Mi tiempo promedio diario en pantalla es de seis horas y media. Es un dato que me resulta vergonzoso compartir. Sin embargo, encuentro un poco de consuelo al pensar que la mayoría de la gente debe de tener un promedio similar. Y si no es así, y me están juzgando mientras leen esto, espero nunca enterarme.
Cuando estuve en Botswana, el promedio de tiempo que pasé en el teléfono fue de una hora con 30 minutos diariamente. Esa trillada frase de “desconectar para conectar” toma un sentido completamente diferente cuando hay 13 elefantes tomando agua a 10 metros de ti.
En la Reserva de Vida Silvestre de Linyanti, al norte de Botswana, construyeron un refugio subterráneo cuyas ventanas se encuentran a la misma altura de una pequeña presa a la que decenas de elefantes se acercan para tomar agua a lo largo del día. La primera vez que visitamos este refugio fue en el segundo día de nuestro game drive, durante nuestra estancia en Wilderness King’s Pool. Montaron una comida divina, nos prepararon cocteles y nos sentaron a una mesa con manteles y una vajilla de colores, para comer frente al show de elefantes que llegarían a beber agua a ese lugar… o al menos eso era lo que nosotros y el equipo de Wilderness creíamos.
La sorpresa fue que no llegó ni un elefante. Vimos un par de pajaritos despistados que aterrizaron por ahí, pero no más. La comida fue buena, el lugar era divino y, tomando en cuenta que jamás había comido en un refugio subterráneo en Botswana, debo decir que el plan no me decepcionó para nada. No obstante, me quedé con ganas de ver aquellos elefantes.
Al día siguiente volvimos, ahora sin lunch, ni vajilla, ni cocteles ni montaje. Simplemente buscábamos matar el tiempo antes de que llegara el helicóptero que nos llevaría a nuestro siguiente destino. Y entonces se acercó el primer elefante. Le siguieron dos, tres, cuatro, cinco. De pronto, decenas de elefantes tomaban agua frente a nosotros. Su piel arrugada y gran tamaño llenaron las ventanas del refugio. Acercaban sus trompas para olernos y los más pequeños jugaban entre las patas de sus papás mientras se salpicaban de lodo.
Nunca había estado así de cerca de un animal salvaje suelto, disfrutando por completo su libertad. Y hay una sensación de humildad al saber que lo que está frente a ti tiene la capacidad de terminar contigo en cuestión de segundos, tan solo con una pisada, pero aun así no lo hace. Los elefantes estaban ahí, tomando agua sin preocuparse de nosotros.
“¿Por qué no nos atacan?”, le pregunté a Andy, nuestro guía. “Porque no tienen razón para hacerlo –me respondió con naturalidad–. A menos que te salgas del refugio y empieces a provocarlos”. Claramente, ése no era mi plan. “Cuando estás en el game drive (el término que se usa para el momento en que sales de tu campamento en búsqueda de animales), es muy importante que les permitas seguir haciendo sus actividades como si no estuvieras ahí. No nos paramos dentro del coche, mantenemos la voz baja. Así no nos ponen atención. Pero, cuando empiezas a hablar fuerte o te pones de pie, ellos dejan lo que están haciendo y voltean para vernos”, añadió. Además, donde nosotros estábamos lleva años sin ser una zona de caza, así que los animales no nos consideraban una amenaza.
Ese encuentro, nariz con nariz, fue la perfecta despedida para nuestra estadía en King’s Pool, un campamento de techos de paja que se compone de ocho suites frente a una laguna, adonde llegan distintos animales para tomar agua o descansar y refrescarse. En mi caso, por ejemplo, seis hipopótamos durmieron justo afuera de mi habitación, así que la sinfonía de sus ronquidos y respiraciones amenizó cada noche. Vecinos de mi habitación a los que no iba a extrañar, pero lo que sí extrañaría serían los desayunos del campamento. Éstos sucedían alrededor de una pequeña fogata frente a la laguna, mientras se asomaban tímidamente los primeros rayos del sol. El equipo de Wilderness King’s Pool nos servía burritos de huevo, avena, café y chocolate caliente para empezar el día.
Entiendo que, cuando uno viaja, hay que fluir. Hay que dejar que las cosas sucedan y tomen su propio curso. Y sé que hay personas que son buenísimas en esa tarea. Yo soy más de saber exactamente a qué hora va a pasar qué cosa y cómo hay que prepararse para ello.
Así que, durante los 10 días que estuvimos en Botswana, estuve tranquilísima al saber que era siempre la misma rutina: despertar a las 5:30, estar listos a las 6:00 para el desayuno, salir al primer game drive del día, volver entre 10:30 y 11:30, con un poco de tiempo para descansar, desempolvarnos la cara de lo empanizados que terminábamos por el tour de la mañana y entonces dirigirnos al lunch. Comíamos todos juntos y, luego, un poco de tiempo libre para hacer llamadas, trabajar en la habitación (el único lugar del campamento con internet) o, en los días que era estrictamente necesario, tomar una siesta. Y más tarde, lo que ellos llamaban high tea, un segundo snack antes del game drive de la tarde, en el que todos los días veíamos atardeceres que eran todo un espectáculo y funcionaban como el fondo perfecto para beber un par de gin tonics antes de volver al campamento para cenar.
Nos despedimos de King’s Pool y sus magníficos desayunos para tomar un helicóptero con rumbo a Mokete, una de las propiedades más recientes del portafolio de Wilderness, que se perfila además como la más salvaje.
El vuelo en helicóptero fue un poco más movido de lo que hubiera esperado, pero igual me pareció sorprendente cómo el paisaje toma una dimensión muy distinta cuando lo miras desde arriba. Se puede entender, por ejemplo, la importancia que tiene el agua para la vegetación y, por consiguiente, también para los animales que se acercan a ella. Mokete era un claro ejemplo de ello. En el camino vimos zonas por completo desiertas y amarillas; la carencia de vida era total, pero, conforme nos acercábamos a Mokete, todo tomó una nueva perspectiva.
Al este del delta del Okavango, en Botswana, convergen llanuras, pastizales secos y grandes bosques, y, justo al centro de todo, Wilderness Mokete, un campamento de safari diseñado para viajeros aventureros. Situado en una región anteriormente inexplorada, Mokete tiene una densa población de leones, hienas, elefantes y búfalos. Además, su concesión de 500 kilómetros cuadrados es exclusiva para sus huéspedes, así que toda esta vastedad de tierra y vida salvaje es únicamente para los huéspedes del camp.
Cuando aterrizamos y nos instalamos, miré el terreno de Mokete, completamente plano, y me encontré con un horizonte que parece interminable. Agradecí más que nunca los trabajos de conservación de todos los involucrados en Wilderness para lograr que aún haya partes del mundo tan puras, tan crudas.
Lo que nos esperaba en las habitaciones era lo más parecido a un campamento tradicional (comparado con el lujo de King’s Pool). Ahí, la elección fueron colores crudos, tiendas y una pequeña piscina en el exterior, desde donde se puede ver ese eterno horizonte que tanto me impresionó. El clima me invitó a meterme a esa alberca justo antes de que saliéramos en búsqueda de leones, a los que, con suerte, veríamos por primera vez en el viaje.
Tuvimos suerte. Tres leonas nos dejaron contemplarlas mientras descansaban cerca del agua. Nuestro guía nos explicó que, en realidad, ellas eran las encargadas de cazar y proveer para la familia. Y así, a unos cuantos metros de ellas, con el viento fresco y el sol que se empezaba a meter, me pregunté: ¿en qué momento nos separamos tanto de la naturaleza los que vivimos en la ciudad?, ¿cómo es posible que nos dejemos envolver por el día a día y nos olvidemos de que vivimos en un planeta tan increíble? Todo esto toma otra perspectiva cuando estás en un safari con Wilderness. Ser parte de un proyecto que entiende y toma acción con el turismo de alto valor y un mínimo impacto te permite sentir que contribuyes a la conservación de este tipo de santuarios naturales de vida silvestre. Una jirafa que caminaba frente al atardecer interrumpió mis pensamientos, pero me prometí recordar lo más seguido posible aquella reflexión.
A la mañana siguiente nos esperaba un espectáculo: una mega manada de búfalos africanos que cruzaba la zona en busca de agua. Recorrimos kilómetros y kilómetros, intentando llegar al final de la fila de búfalos, pero parecía no tener fin. ¿Mil, dos mil, 10 mil? No tengo idea de cuántos eran, jamás creí ver tantos animales juntos.
Para ir de Mokete a nuestro siguiente destino había que hacerlo también en helicóptero. Desde arriba, una vez más, el terreno adquirió otra perspectiva. Ahora nos encontramos con muchísima más agua. Con su movimiento, los animales se adaptan y cambian su ruta, sin intentar controlar nada ni estresarse. Simplemente van en busca de la fuente y resuelven la manera de estar cerca de ella para poder sobrevivir. Intento aprender de esta forma de actuar: no controlar ni estresarme y tan sólo alegrarme cuando logramos ver algún animal. Pero, en secreto, espero encontrarme con un par de leones más, ahora en Wilderness Little Tubu. El primer día no los vimos, pero tuvimos un encuentro cercano con un leopardo que rondaba la propiedad.
Este campamento está recién renovado y te hace sentir en la casa de amigos, de esos amigos que normalmente tendrían un bar precioso en medio de la sala, con vista a una planicie donde se puede ver elefantes a lo lejos. Todos necesitamos uno de ésos.
Después de recorrer la propiedad y prácticamente estrenar las habitaciones, me di un regaderazo en la ducha exterior, mientras observaba cómo una familia de monos se peleaba entre ellos a escasos metros. Para renovar esta propiedad, la copropietaria de Jao Reserve, Cathy Kays, seleccionó personalmente el diseño y los objetos que formarían parte tanto de las habitaciones como de las áreas comunes. La intención era reflejar un poco de los tonos que rodeaban la propiedad: tonos beige y marrón con unos cuantos toques de verdes. El resultado fue exitoso, pues cada esquina del campamento te llena de tranquilidad.
El segundo día le avisaron por radio a nuestro guía que había una leona con su cachorro dando vuelta por la zona. Así que seguimos las huellas que se veían aún frescas en el suelo (por cierto, leer huellas en la arena se convirtió en una de mis nuevas actividades favoritas, pero es una pena que en Ciudad de México sea difícil ponerla en práctica) e intentamos dar con ese par de leones. De pronto, entre los pastizales amarillos apareció una cola. Ahí estaban. Nos dejaron verlos, permitiéndonos observar su forma de interactuar. La leona iba al frente porque estaban cazando y no podía darse el lujo de que su pequeño cachorro asustara a la presa, pues corrían el peligro de pasar días sin comer si eso sucedía. Los seguimos durante horas, hasta que decidieron refugiarse en una pequeña isla a la que nos resultaba imposible tener acceso y tuvimos que dejarlos ir.
Este santuario de vida silvestre se encuentra en la isla de Hunda, en el corazón del delta del Okavango en Botswana, y gracias a las concentraciones de agua pudimos navegar a bordo de un mokoro, una embarcación típica de la región. Y así, mientras navegábamos, los pájaros comenzaron a volar sobre nosotros. Pensé que aquél era uno de esos momentos en los que no querría estar en otro lugar del mundo. Sabía que había unos hipopótamos muy cerca de nosotros, porque oíamos claramente sus ronquidos y respiración. Y el hecho de estar en el agua junto a uno de los animales más peligrosos nuevamente me recuerda que yo era la visita en esa región, y me tocó otra lección de humildad.
Los safaris son un despliegue de comida deliciosa, de atardeceres que parecen fuera de este planeta, de camas de las que cuesta trabajo despegarse, de historias alrededor de una fogata y momentos llenos de emoción a bordo de Range Rovers. Son tiendas y campamentos que te sorprenden por su cercanía con la naturaleza, pero también por el confort que brindan. Son todo eso, así como una lección tras otra acerca de la grandeza de la naturaleza y lo importante que es preservarla. Porque en este tipo de concesiones y parques la conservación es imposible sin turismo…, y el turismo es imposible sin la conservación.