tras esquilmar el metal encontrado en 1880 en Juneau, al sur de Alaska, se lanzaron más al norte a seguir implorando fortuna. Jack London consiguió llegar, aunque casi deja la vida en el intento.
Accedió por el sur, trepando el temible Chilkoot Pass para después continuar por el Lago Laberge, que tantos barcos tragó entonces; continuó por el río Yukon a lomos de una embarcación fabricada allí mismo con sus compañeros de viaje. Atravesó los Five Fingers, unos rápidos con una fama voraz. Y acabó embestido por el invierno a 100 kilómetros de Dawson City, así que tuvo que esperar el deshielo en una cabaña levantada por él. El primer reto era llegar con vida.
Un año después −con el escorbuto carcomiéndole la boca, apenas unas virutas de oro en el bolsillo pero un cargamento de historias en la cabeza que más tarde plasmaría en papel− saldría, ya escarmentado, navegando por el delta del Río Yukón, al mar de Bering.
Si hay un tema en común en toda su obra es el frío del invierno de 1897, ese cuyo resultado en el protagonista de Encender una hoguera “era una barba de cristal, del color y la solidez del ámbar, que crecía bajo su barbilla y que, si llegaba a caer, se quebraría, como un vidrio, en fragmentos”.
Históricamente, la entrada hacia el interior de Alaska había sido a través del puerto de Saint Michel, en el oeste, hasta que el Post-Intelligence, un periódico de Seattle, informó en su portada sobre la llegada de un barco a la ciudad que venía de Alaska. Era un día de julio de 1897: “¡Oro, oro, oro! 68 hombres ricos en el vapor Portland. ¡Montones de metal amarillo!”. Esta noticia marcó el inicio de una nueva ruta hacia el ombligo de Alaska por el sur, como hizo Jack London, con el Chilkoot Pass como su primer obstáculo a vencer.
Era el inicio de la Fiebre del Oro, uno de los fenómenos de masas más sorprendentes de la humanidad y al que el escritor cargó de aliento literario: 100 mil personas de todo el mundo llegaron a estas latitudes en dos años con la esperanza de hacerse ricos. Un tercio llegó a la zona, muchos murieron helados o ahogados cuando sus frágiles embarcaciones naufragaron y sólo unos cuantos lograron el sueño de descubrir yacimientos y hacer fortuna.
Diez años antes de aquel delirio, en la región de Fortymile ya se había hallado oro. De entre los miles de aventureros que navegaron a contracorriente desde el oeste para alcanzar esta zona próxima al Círculo Polar Ártico, hubo tres que marcaron el devenir de los siguientes años. Desde su fortaleza de Fort Reliance salieron husmeando el metal, que encontraron en un río cercano. De este modo se ubicó en los mapas el recién bautizado río Fortymile, cuya etimología lo decía todo: a 40 millas del fuerte.
Al llegar a Chicken, un viejo campamento minero, hoy abandonado, me sorprendió la polvareda que soltaban las autocaravanas y las camionetas de viajeros que hacen escala en los dos parques de caravanas que hoy existen, ya que en las inmediaciones existe una amplia red de concesiones, explotadas por decenas de personas que aún rastrean en los lechos de los ríos y en el vientre de las montañas.
La intensidad del trabajo, la capacidad de las máquinas y el azar, sobre todo el azar, decidirán si se volverán a su casa con algunos miles de dólares o con una frustración monumental.
A los nuevos buscadores de oro les mueve la fantasía. Vienen de todos los estados del resto del país. Preparan la camioneta, que arrastra una caravana y que a su vez engancha un remolque donde en ocasiones portan una pequeña barca para acceder a los lugares más remotos. Y siempre llevan una pequeña draga que lavará −verbo mágico− la tierra. Con esta maquinaria, después de varios días atravesando su país y Canadá, se instalan varias semanas en las zonas en las que tienen derecho a explorar.
Las concesiones mineras más importantes, en las que destripan montañas enteras, requieren de una mayor maquinaria e inversión, por lo que no es raro ver grandes compañías explotando el entorno.
Este pequeño pueblo nacido gracias a la ya caduca historia del oro, hoy es un campamento de acogida con demasiado pasado y algo de presente. Las historias hierven, y esta raza de hombres −rara vez se vez mujeres− reparte el tiempo entre sus prospecciones y el único salón de este pequeño poblado de diez habitantes que en los meses de verano multiplica su población.
Un tipo que conocí en el único salón de Chicken gestionaba una mina con tres empleados. Se mostró huraño y esquivo, como si no quisiera revelar un secreto, algo que contrasta con el entusiasmo del pueblo alaskeño, acogedor y amable. Y con el pasado, porque una de las normas no escritas en los tiempos dorados del oro era comunicar los descubrimientos y dejar abiertas las cabañas para que el probable explorador tuviera un lugar donde pasar la noche.
Pierre Berton, autor del clásico La fiebre del Klondike, escribió que el único lazo común en la región del Fortymile “era la mutua soledad”, algo que sin duda ha esculpido un carácter único. Eddy era diferente, ya que a orillas del río South Fork, entre torbellinos de mosquitos que arrasan con cualquier superficie de piel al descubierto, me explicó todo cuanto quise saber: los 100 mil dólares que consigue cada verano en el cuarto de milla de una concesión por la que pagó unos 6 mil dólares a otra persona.
Trabaja, envuelto en un traje de neopreno, unas ocho horas diarias con la cabeza hundida en el río, introduciendo insistentemente la grava del lecho en la tubería conectada a una draga portátil, que flota en mitad del río y limpia cada dos horas. Al final de la jornada, hace recuento.
Esta combinación de escenas se repiten en el laberinto de ríos de los alrededores de Chicken. Una extraña mezcla de auténticos buscadores de oro, muchos de ellos agrupados en asociaciones, con turistas que atraviesan este tajo en mitad de las montañas. La celebración del Día de la Independencia, el 4 de julio, con festejos que se cuelan hasta la madrugada, es un símbolo que rebosa el significado de una tierra minera.
Al detenido ritmo de esta desolada tierra, cuajada de leyendas y alguna población abandonada en la Top of the World, como más rápido se llega es a través de su historia: los estereotipos, en Alaska, suelen cumplirse. Los mineros, los patrones, los aventureros y las poquísimas personas que viven todo el año en el lugar al que, durante esos eternos meses de frío y silencio sólo se accede en avioneta, componen un lienzo que roza lo inverosímil.
Dos días después, tras pedalear toda la Top of the World, me encontré en el lugar exacto donde comenzó esta travesía, en el inicio de la leyenda. El río Yukón fluía imponente mientras Dawson City, en la otra orilla, mantenía el espíritu de ciudad levantada por los aventureros que colapsaron la zona en la estampida de 1897.
Atrás había quedado ese territorio intenso e inabarcable que el misionero Yetté, al ver la montaña de cuadernos que escribió durante tres décadas dedicadas al estudio de la historia de Alaska y sus misiones, dijo agotado: “Alaska es un manicomio sin guardas ni cerrojos, y yo ya no tengo humor para relatar gracias ni sandeces”.
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