El avión comienza a descender en Maun, la pequeña ciudad que marca el inicio del delta del Okavango. Dos rústicas casetas de madera señalan la oficina de migración. Como decorado, una foto tamaño natural del presidente Ian Khama junto a un póster que alerta sobre las zonas de malaria. De los 100 pasajeros que desembarcamos sólo dos utilizan la línea como residentes, el resto cargamos con una pinta de turistas más bien dramática: shorts color caqui, botas de explorador, chalecos con múltiples bolsitas. Mientras espero mi turno, odio en silencio el look, me rehúso a adoptarlo para los próximos días.
Una vez del otro lado, en la pequeña sala donde reciben a los viajeros, me encuentro con una veintena de personajes que sostienen cartelitos: es hora de reorganizar a los turistas y subirlos a la avioneta que los llevará a su destino. Una mujer sostiene mi nombre en letra de molde sobre un cartón con el logo de Orient-Express. Soy yo, hago una señal. En un abrir y cerrar de ojos estoy de nuevo haciendo una fila para pasar seguridad, que en Botswana no es otra cosa que un detector de metales y una viejísima máquina de rayos X. En la nueva sala de espera los pilotos van a buscar a sus pasajeros. Un chico joven y guapo aparece buscándome, se llama Kevin. Salimos del edificio y nos encaminamos hacia una Cessna de seis plazas. Estoy a punto de llegar a mi destino final. Cargo con más de 30 horas de vuelo: las primeras 11 de México a París, las siguientes ocho, de París a Doha, una tanda más de casi nueve desde Doha hasta Johannesburgo y un último tramo de dos horas desde Johannesburgo hasta Maun.Kevin despega y nos adentramos en el Okavango; el delta se hace notorio. Desde el aire se distinguen los brazos del río, se ven también manchas verdes que supongo que son islas. Hay otras zonas que parecen más secas. Veo a un grupo de elefantes pasear tranquilos allá abajo y empiezo a hacerme ideas sobre lo que me espera. El Okavango nace como río en Angola, pero en lugar de desembocar en el mar, recorre 1 000 kilómetros hasta aquí, donde termina alimentando uno de los desiertos más secos mundo, el Kalahari. El fenómeno altera no sólo el paisaje, sino la vida de todos: acá los leones, los elefantes y hasta algunos antílopes se han convertido en nadadores.Kevin aterriza en una pista de terracería, es el strip de Khwai. Las coordenadas exactas marcan 19 08 55.57 S – 23 48 00.66 E. Del avión bajan también Tumie y su hija. Ella trabaja en Khwai y trae consigo a su niña, que está de vacaciones y pasará una temporada con ella. No tarda en aparecer un camión verde oscuro —una Land Cruiser de Toyota— comandado por un sonriente caballero cuya dentadura blanca contrasta con el color negro de su piel. Es Sello. Oficialmente estoy de safari.
La pequeña aldea Babukakhwae
“En 50 minutos estaremos en el camp”, me dice Sello. Con mis 30 horas de viaje la amenaza de una hora más no me asusta. Esme, la hija de Tumie, me sonríe con complicidad. A los cinco minutos caigo en cuenta de la broma de Sello, estamos entrando a Khwai River Lodge, mi primera parada. En la construcción de madera que hace las veces de recepción y tienda de souvenirs nos recibe Phet, el gerente en turno. Antes de instalarme, Sello se despide. “¿Nos vemos a las tres?” Asiento con la cabeza (aunque no tengo claro a qué me estoy comprometiendo). Nos sentamos en el área común del hotel, un deck amplio y abierto que se extiende hacia el río. De pronto caigo en cuenta de que estoy en medio de la nada. Al fondo, dos elefantes se bañan cerca de la orilla. El gruñido de un hipopótamo se escucha desde el agua. Phet me explica en dos minutos mis responsabilidades. Tengo que estar lista para la hora del té, que aquí se sirve a las dos. Después del té es hora de salir, a the game, como se conoce comúnmente a la actividad de salir en busca de animales. La cena se sirve a las ocho. No puedo caminar sola por el camp de noche, siempre debo pedir que me acompañe un guía. En la madrugada, mi guía me despertará a las 5:30. La salida a the game es a las 6:30. El almuerzo se sirve a las 11. ¿Entendido?
Phet me lleva a mi cabaña. Es una casa de campaña pero parece una habitación de lujo. Las paredes de lona se levantan sobre un deck de madera. Tengo una espaciosa terraza con una hamaca para disfrutar de la vista del río. En el interior, aire acondicionado, una cama king size con dosel, baño y regadera, dentro y fuera, para refrescarse al aire libre. No sé qué es más extraño: pensar que estoy en Botswana o pensar que desde mi habitación con aire acondicionado puedo ver a los dos elefantes que siguen tomando un baño.
A la una regreso por mi propio pie a la estancia general del camp. Mientras voy caminando pienso en qué tipo de animales podría encontrarme por la noche. ¿Será qué es peligroso de verdad? Se me atraviesa una ardilla y me mira fijamente. No me huye. Intento tomarle una foto y me doy cuenta de lo ridículo de mi acto. En los safaris, la gente busca a los big five, no a las ardillas que uno podría encontrar en cualquier parque del mundo. Cuando llego al área común me encuentro con el resto del equipo, dos parejas de huéspedes: los angelinos y los sudafricanos. Me decido por la plática con las chicas que sirven el té, Wacky, Chef TT, Grace y Orah. Hablamos de cualquier cosa y nos reímos.
Sello aparece unos minutos antes de las dos. ¿Listos? Nos encaminamos hacia la 4×4. Hay tres filas de asientos: los estadounidenses se sientan en la primera, los sudafricanos en la última. Oficialmente, mi lugar es la fila de en medio. Salimos del camp y nos encaminamos a la Concesión. La entrada a Moremi Game Reserve se encuentra muy cerca, pero Sello me explica que prefiere recorrer la Concesión pues tiene más libertad de movimiento y no hay restricciones de horario. Yo de todas maneras no acabo de entender ni qué es una cosa ni qué es la otra.La Land Rover recorre lenta un camino árido. De pronto aparecen árboles y arbustos, pero se siente seco, ¿vamos a llegar a algún lado o esto de qué se trata? Pasan 10 minutos. Pasan 20. Sigo sin entender. Un grupo de jabalís cruza nuestro camino, intento tomar una foto. Seguimos y encontramos un impala. Nos detenemos. Detrás de los arbustos descubrimos que son al menos 20. Me impresiona lo hermoso del color del pelo, los majestuosos cuernos de los machos. Cuando se asustan salen corriendo y al brincar parecen mecerse en el aire.En una tarde aprendí de qué trata un safari. Estuvimos en la Concesión al menos hasta las siete. Vimos cebras y muchos más impalas. Vimos elefantes muy de cerca. Nos encontramos con un grupo de perros salvajes que se preparaba para la caza nocturna. En cada encuentro, Sello hallaba el mejor ángulo y apagaba la 4×4, entonces nosotros preparábamos la cámara y disparábamos. Cuando el coche se movía, como sin rumbo, mi mente divagaba. Mientras intentaba encontrar un animal escondido tras un árbol, mis pensamientos se iban lejos. Pero encontrar animales no es sencillo, la mayoría de las veces es un tronco que parece una cabeza, o una rama que parece una cola. “alt”, me dice Sello: animal looking thing. Parece que no soy ni la primera ni la última turista que no da una.Con el atardecer, Sello hace una parada en un ojo de agua. Mientras nos bajamos para estirar las piernas, Sello monta el bar. Un mesa plegable, un mantel y una hielera de la que iban apareciendo botellas. Whisky, vodka, brandy (muy popular entre los sudafricanos), ginebra, cervezas. Me gusta esta idea. Por primera vez tengo oportunidad de interrogar a mis compañeros que parecen relajarse con el aperitivo. La pareja de Johannesburgo nos explica sobre los safaris. Para ellos Kruger, el famoso parque nacional de Sudáfrica, es como ir a Cuernavaca. Son expertos, y no se sorprenden con nada. Pienso que debe ser aburrido ser ellos; yo, en cambio, estoy en el extremo opuesto, apenas una tarde de safari y todo me resulta nuevo y fascinante.De vuelta al camp es hora de cenar. Phet me acompaña en mi mesa. Hablamos de diamantes (la riqueza del país), pero también sobre esa vez que ganaron Miss Universo, en 1999. Hablamos de los sudafricanos y de cómo han cambiado las cosas en los últimos años. Me explica sobre la paz en Botswana, algo que es extraño en África. La plática es agradable y la comida, sorprendentemente buena (tomando en cuenta que estamos lejos de cualquier huerto o supermercado). Me voy a dormir agotada y contenta. A las 5:30, Sello tocará a mi puerta y tendré que salir de la cama para recibir la charola con café y pan dulce que traerá consigo.
La vida del bushmen
Durante los próximos días, mi rutina se repite. Despierto a las 5:30 de la mañana con el café que Sello lleva hasta mi elegante casa de campaña. A las 6:30 salimos al game drive. Paramos por café y galletas alrededor de las 8. A las 11 estamos de vuelta en el camp. El lunch se sirve a partir de esa hora. Hasta la hora del té y la salida de la tarde no hay mucho qué hacer. Aprovecho para leer y platicar con todo el mundo. Confieso que me resulta mucho más interesante hablar con el staff que escuchar la plática de mis compañeros: los estadounidenses están demasiado preocupados por el clima en Los Ángeles y los sudafricanos ya alcanzaron su nivel máximo de aburrimiento.
La última tarde en el game drive no encontramos mucho que ver. Los sudafricanos se aburren, los angelinos hablan del clima otra vez y mi cabeza se pierde en extrañas reflexiones mientras Sello intenta encontrar algo para que disparemos con nuestras cámaras. Pero de pronto, no sé ni cómo, llegamos debajo de un árbol sobre el cual un leopardo engulle un impala. Ya es tarde y está empezando a oscurecer. Y yo, de pronto, siento miedo. Hasta ahora no me había puesto a pensar en el riesgo, y de pronto me paralizo. Me asusto. Me doy cuenta de dónde estoy. Sé que estoy protegida y que mi guía sabe lo que hace, pero me siento fuera de lugar. El resto del grupo no parece pensar lo mismo que yo, están fascinados buscando distinguir al leopardo entre las ramas. Yo ya ni siquiera quiero moverme. De pronto siento una presencia, no allá arriba en el árbol, sino junto a mí. “Guys, I think there’s something here”, digo lo más bajito que puedo. Dos hienas miran atentas al leopardo, esperando que en algún momento deje caer al impala. Están a un metro y medio de nosotros y no parecen molestas por nuestra presencia. Yo, en cambio, no me siento nada cómoda. Esa noche, cuando regresamos al camp, pido un gin tonic doble. Mientras disuelvo el susto en mi ginebra, platico con Debbie, que también es manager del camp. Debbie solía trabajar para un banco en Sudáfrica, y un día decidió que había tenido suficiente de esa vida. Lo dejó todo y vino a the bush, como se llama a la vida en la naturaleza. Hasta hace poco trabajó para un camp de caza y ahora esta instalada aquí, entre Moremi y el río.
Xaxaba, la isla
Dejo Khwai y me despido de todos con auténtico cariño: me hicieron sentir en casa. Sello me lleva de vuelta al strip y esperamos a que llegue la avioneta que me llevará a mi siguiente parada. Cuando aterriza el pequeño aparatito y se acerca a nosotros, veo con gusto que el conductor es otra vez Kevin. Sonrío y tomo el asiento del copiloto. Serán tan sólo 15 minutos de trayecto hasta la isla Xaxaba.
De nuevo nos adentramos en el Okavango. Eagle Island se encuentra literalmente rodeado por los brazos del río, y todas las actividades en el camp giran en torno al agua. La pista está junto al camp, y cuando llego todo el staff está emocionado, y no es sólo por mí. Hoy es el día en que el empleado del mes llega como invitado especial para vivir un día como huésped. El acontecimiento es la excusa perfecta para para interrogar a todos sobre lo que harían si fueran ellos los suertudos.Mi guía en Eagle Island se llama John, es serio y bastante callado. Después del almuerzo, John empieza a preparar todo para la salida de la tarde, que esta vez, en lugar de coche, será en barco. El empleado del mes y su esposa se preparan también para salir, pero ellos harán pesca y van con otro guía. Me acomodo en la primera fila del barquito y partimos. La perspectiva desde el agua es muy distinta, y los personajes estelares son los hipopótamos. John hace volar la embarcación por lo canales mientras yo disfruto el aire y el sol de la tarde en la cara. De pronto, John señala hacia adelante, Kubu. Noto una burbuja gigante; pasamos por un lado, y entonces miro hacia atrás: un hipopótamo brinca del agua, enseña la mandíbula y desparece de nuevo. Durante el día, los gigantescos hipopótamos se quedan en el agua, no soportan el calor pero en la noche salen, por eso podemos pasear ahora.A John le gustan los pájaros, y en el camino va enseñándome los que descubre a nuestro paso. Trae consigo un libro, Birds of Southern Africa, y unos binoculares, y cuando ve un ave que no reconoce hace una parada, mira y revisa en su libro. Yo intento aprender los nombres y distinguir entre unos y otros, pero es inútil, son demasiados. Uno se me queda grabado, se llama little bee-eater (abejaruco chico), tiene una carita simpática, un antifaz en los ojos y todo el cuerpo cubierto de colores.
Pero hay más que pájaros e hipopótamos. Mira, red lechwe (antílope lechwe), me señala mi guía. Yo, entre el acento y el inglés, decido inventar mi propia interpretación para esta nueva variedad de antílopes, los llamo “red lichi”. Se parecen a los impalas, pero creo que tienen más pelo y son menos estilizados. John me explica que se encuentran siempre cerca del agua, pues son nadadores. Tampoco podían faltar los elefantes. En Botswana parecen estar en todas partes, y de hecho, me cuenta John, hay una sobrepoblación de estos gigantes, y eso es un problema porque destruyen todo a su paso. El ecosistema del Okavango es delicado y cada animal tiene una función en él. Los hipopótamos, por ejemplo, son los que han creado los canales por donde ahora nos movemos; sin ellos, la vegetación lo cubriría todo. Emprendemos la vuelta antes de que caiga la noche, porque los hipopótamos también son los responsables de ponerles más sustos a los humanos y no es prudente estar en el agua cuando salen por la noche.
En Eagle Island, las tardes se pasan en el Fish-Eagle Bar. Bajamos del bote y John me deposita en el bar donde hoy no habrá más huéspedes. Ked, que está atendiendo la barra, me sirve un gin tonic. Una cosa lleva a la otra y terminamos platicando por horas. Ked me cuenta que en Botswana la gente no se casa joven, para ella 27 o 30 es todavía muy pronto para casarse. Me cuenta también que su gran ilusión es que la reclute la gente de Disney. “¿Cómo?”, pregunto. Ked me explica que todos los años un equipo de Animal Kingdom viene a Maun para buscar gente que tenga experiencia en verdaderos safaris para llevarlos a Orlando a los no-tan-verdaderos safaris de Florida. “¿Tú conoces Orlando?, ¿cómo es?”, me pregunta. Le digo que sí, que estuve una vez pero que me gusta más Botswana, pero que creo que le gustaría. Tally, el gerente en turno, se une a la plática. De pronto ya es hora de cenar, y cuando llego al área común donde se sirven las comidas, el empleado del mes y su esposa casi están por irse a dormir.
En Eagle Island las cabañas se parecen bastante a las de Khwai. Tengo aire acondicionado y una gran cama con dosel. Desde mi terraza se ve el río y tengo una gran hamaca para tumbarme a disfrutar el paisaje. Pero aquí las noches tienen una banda sonora especial: son los hipopótamos que pasean junto a mi casita y aplastan a su paso la hierba crecida. John vendrá por mí a las seis para salir de nuevo a recorrer los canales del Okavango. No me queda otra que acostumbrarme a dormir con ese sonido de fondo.
Salgo con John a hacer una pequeña caminata en una de las islas. Vemos antílopes y pájaros, y por suerte no nos topamos con ningún elefante. De vuelta en el camp hay nuevos huéspedes. Ira y Bill son neoyorquinos y vienen llegando. Me divierte ver lo sorprendidos que están con todo. Ya llevo algunos días acá y había olvidado esa primera impresión. Como las actividades en este camp se limitan a las horas de sol, hay más tiempo libre, y los recién llegados y yo aprovechamos para darle rienda suelta a la plática. Un poco más tarde llega Isbjørn: él y Charlotte son los otros dos managers del hotel, pero estaban en Maun intentando ir al banco (algo que, según entiendo, no es nada fácil: les tomó dos días llegar a la ventanilla del único banco de la ciudad). Se nos pasan de nuevo las horas, conversando sobre cualquier asunto. Cenamos cerca de la fogata y el chef KT prepara especialmente algunos platillos típicos: seswaa (carne cocida y deshebrada) y pap (una modalidad de maíz). Ambos son un éxito. Cuando me despido, intercambio correos con Charlotte mientras que Ira y Bill toman nota de mi hotel en Ciudad del Cabo para buscarme después de su aventura por Botswana. Le prometo a Ked buscarla en Facebook y agregarla a mis amigos.
Pom Pom
Mi última parada en el Okavango se llama Xaranna, y cuando John me lleva al strip a esperar la avioneta, no puedo creer que Kevin sea el piloto, ¡de nuevo!
Vuelvo a tomar el asiento del copiloto, y mientras despegamos miro cómo John se despide desde abajo.
Kevin me explica que bajaremos primero en Nxabega para buscar a otros clientes antes de seguir a nuestro destino. Cuando aterrizamos no hay nadie esperando, así que nos sentamos a platicar bajo la única sombra: una rústica caseta de primeros auxilios. Kevin me cuenta que está intentando juntar horas para convertirse en piloto comercial, o lo que es lo mismo, pilotear jets. Si lo viera en la calle pensaría que es inglés o australiano, pero Kevin nació en Zimbabwe. Cuando finalmente aparece una Land Cruiser, descubrimos que se trata de una familia. Dos niños saltan del coche, el más pequeño nos mira con atención y pregunta: “¿Quién de ustedes va a manejar?”.
Aterrizamos en Pom Pom, donde ya nos están esperando. Esta vez, no es broma, el camino al camp toma casi una hora. En Xaranna, Di es mi anfitriona, y me recibe junto a KT y a Kenneth. A diferencia de los dos camps donde he estado, aquí el estilo es más moderno. En el amplio espacio que sirve de estancia general hay una gran sala llena de libros y sillones de diseño y lámparas que parecen salidas de un catálogo de decoración. En mi habitación, que es una carpa con paredes de mosquitero, tengo un deck que mira hacia el río y una pequeña alberca. Di me enseña mi cuarto y me explica las reglas del camp. Acá tampoco debo caminar sola de noche y las salidas son, como siempre, muy tempranito. Es apenas mediodía y la salida no es sino hasta las cuatro. Me instalo a leer y reposar. Me quedo dormida, y cuando despierto siento una mirada penetrante. Abro un ojo y descubro que un grupo de changuitos me observa desde el otro lado del mosquitero. No sé quién está más interesado en el otro, si ellos o yo.
A las tres me encuentro con el resto de los huéspedes, es la hora del té. Mis nuevos compañeros de aventuras serán Mariana y Francois, los tíos de Di. Nuestro guía se llama Gift, pero esta vez no está solo: tiene a un fiel escudero, Vincent, el tracker. Nos encaminamos a la Land Cruiser y me doy cuenta de que mis compañeros hablan algo que no puedo distinguir. Me tardo un buen rato en caer en cuenta, hasta que una luz se enciende en mi cabeza. Es afrikáans, la lengua de los descendientes de los holandeses. Francois es médico, pediatra, y viaja bastante por su trabajo. Durante los almuerzos y las cenas conversamos sobre los lugares a donde hemos viajado. Al grupo se unen también Debbie y Tom, canadienses. Están aquí porque se ganaron el viaje en un concurso y disfrutan como nadie cada instante, creo que ni ellos mismos pueden creer la buena suerte que los trajo hasta aquí.
Xaranna es un gran safari para ver animales. Vincent va sentado sobre el cofre, en una pequeña sillita plegable. Gift es claramente el jefe de la expedición; señala y explica con seguridad cada vez que encontramos algo. La idea de llevar un tracker es para que literalmente rastree las huellas de los animales, y Vincent no tarda en encontrar un regalo para nuestras cámaras. Bajamos a una planicie y encontramos un grupo de jirafas que con los colores del atardecer se ven naranjísimas. Para mi sorpresa me doy cuenta de que delante de ellas hay dos leones. Son los primeros que veo en todo el viaje y están a metros de mí. Gift consigue acercarse más y seguirlos de lado. Detrás de nosotros, las jirafas avanzan también, como hipnotizadas. La escena es increíble. Hasta ahora no me preocupé nunca por qué tipo de animales encontrábamos, pero al ver a los leones me invade una ambición por conseguir una foto decente: necesito tener una prueba de que este momento es real.
Al día siguiente, Vincent me lleva de paseo en un makoro, una sencilla embarcación de madera que los nativos utilizan para moverse por los canales del río. El va de pie y yo sentada. Moverse así, lento y sin ruido, entre los canales, resulta totalmente relajante. No se trata de ver grandes animales, sino detalles pequeñitos. Nos obsesionamos buscando a una rana cuyo nombre no recuerdo pero que durante las noches crea un sonido que arrulla.
Go Siame
A estas alturas estoy acostumbrada a casi todo. No me cuesta ningún trabajo despertar a las 5:30 de la mañana. Tampoco me molesta desayunar-almorzar al mediodía. Me gusta conocer a nuevos huéspedes y platicar con la gente que trabaja en el camp. Podría quedarme aquí una semana más, un mes más. Di me cuenta cómo llego aquí, y cómo no se imagina ahora viviendo en una ciudad, aunque ahora tenga una niña que no conoce el pavimento. No suena mal dejarlo todo por la vida en the bush, al fin y al cabo vivir aquí es ya de por sí un privilegio.
Cuando Vincent me lleva de nuevo al strip de Pom Pom, vamos solos. En el camino encontramos impalas, cebras, jirafas, elefantes. Yo pienso que vinieron a despedirse. Al llegar al strip busco a Kevin, pero para mi mala suerte me toca otro piloto. Me despido de Vincent y me subo al avión con muy pocas ganas de irme. Emprendemos la vuelta a Maun. Desde mi ventana miro el delta desde el aire, ahí, abajo, está el Okavango y ahora sé qué hay ahí. Nunca soñé siquiera en venir hasta acá, y ahora no me imagino si tendré suficiente suerte para volver algún día.
En Maun, mientras espero mi vuelo a Johannesburgo me encuentro con Kevin. Lo convertí en mi amuleto de la buena suerte. Tal vez este encuentro es una buena señal, y si un día vuelvo, él me llevará hasta mi destino. Despegamos de vuelta a Sudáfrica y desde la ventana miro por última vez el Okavango. Yo tampoco puedo creer todavía mi buena suerte.