Hacer un recorrido por esta región es el pretexto perfecto para conocer más a fondo la bebida que te hace sentir persona por las mañanas, visitar pueblos mágicos llenos de historia, contemplar paisajes maravillosos, probar delicias locales y conseguir una vista privilegiada del Citlaltépetl.
- Orizaba, la histórica
Llegué a Orizaba un poco antes que el resto del grupo. Mientras arrastraba mi maleta hacia el Gran Café de Orizaba, donde me encontraría con mi guía y con el café veracruzano, no podía dejar de pensar en una cosa: ¿cuándo será un buen momento para confesar que soy una persona de té?
Me recibió una inesperada estampa: un imponente edificio de metal forjado —quizá la obra más valiosa de art nouveau en nuestro país, bien llamada Palacio de Hierro, aunque nada tiene que ver con la conocida tienda— que requirió la módica cantidad de tres viajes en barco para llegar desde Bélgica a México.
Cuentan que la construyó el ingeniero Gustave Eiffel, dato no comprobado, pero no por eso menos entretenido. Aunque alguna vez fungió como sede del gobierno municipal, hoy alberga algunos discretos museos y un café cuyos ventanales dan a la catedral y es el lugar ideal para pasar una tarde sin prisa. Después del primer trago de expreso, orgánico y molido al momento, decidí guardar mi secreto, intentar dejar mis convencionalismos de lado y dejarme impresionar.
Aprovechamos que el grupo se retrasó un poco más para dar un breve recorrido por la catedral de San Miguel Arcángel, cuyo máximo atractivo, me contó el guía, es el reloj de la torre principal, una reliquia elaborada en Francia por Antonio Borrell, relojero de Napoleón III. “Si te fijas bien, el número cuatro aparece escrito como IIII, y no IV. Cuenta la leyenda que un artesano suizo confeccionó un reloj para su rey y, por equivocación, representó el cuatro de esta forma, por lo que fue ejecutado y, como acto de solidaridad y protesta, los relojeros de esa época comenzaron a representar el número así”, me cuenta.
Orizaba era una parada obligada para los viajeros que llegaban en barco al puerto de Veracruz e iban rumbo a la Ciudad de México durante el virreinato. Un punto de encuentro tan importante que alguna vez llegó a ser capital del estado de Veracruz y, según Porfirio Díaz, la ciudad más educada en la provincia mexicana. De ahí que su patrimonio cultural y arquitectónico sea tan diverso o, como preferiría yo llamarlo: de chile, mole y pozole. Iglesias de estilo barroco convergen con templos y teatros neoclásicos y hasta palacios art nouveau, según el capricho del gobernante en turno.
Después de pasear por el centro, caminamos rumbo al río Orizaba, un pintoresco paseo de más de tres kilómetros —lleno de puentes— cuyas orillas se aprovecharon para construir una reserva de animales rescatados del maltrato. Durante el recorrido, nuestro guía me contó la historia de la Cervecería Moctezuma, que debe su fama, justo, al agua del río por el que íbamos pasando, y que proviene de los deshielos del Pico de Orizaba, pues antes la utilizaban para elaborar sus cervezas, dándole un toque especial que, dicen, ahora ya no tiene.
Cuando íbamos a la altura de los cocodrilos, que, para mi sorpresa, en una gran demostración de civismo convivían de manera pacífica con las tortugas, nos avisaron que el resto del grupo estaba por llegar, así es que corrimos a alcanzarlos. Después de los respectivos “holas” y “mucho gustos”, subimos al teleférico rumbo al cerro del Borrego. La vista desde ahí es espectacular… hasta que de un momento a otro la ciudad se nubló por completo y comenzó a llover, de ahí el apodo de la Pluviosilla.
Lo bueno es que, como dicen los locales: “Si no te gusta el clima de Orizaba, puedes regresar en 15 minutos”, y así como se nubló volvió a salir el sol. Y yo feliz porque pude contemplar una vez más mi estampa favorita de esta ciudad.
Pero el cerro del Borrego no es sólo una cara bonita, también fue testigo de un importante pasaje en la historia de Orizaba. Ahí se libró una batalla entre el ejército mexicano y las tropas francesas durante la Segunda Intervención Francesa. Entre anécdotas históricas y comida local pasamos el resto de la tarde en las alturas hasta que bajamos para despedirnos de Orizaba con una visita nocturna al palacio municipal actual, una bonita construcción con un mural realizado por José Clemente Orozco, porque, ¿si no de qué otra forma podría ser?
- Córdoba, la hermana bonita
Como es común escucharlo, Orizaba y Córdoba son ciudades vecinas y rivales: ambas se pelean la importancia durante el virreinato, así que sin ánimos de quedar vetada de por vida, sólo diré que Córdoba me pareció un poco más “organizada visualmente” que Orizaba.
De regreso al tema que nos importa, nuestra primera parada fue la cafetería Calufe, ubicada en el Centro Histórico, donde nos dieron una pequeña degustación de cafés de especialidad con los tres granos que ellos mismos cultivan y tuestan: claro, oscuro y cubano. Después de probar chemex, aeropress y sifón japonés, mi favorito fue el tercero, que preparan con la mezcla de la casa: mitad claro y mitad oscuro, pues destaca los azúcares naturales del café, pero mantiene un sabor fuerte y concentrado.
La cafetería Calufe ha pasado por tres generaciones, por lo que ya es considerado un clásico, y sobresale por ser pionero en la creación de productos derivados del café: desde gomitas de expreso y capuchino hasta bombones, licores y, mis favoritas, por mucho, las galletas de mantequilla y café. Ahora ya venden este tipo de productos en todos lados, pero no pierdas la oportunidad de probar los originales y llevar un par de paquetes a casa, tus seres queridos te lo agradecerán, aunque sus nutriólogos no.
Después de una interesante lección sobre los distintos métodos manuales que existen para extraer café, caminamos hasta los portales para cenar en El Balcón de Zevallos, donde pudimos vivir la experiencia, inusual, de comer una parrillada y tomar vino donde alguna vez se firmaron los documentos para acordar la Independencia de México.
Además, el sitio es ideal para disfrutar de la vista a la catedral de la Inmaculada Concepción y el palacio municipal, cuya fachada ofrece un espectáculo nocturno de luz y sonido y, su interior, un mural del artista Jaime Sánchez Nava que relata la historia de la ciudad, incluyendo la leyenda de la mulata de Córdoba, una mujer mitad española y mitad negra cuya belleza la llevó a la cárcel a manos de la Santa Inquisición, acusada de brujería.
Cuenta el relato popular que la noche antes de su ejecución la pasó dibujando, con un trozo de carbón, un barco en la pared de su celda, mismo que terminó por abordar para nunca más volver.
Quizá una historia fantástica, pero que retrata una característica importante de Veracruz: el sincretismo, y en especial el de Córdoba, una ciudad que se fundó como protección para los viajeros cuyas caravanas eran saqueadas por un grupo de esclavos que fueron traídos para trabajar en las plantaciones de azúcar y, cansados de sus condiciones laborales, huyeron a las partes más recónditas de las montañas en busca de su libertad, situación que se salió de control hasta que les otorgaron su independencia.
Al día siguiente descubrí que la historia del café en Veracruz nos estaba siendo contada de forma no lineal, comenzando por todo lo que está en juego a la hora de extraerlo, un proceso al borde de la alquimia, y los productos derivados, para después, en una especie de flashback de película, ir hasta el principio del proceso: el cultivo. Para esto, aprovechamos la mañana para visitar San Bartolo, una pequeña comunidad rural de la sierra cordobesa dedicada exclusivamente a la producción de café artesanal de altura.
Ahí platicamos, sobre todo, del esfuerzo que hay detrás de un simple grano de café. Primero está el cultivo, cuando siembran los cafetos rodeados de árboles de plátano para que reciban suficiente sombra, y la recolección, que es entre octubre y marzo, cuando vienen familias de otros lados para ayudar con los cortes. Después está el lavado, que sirve para despulpar el fruto y extraer las semillas verdes, y el secado, que en este caso es al sol: siete soles. Y, por último, está el tostado, donde se obtienen los aromas y olores.
Ahora, cuando vaya a comprar un café, no podré evitar detenerme a pensar que es en lugares como éste, una pequeña población de menos de 80 habitantes, liderado sobre todo por mujeres, donde se determinan las notas que tiene una taza de café: dulces, afrutadas, ácidas o especiadas.
Pero quizás el consejo que más me servirá para alardear, y que obtuve de esta interesante plática con doña Juana Guzmán, habitante de San Bartolo, es que nunca debes meter el café al refrigerador. NUNCA (te estoy viendo, eh, suegra). “El café no se debe mojar porque se huele a humedad y cambia el sabor. Tantas desveladas que nos ponemos para recoger los granos que dejamos secando afuera, cuando a media noche se oye como que va a llover, para que después lo terminen metiendo al refri”, nos reclamó.
- Fortín de las Flores, viveros y barrancas
Esta breve parada, más de camino que otra cosa, sirve para admirar la naturaleza, pero no para aprender sobre café. El encanto de Fortín se encuentra, más bien, fuera del centro, en las áreas verdes. Empezando por la barranca de Metlac, donde es indispensable hacer una excursión matutina. En este bosque de montaña, atravesado por el río Metlac —otra vertiente del Pico de Orizaba—, hay siete kilómetros de antiguas vías del tren abandonadas que son por demás fotogénicas. Quizá, con esta vista, te vengan a la mente algunas obras de José María Velasco inspiradas en este maravilloso paisaje.
Por la tarde, vale la pena comer en la cafetería El Kiosco de Fortín y probar las quesadillas con flor y salsa de jamaica, sí, un platillo redundante pero en su punto. Para el postre, lo mejor es seguir aprovechando la floricultura del municipio y pedir el helado de lavanda o de gardenias.
Fortín es un lugar de suelo fértil, por lo que una parte importante de su economía está a cargo de la industria de las flores. En sus calles hay numerosos invernaderos en los que se cultivan distintas especies, desde orquídeas hasta nardos, azaleas, camelias, entre otras. Nosotros visitamos uno especializado en anturios de dos colores: rojos y morados, que, para que crezcan bien, son regados con agua de lluvia, expuestos —con una cortina especial— a más o menos sol dependiendo de la hora y mimados con música clásica para que crezcan bien. ¡Quién fuera anturio! Y luego uno no sabe por qué, por más ganas que le ponga, sus flores le duran exactamente una semana.
Después visitamos el museo del bonsái Tatsugoro, una agradable sorpresa cuya historia se remonta a un excéntrico empresario veracruzano —don Miguel Ros—, fanático de los árboles y la naturaleza, quien se obsesionó con la cultura japonesa y comenzó a practicar el arte del bonsái hasta convertirse en un experto. El señor Ros llegó a juntar tantos cultivos y conocimiento, que decidió abrir una parte de su casa al público.
Este espacio ahora sirve como museo y escuela, donde imparten talleres sobre técnicas y cuidados de los bonsáis. El jardín, con cientos de especies, una más bonita que la otra, y clara inspiración zen, incluye desde perros que el señor rescata de la calle hasta budas y estanques con carpas koi, una de ellas apodada “el Chapo” por su habilidad para siempre escaparse de su depósito.
Pero el verdadero reto es conseguir que don Miguel esté de buenas para que no se esconda en uno de los cuartos y te platique algunas anécdotas llenas de ironía y te deje pasar al jardín de su casa, una vista a las montañas que es un verdadero privilegio.
- Amatlán de los Reyes, haciendas y fantasmas
Dando un brinco en la historia llegamos a la Hacienda de Guadalupe, que en un principio era azucarera, pero después se convirtió en exportadora de café. De hecho, se presume que aquí fue sembrada la primera planta de café con fines comerciales de todo México a principios del siglo XIX. Antonio Gómez de Guevara, conocido como el conde de Oñate, fue el responsable de traer las semillas de un viaje que hizo a Cuba. Por eso, ahora se refieren a este lugar, de forma cariñosa, como “la finca madre”.
Desde entonces, la hacienda pasó por varios propietarios extranjeros hasta llegar a las manos de los dueños actuales, una familia mexicana que la rescató del olvido y trabajó sus tierras hasta lograr pagarla. Estos nuevos dueños organizan un paseo un poco turístico, pero que funciona bien para conocer cómo se fue formando la industria cafetalera en México.
Durante el recorrido por la hacienda, las anécdotas van desde la historia detrás de las piezas que encontraron abandonadas: cruces, cuadros, muebles… hasta las leyendas sobre lo que se oía por las noches, cuando recién se mudaron: el sonido de personas arrastrando cadenas que, dicen, eran los esclavos que trabajaban en los viejos cultivos de azúcar. Para hacer paz con el tema, la familia decidió dedicarles un par de misas y un colorido vitral, y sanseacabó el problema de los fantasmas encadenados deambulando por el patio. O al menos eso cuentan.
Después, el recorrido sigue por la parte trasera de la hacienda, donde se encuentran los cafetales y se imparte una plática sobre cómo el “grano de oro” se convirtió, poco a poco, en un fenómeno económico y social durante el porfiriato hasta posicionarse como uno de los productos agrícolas más importantes de nuestro país, atrayendo inversionistas nacionales e internacionales. También platicamos sobre las variedades, el beneficio húmedo y la comercialización. Para ese momento, creo, nos habíamos vuelto unos verdaderos “entendidos del café”. Aunque nadie se tomó el tiempo para certificarlo.
La sesión termina con un convite en la sala principal de la hacienda donde un hombre toca el piano en vivo y una chica, prima de los dueños, te comparte una taza del café de la casa vestida con un traje típico. Les advertí sobre los lugares comunes, pero, al parecer, un nuevo halo de paz me alejaba de cualquier tipo de ironía, una especie de mantra que decía: “Después del primer sorbo, ya nada importa”.
- Coscomatepec de Bravo, las grandes vistas
Es curioso, pero el gran finale de la ruta del café poco tiene que ver con esta bebida. Recién nombrado Pueblo Mágico, Coscomatepec es el punto de partida para una de las rutas más escénicas del alpinismo mexicano, pues es la puerta de entrada más verde hacia el Citlaltépetl, el volcán más alto del país.
Pero empecemos por lo primero: el pueblo, donde los menos aventureros pueden pasar el día aprendiendo distintas habilidades en alguno de los talleres artesanales en los que se especializan los residentes, ya sea de pan, de talabartería, de lana o hasta de tabaco.
El pan es, según los locales, el máximo atractivo del municipio. “Nos delatan nuestras barrigas”, nos dijo uno de los guías mientras recorríamos los hornos —que todavía funcionan con leña de encino— de La Fama, un lugar con más de 90 años de existencia. Más que panadería es una leyenda, y no podrás creer la cantidad de delicioso pan que te puedes llevar por 20 pesos.
En el centro, las fachadas todavía son multicolor y los cables están a la vista. Al parecer todavía falta cierto trabajo para que Cosco se convierta en un verdadero Pueblo Mágico, pero van bien, sobre todo con su esencia pintoresca, sus calles empedradas, el bello templo de San Juan Bautista y el pan. ¿Ya mencioné el pan?
Para la aventura en las montañas lo mejor es ponerte en contacto con las oficinas de turismo, donde te rentarán una camioneta (créeme, necesitarás esas llantas) y donde podrás contratar los servicios de un guía. Para nuestra suerte, nos tocó uno que además de especialista en turismo era arqueólogo, así es que nos llenó de datos superinteresantes durante todo el trayecto. Esta zona, por las condiciones climáticas, nunca fue cafetalera, sino que sobrevivió, más bien, del maíz. Ahora siembran también chayotes, calabazas, frijoles, duraznos, ciruelas, entre otros productos que se pueden ver al paso y que complementan con la ganadería.
Conforme vamos subiendo, van apareciendo algunos municipios. El primero en el que paramos fue Calcahualco, donde está el primer templo franciscano de México… y pensar que en esa pequeña iglesia carcomida por el tiempo nació el catolicismo en nuestro país.
Pero los pueblos totonacas que se asentaron en las altas montañas, atraídos por la cumbre nevada, también dejaron una huella importante en los habitantes actuales, pues en las iglesias te puedes encontrar tanto imágenes de Jesús como de Tláloc; las mujeres tienen prohibido entrar a las siembras —cuyos ciclos se rigen
por la luna— por supersticiones; y cuando los habitantes se encuentran piezas prehispánicas las ponen frente a su casa para que cuiden sus cosechas. De hecho, en los días de tianguis, que son los lunes, todavía se da el trueque.
Justo afuera de la iglesia de Calcahualco, paramos a comer unos triangulitos de frijol y pudimos probar el delicioso pan dulce local: una especie de rollo relleno de dulce de camote, un polvorón que ellos llaman mazarín —mi favorito— y una extraña gelatina, de un color rosa fluorescente, de maizena cubierta por pan que, de alguna manera, es más atractiva a la vista que al paladar.
El siguiente pueblo en el que paramos fue Excola, donde todavía conservan la tradición del palo encebado: literal, un palo de varios metros de altura en el que colocan, en la parte más alta, una recompensa —un puerco, por ejemplo—, y lo llenan de cebo para que no sea tan fácil alcanzarla.
Ahí vale la pena echarle un vistazo a la iglesia, cuya vista en la parte trasera es impresionante, y parar en una de las tienditas para comprar bolsas de dulces. Siguiendo el camino hacia el volcán, cuando los poblados son cada vez más fríos y austeros, existe una costumbre muy linda: los niños salen corriendo hacia la carretera y gritan “dulces, dulces” y los alpinistas o viajeros que pasan por ahí les avientan municiones de caramelos. La recomendación es ir lanzándolos de a poquito, porque hay más niños y poblados de lo que uno esperaría, y arrojarlos lo más lejos posible para que no corran peligro al recogerlos.
Por esta ruta, hacer una parada cuando del lado derecho aparece la barranca del río Jamapa, para disfrutar de la vista, es inevitable. El panorama se va volviendo cada vez más atractivo y boscoso hasta llegar a uno de los miradores del Parque Nacional Pico de Orizaba. Lugar que, para nosotros, fue un imponente paisaje de despedida, pero para los viajeros más experimentados, y con tiempo, el comienzo de su ruta.
Ahí arriba, con una impresionante vista panorámica del Citlaltépetl, no pude evitar pensar lo siguiente: quizá puedas llegar a Veracruz como “una persona de té”, pero seguro saldrás, también, como una persona de café; de su historia y el trabajo que implica; de la cultura y los paisajes que lo rodean; de la gente, la comida y las ciudades que están a su paso; de todo lo que este grano tiene por ofrecerte cuando dibujas una taza de café en tu celda, con un trozo de carbón, y te la bebes para nunca más volver.