El delicioso Valle de Guadalupe

Volvimos al Valle y a Ensenada para repasar novedades y viejos favoritos.

16 Aug 2019
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¿A qué sabe baja? 

Una escapada corta pero sin desperdicios. Cuatro días por el Valle de Guadalupe y Ensenada nos sirven para descubrir por qué aquí se está cocinando el futuro de nuestra gastronomía. Claro que no fueron suficientes.

 

¿Cómo llegar?

De la ciudad de México, Guadalajara o Monterrey lo más sencillo es volar a Tijuana y rentar un coche. Ensenada se encuentra a menos de 2 horas. Para recorrer el Valle y los alrededores es indispensable tener un coche, pues conseguir un taxi sería una misión imposible y las distancias entre un lugar y otro son grandes.

 

Primero: langosta

Cualquier historia puede empezar y terminar en una mesa, de preferencia, bien servida. Y en este viaje el círculo se cerró tal cual. Comenzamos delante de la montaña de langostas más grande que he visto en mi vida. A unos pocos minutos de Rosarito, la playa oficial de Tijuana, Puerto Nuevo nos había recibido una mañana soleada con muy pocos visitantes y muchos restaurantes desesperados por un cliente. La recomendación decía Sandra’s, pero el local estaba cerrado por remodelación. Nos decidimos por uno de tantos. Se llamaba La Casa del Pescador. El Pacífico, ahí debajo del acantilado, estaba cubierto de bruma. Y sobre la mesa, la montaña de langostas compartía el poco espacio con los frijoles, el arroz, las tortillas de harina, las salsas y la mantequilla líquida. Ni es un secreto, ni es nuevo. Pero qué importa. En el ranking mundial de los desayunos de campeones, éste debería ocupar el puesto honorario. Y era apenas el primer día. El primer momento. Pintaba para ser un viaje complaciente en extremo.

Puerto Nuevo seguimos la carretera 1D que se encamina hacia el sur, bien pegada a la costa. El paisaje es espectacular. El mar, lo suficientemente intenso como para asustar a cualquier valiente nadador. Durante la mayor parte del camino, unos 116 kilómetros, la ruta bordea el agua desde lo alto. Hacia el interior se elevan acantilados asombrosos. Por momentos, el paisaje recuerda más a Estados Unidos que a México. Es el estilo de las casas que van apareciendo a lo largo del camino. Pero el desorden siempre regresa la cabeza a la realidad. Y hay bastante.

Poco antes de llegar a Ensenada tomamos una desviación que nos interna en la montaña. Conectamos con la carretera número 1, mejor conocida como la Libre. El paisaje se vuelve más seco y las montañas sinuosas. Por unos 12 minutos nos elevamos, después entramos a un valle. Aquí empezamos a ver las primeras viñas y aquí mismo encontramos el sitio donde dormiremos. Cuatro Cuatros es primero que nada un viñedo, después sus dueños vieron la oportunidad de crear un pequeño fraccionamiento residencial y un hotel, pero mientras todo eso sucede decidieron abrir un camping de lujo. Las casitas de campaña se levantan sobre una estructura de metal y madera que las mantiene alejadas del suelo, el agua y los animales. Recuerda más a un camping en la sabana africana que en las afueras de Ensenada.

Nos instalamos fascinados, disfrutamos la experiencia de estar como en el campo pero muy cómodos. Dentro de las habitaciones hay una o dos camas, agua corriente, una ducha al aire libre, jabones, que huelen tan bien que dan ganas de echarlos a la maleta, y aire acondicionado y calefacción, pues aquí el clima es especialmente extremoso y cambia de manera radical del día a la noche. Media hora más tarde ya hemos conseguido un vino de la casa y nos disponemos a beberlo completo. El paisaje va cambiando mientras el sol desaparece detrás de los cerros. El vino, que en cada trago nos recuerda la cercanía del mar, nos abre el apetito de nuevo. Es hora de planear cuál será nuestra próxima víctima.

Empezamos por lo más fácil. Bajamos a Ensenada y nos fuimos directo a Manzanilla, del chef Benito Molina. Entre los tinglados del puerto, en un paisaje que para nada prometería un restaurante, encontramos nuestro destino. Sorprendentemente, el local está casi lleno. Nos toca una mesa afuera. Nuestro grupo es grande y cada uno pide a su gusto para después curiosear en el plato del vecino. De todo lo que llegó a nuestra mesa lo que recuerdo con más gusto fueron unos ostiones con salsa mignonette, las almejas a las brasas con queso gorgonzola y un delicioso arroz cremoso con mariscos cuyo toque maestro fue un buen trozo de sardina asada. Hubo también dos carnes, un lomo de cerdo y un rib eye honestamente buenos. Se nos pasó la noche entre platos y copas, y volvimos a nuestras casas de campaña contentos y satisfechos.

 

Segundo: vino

La mañana siguiente nos recibió con sol general y un único dilema: desayunar simple o completo. Optamos por fruta y café, previendo una jornada gastronómica que podría ponerse seria. Ligeros y de buen ánimo salimos a la carretera, rumbo al famoso Valle de Guadalupe. Llevábamos encima todo tipo de recomendaciones sobre qué bodegas visitar, pero ya en el camino fue más bien el instinto lo que nos hizo detenernos. La primera visita fue a Emevé. Caminamos entre las viñas, algunas todavía sin recolectar. Entramos a sus bodegas y probamos sus vinos. De ahí seguimos hasta Adobe Guadalupe, una de las más famosas. Aquí también nos entretuvimos un buen tiempo probando sus distintas uvas. Cuando estábamos por terminar el recorrido, me asaltó la duda sobre la comida. Tanto vino abre el apetito. Un instante de iluminación me hizo recordar que una confiable experta me había hablado de Corazón de Tierra. Busqué el teléfono en internet (maravillas de la modernidad) y llamé. Treinta segundos más tarde teníamos una reservación para ocho. Así que salimos de Adobe con rumbo y algo contentos por el vino.

Llegar a Corazón de Tierra es una pequeña hazaña. De la carretera principal tomamos un camino de terracería que cruza viñedos y sembradíos. De pronto, de la nada, aparece el restaurante. Y al cruzar la puerta se nos ilumina a todos la cara. El espacio, amplio y abierto, es precioso, todo de madera. La cocina, en un extremo, y del otro un grandísimo ventanal que llena de luz todo el espacio. Del otro lado de las ventanas, el huerto. Cuando entramos, somos los únicos. Nos acomodamos en una mesa larga y llena de sol. El menú de cinco tiempos es fijo y cambia todos los días. Empezamos con una ensalada fresca, después unas verduras tibias, en medio un buen trozo de pescado y para terminar una carne que se había cocinado muy lento y que estaba llena de sabor. Hubo postre, pero decidí cambiarlo por un plato de quesos (también muy famosos en esta región). Se lee rápido, pero tomó mucho tiempo, mucho vino, mucho pan. Una tarde para recordar. Al final, ya con el sol que empezaba a desaparecer detrás del huerto, nos sentamos todos sobre la terraza a disfrutar los últimos rayos del día. Antes de irnos, atacamos la pequeña tienda que ofrece los productos Baja Botánica y que fue creada por los dueños del hotel que comparte La Villa del Valle. Por poco acabamos con el stock.

 

Tercero: excesos

A la mañana siguiente despertamos con una asignatura: Ensenada. Si de algo había oído hablar era de la comida callejera de la ciudad, y empezaba a ponerme nerviosa el pendiente. Otra vez optamos por el desayuno ligero. A las 12 del día estábamos ya en Ensenada, y en mi bolsillo traía un papel con calles y cruces anotadas. La avenida principal, al principio, desconcierta. Era sábado y todo estaba lleno de turistas eventuales recién bajados de un crucero. La atmósfera era más bien deprimente. Pero mientras fuimos avanzando empezamos a perder a los grupos que escupían los gigantescos barcos. Llegamos a la primera parada. Mariscos El Güero. Casi se me sale el corazón al ver la montaña de almejas y ostras. Ceviches, tostadas, cocteles. Y un ejército que detrás de un puesto callejero abre las ostras y almejas a velocidad récord. Resulta difícil entender cómo es posible que en medio de una ciudad cualquiera exista un puesto que ofrezca mariscos que en cualquier otro lugar del mundo serían más propios de un restaurante de lujo.

La segunda parada terminó por quebrarme los nervios. La Guerrerense es el más famoso de los puestos de Ensenada, y nada más llegar entendí que no tendría estómago suficiente para probarlo todo. Tostada de erizo, espectacular. Almeja Pismo con caracol. Quiero quedarme a vivir aquí. Salsas. Platos que van y vienen. Montañas de mariscos. ¿Cuántas veces podré regresar? Y otra vez, todo en medio de la calle. No hay sillas, no hay mesas, es tan sólo un puesto. Pero éste es un lugar ya muy conocido y seguramente, sin importar el día, la esquina estará siempre llena. Se entiende a la perfección.

Faltaba todavía un último puesto que visitar, el de los tacos estilo Ensenada (o sea, pescado empanizado). La caminata hasta El Fénix nos tomó unos 20 minutos durante los cuales todos rogamos en silencio por un huequito extra. Los tacos son sencillos y deliciosos. Dicen que el secreto está en la masa con la que cubren el pescado antes de freírlo. Lo logramos, aunque me hubiera gustado no tener que hacer tres visitas gastronómicas en un solo día.

De vuelta en Cuatro Cuatros aprovechamos lo que quedaba de la tarde para subir a ver el mar. Justo del otro lado de los viñedos, detrás de los cerros, está el Pacífico. En esta parte del terreno todavía no hay ningún desarrollo, sólo un mirador, donde nos instalamos a dejar pasar el tiempo. Abajo, en el mar, se alcanzan a ver unos círculos. Son los criaderos, de donde han salido las delicias que probamos en la mañana. Es difícil imaginar cómo cambiaría el paisaje si aquí hubiera una casa o un hotel. Por ahora, el sentimiento es que estamos solos y que el mirador lo han puesto sólo para eso: disfrutar del atardecer.

Hay un pero. La última asignatura. A las siete de la noche nos esperaban a cenar en Laja, y milagrosamente, cuando nos subimos al coche y tomamos la carretera, empieza a abrir el apetito. Para llegar a Laja subimos por otra carretera, la número 3, que conecta con Tecate, y ahí, a la mitad de la nada, encontramos la indicación que nos conduce al restaurante. En medio del campo, adornada con jardines y hierbas de olor, la casita blanca nos recibe para la cena. Son pocas las mesas, pero están repletas. Somos los últimos en llegar. Andrés, que es el encargado y sommelier, no tarda en llenarnos las copas con vino, algunos piden blanco, otros tinto, yo rosado.

El menú de Laja es cortísimo, pero da para elegir. Hay dos opciones para cada tiempo. Ese día, una sopa cremosa de berenjena con jamón serrano nos llenó a todos de buen humor. De segundo, un carpaccio de atún aleta amarilla o unos ravioles de zanahoria con jugo de carne. Ambos eran tan buenos que daban ganas de quedarse en ese tiempo. Como principal, una codorniz o un pescado. Vinos, quesos, postres y una mesa completa de comensales felices. Era la última noche, y resultó la celebración perfecta.

A la mañana siguiente emprendimos el camino de vuelta a Tijuana. El buen humor general permanecía. Pocas veces disfruté unos días tan llenos de buena comida. Pero teníamos que cerrar el círculo. Poco antes de Rosarito paramos en Puerto Nuevo. Era domingo, y el pueblo que nos recibió desierto el jueves en la mañana estaba a reventar. Volvemos a La Casa del Pescador. Nos sentamos en la misma terraza. Pedimos la misma montaña de langostas. Vuelvo a pensar que es el mejor desayuno del mundo. Y quiero volver, mientras más pronto, mejor.

 

GUÍA PRÁCTICA

Dónde comer

Teniente Azueta 139, Recinto Portuario, Ensenada

T. (646) 175 7073

Abierto de miércoles a sábado de 13 a 1 horas, domingo hasta las 18.

 

Carretera Ensenada-Tecate km 88, Ejido El Porvenir, Valle de Guadalupe

T. (646) 156 8030

 

Carretera Ensenada-Tecate km 83, Valle de Guadalupe

T. (646) 155 2556

 

  • La Guerrerense

Alvarado, esq. López Mateos, Ensenada

 

  • Mariscos El Güero

Lázaro Cárdenas, esq. Alvarado,Ensenada

 

  • El Fénix

Espinoza y Juárez, Ensenada

 

Dónde dormir

El Tigre, Carretera Tijuana-Ensenada Km 89 s/n, El Sauzal de Rodríguez

T. (646) 174 6789

 

Carretera Tecate-Ensenada km 75, Valle de Guadalupe

 

Vinos

Parcela 67, Ejido El Porvenir

T. (646) 156 8019

 

Parcela A-1 s/n, col. Rosa de Guadalupe, Valle de Guadalupe

T. (646) 155 2094

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