Seychelles: azul índico

Son las islas preferidas de los recién casados, los navegantes, los amantes del buceo y quienes busquen andar por la vida.

07 Nov 2017
Seychelles: azul índico

Manjoula se va empequeñeciendo en la orilla, pero aún de lejos se distinguen sus dientes blanquísimos en su oscuro rostro indio. Sonríe y saluda con ambas manos, los pies en la arena, a la lancha que me arranca de la isla perfecta. Y deseo que Manjoula retenga ese instante en su memoria y me conserve en North Island por más tiempo. Ya he sido arrojada del paraíso, pero me quedaré un poco más en el recuerdo de un indio de Sri Lanka que ha echado raíces en esta isla privada en medio del Índico.

Seychelles es un país del Océano Índico tropical, 115 islas que suman 455 kilómetros cuadrados, ubicadas cuatro grados al sur del ecuador, de las cuales sólo tres están habitadas, otras pocas están en manos privadas, como North Island, y la mayoría sigue su lenta evolución intocada desde que se separaron de África hace 50 millones de años, cuando formaban parte del mítico continente de Gondwana.

Los lugares comienzan a existir formalmente a partir de que alguien los registra en un mapa y los nombra, dos cosas que seguramente no formaban parte de las preocupaciones de los piratas que paraban en estas islas a buscar agua dulce y enterrar tesoros.

Poco podemos saber entonces de estas islas antes de que el navegante portugués Vasco da Gama las dibujara prolijamente en su carta de navegación en 1502, aunque sin nombrarlas. Pasaron otros ciento cincuenta años sin que el archipiélago tuviera nombre ni habitantes hasta que, en 1742, llegó una expedición de franceses que ya habían colonizado la vecina isla Mauricio y le pusieron Mahé a la isla más grande en honor al gobernador de Mauricio, Bertrand-François Mahé de La Bourdonnais.

A las pocas horas se fueron y quedó otra vez desierta, hasta que volvieron en 1754, esta vez con esclavos, para instalarse y plantar especias, el oro de aquel tiempo, caña de azúcar y café. Entonces nombraron el archipiélago en honor del ministro de finanzas de Luis xv, Jean Moreau de Séchelles, y las islas dependieron de Mauricio. Por aquellos años, los ingleses también andaban conquistando tierras lejanas y se las arrebataron, junto con Mauricio, en 1794. Las Seychelles fueron inglesas hasta 1976, sin embargo, la lengua y la cultura francesa permanecieron vivas en los esclavos. Navegantes ingleses y franceses, esclavos africanos, mercaderes indios y chinos, mezclaron sus destinos y dieron a luz una cultura criolla o creole, con su idioma, su cocina y su música.

Parte del atractivo que ofrece Seychelles es que está a cuatro horas de vuelo de la costa continental más cercana. La India está a 4 670 kilómetros, Dubai a 3 660 y Kenya a 1 600, por eso las islas pertenecen al continente africano. Para quienes venimos de América, llegar a Seychelles tomará no menos de treinta horas entre vuelos y esperas.

La manera más directa es hacer escala en Sudáfrica. La única aerolínea africana que vuela todos los días a América Latina es South African Airways, pero los tres vuelos semanales para seguir viaje a Seychelles no coinciden, escollo que puede transformase en excusa para quedarse dos días en Johanesburgo, descansar, ir de compras por Sandton o Rosebank y recorrer galerías de sorprendente arte africano contemporáneo.

El aeropuerto de Mahé, inaugurado por la reina Isabel de Inglaterra en 1972, fue el inicio de una nueva era histórica para las islas. En Mahé vive el noventa por ciento de la población, una isla de 25 kilómetros de largo por ocho en su parte más ancha, con tan sólo dos semáforos en la única ciudad, Victoria, capital del país.

Es una de las 41 islas interiores de formación granítica, picos surgidos de la plataforma submarina que los oceanógrafos llaman la meseta de las Mascareñas. Montañas de roca cubiertas de vegetación, de hasta 900 metros de altura, que salen del mar y componen las islas más antiguas del mundo. Las otras 74 islas, llamadas islas exteriores, son atolones de coral que no superan los dos metros sobre el nivel del mar.

Verde y turquesa serán la constante. El mar con su degradé de celestes siempre estará a la vista, compitiendo con enormes árboles de palo rosa y caobas, castaños de India, takamaka (una especie endémica), variedades de mangos y de palmeras, flores de vainilla, gardenias, hibiscos y bugambilias de todos colores, muchas veces brillantes por las gotas de lluvia de los chubascos frecuentes.

Los seychelenses parecen inmunes a tanta belleza y su gesto tranquilo sorprende a quienes estamos acostumbrados a la efusividad latina. Hay algo de los isleños que permanecerá inescrutable, como si hubiera un secreto que no quieren compartir o se rigieran por un tempo particular inmutable a la excitación de los turistas.

Para un primer contacto, lo mejor es contratar una excursión terrestre (el tránsito circula a la inglesa) y empezar a darle cuerpo al mapa enhebrando las playas del sur con las del norte y pasando por su centro montañoso. La playa de Beau Vallon, en el norte, de tres kilómetros, es la más larga y tranquila de Mahé. Aquí se instalaron los primeros hoteles en los años 80 y es el único lugar donde están permitidos los deportes acuáticos.

Muy cerca de allí está el Parque Nacional Morne Seychellois, con el pico más alto, el monte Morne de 940 metros, y senderos para perderse y asombrarse con las hojas de palmera de tres metros de ancho, el árbol pulpo o cheflera, el taparón o árbol de bala de cañón (su fruto redondo y pesado es similar a la bala de un cañón), diminutas ranas más pequeñas que una uña, camaleones, palomas azules de cabeza roja, aves de color naranja y, compitiendo por los frutos más jugosos, sobre todo por los mangos, se ve una rara ave: cuerpo de rata marrón y alas negras de murciélago.

Allí están a plena luz del día, colgando cabeza abajo, comiendo mangos y cajús y cuando surcan el cielo, alas bien abiertas que alcanzan el metro. Son una variedad de murciélago frugívoro propia de Seychelles que vuela de día, desmintiendo que la luz los ciega. Y para confirmar que los seychelenses tienen su lado b, el guía murmura al pasar que son el plato predilecto de la mesa nacional: curry batfruit, murciélago al curry.

Al pie del monte Morne, hacia el Este, está la capital, Victoria, con una población estable de veinte mil habitantes, donde se concentra la vida administrativa. Allí está el puerto internacional. El ícono de la ciudad es el Clock Tower, un pequeño Big Ben en la avenida Independencia y Francis Rachel, réplica del que está en Londres.

A pocas cuadras, el mercado Sir Selwyn Clarke Market es un festival de colores y aromas: canela en rama, chauchas de vainilla, anís estrellado, nuez moscada, cúrcuma, se mezclan con frutas tropicales y peces loro o caballa real, llamada aquí kingfish. Y entre las rarezas: escabeche de tiburón y paté de murciélago. Compradores y vendedores extienden brazos, dinero y paquetes mientras preguntan  konbyen i vann?î (¿cuánto cuesta?), en un idioma que no es el inglés ni el francés oficiales, sino el creole.

A la vuelta del mercado está el templo hindú Arul Mihu Navasakthi Vinayaga, de cúpula piramidal y ornamentado con un millar de figuras pintadas de colores rutilantes. Frente al Clock Tower, Rendez-Vouz y Pirate’s Arms son los bares donde los seychelenses comparten una cerveza o un murciélago al curry. Los piratas no son puro cuento aquí, sino parte de su pasado y su presente.

Algunos creen verlos por las noches navegando en barcos fantasmas o deambulando en la isla Moyenne, donde antiguas tumbas sin identificar, se dice, guardan los huesos de un centenar de piratas. Pero es Mahé la que guarda sin dudas la mejor historia de piratas. Existe la certeza de que el pirata francés Olivier le Vasseur, alias La Buse (el halcón), enterró el mayor tesoro de todos los tiempos, valuado en 250 millones de dólares, en la bahía de Bel Ombre, pegada a la de Beau Vallon.

La Buse y el pirata inglés John Taylor, emboscaron el barco portugués Nuestra Señora del Cabo en 1721 con el cargamento del obispo de Goa y virrey de Portugal: barras de plata, diamantes, perlas, monedas de oro y, lo más valioso, una cruz de dos metros de oro sólido con incrustaciones de esmeraldas, brillantes y rubíes, pertenecientes a la catedral de Se, en Goa, India. Ocho años después, La Buse fue atrapado en la isla Reunión y, antes de ser ahorcado, lanzó a la multitud un criptograma al grito de “mi tesoro a quien pueda entender”.

Nada se supo del tesoro hasta 1923, cuando Rose Savy caminaba por la playa frente a su casa en Bel Ombre después de una fortísima tormenta, y advirtió unos extraños brillos en una roca. Removió un poco la arena y emergió ante su mirada estupefacta una calavera con aros de oro. Eso echó a rodar la obsesión de varios buscadores de tesoros, entre ellos el inglés Reginald Cruise Wilkins, quien consagró su vida desde 1947 hasta su muerte en 1977 a seguir los pasos de La Buse, sin más suerte que la de encontrar un sarcófago de piratas y unos cuantos arcabuces. Hoy, el criptograma sigue sin ser descifrado y su hijo, John Wilkins, continúa con la búsqueda incansable.

Los seychelenses, católicos en su mayoría, no ven mayores contradicciones en creer también en barcos fantasma ni en apelar a la magia y consultar al hechicero o bonom di bwa (del francés bonhomme de bois, “hombre de los bosques”). Al igual que hacen los haitianos, cuando una persona muere muchos vigilan el ataúd para que el difunto no regrese como un zombie o dandotia, creencia que tomaron de los esclavos africanos que practicaban el gris-gris (magia negra).

Mahé cuenta con otras sesenta playas para recorrer. Hay dos imperdibles en el sur, la íntima Anse Independance y la exclusiva Petit Anse, donde el hotel Four Seasons tiene sesenta y siete villas escondidas entre la vegetación, en la ladera de la colina, a mil euros la noche. Cada villa de 186 metros cuadrados tiene una romántica cama con baldaquino y una gran bañera con vista al mar, cuenta con su propia piscina y deck. Desde el spa, en el punto más alto de la colina, se obtienen las mejores vistas, además de lujosos tratamientos corporales y clases de yoga.

Desde el puerto internacional de Victoria parten las lanchas a Praslin y La Digue, las dos islas más cercanas y donde reside el diez por ciento de la población. Tras una hora de navegación, el catamarán se acerca al sur de Praslin, a la bahía de Anne, y los pasajeros acunados por las olas de pronto se despabilan y sacan fotos a lo loco: la vista es una postal. Playa, una pequeña villa donde se distingue la cruz de la iglesia y se adivinan unas tiendas, y detrás un centro montañoso elevado de 330 metros, una catedral de vegetación. La evocación religiosa no es al azar, ya que algunas leyendas sitúan en esta isla el Jardín del Edén del que habla la Biblia.

Uno de los que echaron a rodar esta idea fue el general inglés Charles Gordon, el mismo que encarnó Charlton Heston en la película Khartoum, quien, cuando caminó por el interior de la isla, tuvo una epifanía al ver unos enormes cocos con forma de pelvis femenina.

Se trata del coco de mar, coco de mer, la semilla más grande del mundo que puede pesar hasta 20 kilos, producto de una palmera que sólo crece aquí. El guiño de la naturaleza se completa con la palmera macho, cuya flor es cilíndrica y alargada, una forma fálica, señal inequívoca para Gordon de que allí se conocieron Adán y Eva.

El coco de mar tarda veinticinco años en germinar y se trata de una especie protegida por la unesco, que ha declarado el Vallée de Mai en el centro de Praslin Patrimonio de la Humanidad. Cada palmera de esta especie está custodiada, y quien se lleve un fruto puede ser encarcelado. Algunos pocos cocos de mer se venden a más de quinientos euros, pero para sacarlos del país deben contar con todos los certificados pertinentes. La revelación religiosa de Gordon ha llegado a los baños públicos, que utilizan el coco y la flor macho como iconografía para identificar hombres y mujeres.

El Parque Nacional Vallée de Mai, abierto de 8:30 a 16:30, está surcado por senderos de tierra roja que suben y bajan, que se internan en el corazón de esta catedral verde. No se trata de un bosque ni de una selva: son más de diez variedades de palmeras que sólo crecen en este rincón del planeta, todas diferentes y de tamaño XXI: hojas que se abren desde el suelo en enormes abanicos de más de dos metros con las puntas desflecadas, troncos altísimos y gruesos, de treinta metros de alto, que sostienen orquídeas.

Otras tienen tronco delgado y copas de plumero, hojas redondas como sombrillas, intercaladas con helechos gigantes y plantas bajas con flores naranjas y blancas. En el Jardín del Edén no podían faltar las aves y dos arroyos atraen al raro loro negro, al bulbul que canta como un tenor y los omnipresentes murciélagos diurnos.

Bañarse en el mar en Seychelles no precisa excusa, cualquier actividad será siempre un prólogo a sumergirse en el agua tibia e increíblemente transparente del Océano Índico. Después de la caminata, la playa es Anse Lazio, para muchos una de las diez mejores playas del mundo, porque su bahía cerrada permite bañarse y ver, desde el agua, la herradura verde y las imágenes de aquellas palmeras prodigiosas.

El shopping en Praslin es reducido pero sofisticado. The Black Pearl se especializa en joyas y perlas, una tentación para los recién casados (que son mayoría). Los enamorados no pueden entender cómo alguien puede venir hasta aquí para otra cosa que no sea caminar de la mano y mirar el atardecer.

Quienes adoran jugar al viejo y el mar y librar batallas contra gloriosos marlines de 120 kilos, ni se enteran de que pescan en el destino preferido de losBlunamielerosl. Los que van a bucear y a hacer snorkel suponen que todo el mundo llega hasta allí para hacer lo que hacen ellos, y lo mismo piensan quienes navegan. Amar, pescar, bucear, navegar, son los verbos más practicados en Seychelles.

Si en Praslin viven 7 000 habitantes, en La Digue, a media hora más de catamarán, hay tan sólo 2 500. En la isla más fotografiada de Seychelles, el ritmo es el mismo que el de sus medios de transporte más usados: el carro tirado por bueyes y la bicicleta que se puede alquilar apenas uno baja del barco.

Toda la isla se pedalea en una hora, lo que permite parar y bañarse en cada una de sus quince playas. Antes de que el turismo fuera la principal fuente de ingresos, las plantaciones de vainilla y de coco eran el único recurso económico. Esa época está recreada en la hacienda Union, donde conservan un molino con el que procesaban el copra, la pasta de coco de la que se extraía el aceite, y las casas del siglo pasado.

Pero la atracción ineludible es la playa Anse Source d´Argent, con sus extrañas formas rocosas esculpidas por el mar y el viento a lo largo de millones de años. Son grandes piedras ondulantes que invitan a treparlas y mirar el mar y esperar a que la marea suba lentamente en su eterna conversación entre olas y orilla.

Entre las otras 113 islas de Seychelles, hay algunas privadas convertidas en resorts exclusivos: Saint Anne, Fregate, Desrohes, Denis, Alphonse y North Island, donde el príncipe William y Kate Midleton pasaron su luna de miel. Una embarcación privada parte de puerto Victoria con la proa a North Island, que se ve a simple vista pero que está a treinta kilómetros, poco más de una hora de navegación.

A medida que nos alejamos de la costa, el color del agua abandona los turquesas y se vuelve de un azul hipnótico. North Island va creciendo en tamaño hasta que empieza a distinguirse su fisonomía: una pequeña colina rocosa a la izquierda, cubierta en gran parte por palmeras y una franja de arena al frente.

Detrás de la playa se adivina un techo vegetal, tal vez de hojas de palmera secas. Una persona espera parada en la arena a que la embarcación se detenga a distancia prudencial de la orilla para no encallar y a que un gomón a motor lleve nuestros bártulos y a nosotros mismos a tierra. Pero el agua me tienta y voy nadando. Shane nos saluda descalzo con esa timidez que, otra vez me digo, no debo comparar con la expansividad latina. Junto a la playa hay unas pocas tumbonas en un deck que continúa en un espacio techado pero abierto, con sillones, discretos adornos de caracolas, piedra y madera.

A un costado, algunas mesas y sillas. Shane nos explica que estamos en Piazza, junto a la playa este, una de las cuatro de la isla, donde se sirve el desayuno, drinks a toda hora, almuerzo y cena. Las otras tres playas son una pequeña, junto al helipuerto, la Oeste y la Honey Moon Beach. Nos cuenta también que hay tan sólo once villas, de las cuales sólo cuatro están ocupadas, y que cada una tiene su carrito eléctrico y bicicletas.

No hay animales peligrosos en la isla, pero sí enormes tortugas de tierra que a veces descansan en el camino. Las villas están dispersas sobre la playa este, rodeadas de palmeras y vegetación que les otorga total intimidad. En la puerta de nuestra villa nos espera Manjoula, que estará a cargo de atendernos.

El nombre villa está bien puesto: no se trata simplemente de una habitación, sino de una casa de 450 metros cuadrados construida bajo la idea de que exterior e interior sean casi lo mismo. Como todas las cosas bien diseñadas, parece obvio que una casa en North Island sólo podía tener esta forma.

No sorprende saber que la pareja de arquitectos que construyó el resort se instaló un año entero con sus dos hijos para dejarse tomar por la isla y expresarla en el lápiz. Todo transmite una idea de libertad y confort. Maderas y piedras locales, vidrio, colores neutros, todo encaja, nada interrumpe la conexión con esta naturaleza privilegiada.

La sala abierta al deck y al jardín tiene una gran mesa hecha de una sola pieza de madera y tumbonas en el exterior, junto a la piscina circular que da al jardín privado y a la playa. Hay una sala de juegos, con una pantalla de cine y proyector donde también podrían dormir dos niños, y un gran dormitorio principal cerrado por puertas-ventanas que pueden abrirse completamente.

Manjoula abre una botella de Ruinart y nos dice que él será el único en entrar a nuestra villa y que sólo vendrá si lo llamamos. Su dedicación será exclusiva. Nos pide únicamente que estemos a las cinco y media en la Piazza porque nos tienen preparada una sorpresa.

Allí estuvimos puntuales. Una mujer nos esperaba y nos guió en silencio por un sendero entre palmeras que subía la colina. Después de varios minutos las palmeras se abrieron en un claro y allí, sobre la roca lisa, nos esperaba una manta, almohadones, un balde con champagne rosado y unos canapés.

La mujer señaló el horizonte, azul el mar, azul el cielo, y nos dijo que en pocos minutos el sol se hundiría en un punto indeterminado delante nuestro. Antes de irse, nos dejó una linterna para iluminar el camino cuando hubiera oscurecido.

Quedaba claro por qué el príncipe William y otro centenar de parejas de recién casados elegían esta isla para su luna de miel. El cielo cambiaba vertiginosamente del rosado y naranja a los lilas mientras el mar le hacía de espejo. El champagne era la bebida perfecta y lo único perturbador del momento era que los segundos se escurrían demasiado rápido. De regreso en la villa, Manjoula había cerrado los tules de la cama y encendido todas las velas. El runrún de las olas arrullaron el sueño.

Al día siguiente la sorpresa fue al mediodía. Majoula nos tenía preparado un picnic espléndido en un sitio llamado The Spot, sobre la playa oeste. Sobre una gran tumbona doble, con una mesita oriental en el medio, wraps, sandwiches, brochetas de fruta, nos esperaban junto al balde de hielo con champagne.

Nos sugirió que visitáramos la Honey Moon Beach siempre y cuando no hubiera ya un carrito estacionado al final del camino, señalando que alguien había llegado primero. Después de escalar una colina llegamos a una playa mágica, sin más huellas que la de los cangrejos donde, otra vez, nos llenamos los pulmones de una sensación de libertad y armonía con un entorno sin males, y entendimos que ésa es la esencia de North Island.

El único lugar de la isla con más probabilidades de toparse con otros huéspedes es Piazza, ese rincón de la playa Este. Allí nos sumamos a la excursión de buceo que harían Gammal y Salim, una pareja gay de Kuwait, con el guía de rastas Jean Paul. Dejaron sus Macs, iPhones y relojes en la orilla y nos subimos a la lancha que se alejó de la orilla hasta llegar al azul intenso del Índico. Gammal, Salim y Jean Paul se sumergieron con tanques y yo los seguí desde la superficie.

El lecho marino a quince metros de profundidad se veía con total claridad. Las extrañas siluetas de neopreno contrastaban contra un fondo verde fosforescente de corales. Un centenar de diminutos peces plateados se desplazaban mientras cuatro rayas volaban bajo el agua.

Desde que dejé North Island pienso muy seguido en mis últimos instantes allí. Para negar que me iba, me metí una vez más en el mar mientras el fotógrafo cargaba sus bolsos y los míos. Y me quedé en el agua hasta que no tuve más remedio que nadar hasta la embarcación que me alejaría de mi paraíso privado. Manjoula seguía en la orilla, pies descalzos en la arena, siendo testigo de una escena para él repetida: ver cómo otros no tenían su suerte y prometerles, mientras los veía partir, que él guardaría la imagen de sus días felices.

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