Quebec: la vida bajo cero

Un recorrido que incluye temperaturas bajo cero, varios litros de miel de maple y dos o tres capas de ropa térmica.

25 Nov 2017

El viaje comienza a la medianoche y, después de una escala en el aeropuerto de Toronto, abordamos una pequeña aeronave de hélices que nos lleva rumbo a Quebec City. Nada más sentir la temperatura bajo cero me pregunto si lograré sobrevivir la aventura completa.

Rumbo a nuestro hotel, voy percibiendo las sutiles diferencias de la parte francófona canadiense, no sólo son los letreros en francés por todos lados, sino también es la vida la que se nota más pausada que en el bullicioso Toronto. En una esquina, un grupo de estudiantes abrigados solamente con una sudadera me recuerdan que ésta es una cultura acostumbrada al invierno.

Una vez instalados en el hotel Château Laurier —un sitio ideal por su ubicación—, me doy un baño y me dispongo a dormir un buen rato tras el largo viaje de 12 horas. Me despierto cerca de las cuatro de la tarde, justo cuando comienza el atardecer. Otro recordatorio de lo lejos que se está del clima templado y amable.

Después de enfundarme en miles de capas de ropa, me uno al grupo para ir a cenar a la avenida principal Grand Allée, donde se encuentran grandes tiendas, galerías, bares y restaurantes. Elegimos Savini, uno de los tres espacios que el empresario Yannick Parent —una celebridad local— tiene en la ciudad.

Después del primer festín de carbohidratos y charcutería italiana, finalizamos con un pouding chômeur, un pudín de pan con mantequilla y mucha miel de maple —el postre insignia de Quebec—. Con la panza llena y el corazón contento, nos retiramos a dormir.

Al día siguiente, y siguiendo el consejo de abrigarnos exageradamente bien para un día con pronóstico de -22° C, nos disponemos a recorrer el Centro Histórico: Vieux-Québec. Caminamos unos pasos sobre el tradicional barrio y nos adentramos a la ciudad amurallada, sitio declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La fortificación, hecha por los ingleses una vez que ganaron el territorio a los franceses en la famosa Batalla de las Llanuras de Abraham en 1759, es una de las más antiguas de América y es motivo de orgullo para los québécoises.

Entrar en la ciudad antigua es meterse de lleno en la historia de la primera urbe canadiense. Nuestro guía Marouan Bel Fakir nos cuenta cada detalle mientras recorremos sus calles. No bien hemos digerido el desayuno, cuando ya hacemos la primera parada gastronómica en Paillard, una de las mejores panaderías de Quebec, donde el combo croissant-chocolate caliente es obligado para seguir la caminata.

Nos dirigimos hacia la basílica de Notre-Dame para conocer la Puerta Santa concedida por la Santa Sede a Quebec City en el aniversario 350 de la fundación de su primera parroquia católica. Es la única que se encuentra fuera de Europa y la séptima que se otorga a una iglesia para celebrar la fe. Cuenta la leyenda que aquel que pasa por debajo tendrá el perdón de todos sus pecados, por lo que se ha convertido en una atracción turística obvia.

Nuestros pasos nos llevan al Quartier Petit Champlain, la calle más bonita de Quebec, con montones de tienditas, pequeños bistrós y escenas como de cuento. Seguimos descendiendo rumbo al Château Frontenac, uno de los edificios más icónicos y fotografiados de la ciudad, con imponentes vistas al río St. Lawrence.

Posteriormente, nos dirigimos a tomar el ferry que nos lleva a Île d’Orléans, la isla que se encuentra frente a Quebec City donde la vida es más barata y menos idílica; el recorrido vale la pena sobre todo por los paisajes. Observamos la construcción de la ciudad, que fue fundada en la rivera y después fue subiendo a terrenos más altos para una ventaja militar. De lejos se aprecia su forma, la que dio origen a su nombre indígena: Kebec, que significa “donde el río se estrecha”.

Después de un almuerzo ligero, tenemos apenas un par de horas antes de que anochezca. Pero como el termómetro sigue descendiendo sin piedad, nos detenemos en La Buche, un sitio con cocina québécoise tradicional, para beber Caribou —una mezcla de vino tinto, whisky y miel de maple que calienta el cuerpo de inmediato—.

Durante el recorrido nos cruzamos con locales como Tournebroche, un restaurante orgánico con huerto integrado que produce su propia miel, y el wine bar Le Moine Échanson que ofrece sólo vinos canadienses; ambos quedarán pendientes para otra visita. El paseo termina con el platillo típico posborrachera de Quebec: poutine —elaborado con papas fritas, gravy y queso en grano fresco— en el Snack Bar Saint-Jean cuya popularidad aumenta a las dos de la mañana, cuando cierran los bares.

A la hora de cenar nos dirigimos al bistró Chez Boulay, del chef superestrella Jean-Luc Boulay y Arnaud Marchand, este último ganador de un reality show de cocina en el que Boulay fue juez. Su propuesta de cocina boreal, que utiliza sólo ingredientes como el salmón, ganso o bacalao de la región que estén en temporada, es un éxito y un reto, considerando la poca variedad durante el invierno.

Al día siguiente, y a manera de despedida, nos espera una de sus experiencias más extravagantes: visitar el famosísimo Hôtel de Glace, que se encuentra a tan sólo diez minutos de la ciudad y es una de sus atracciones más célebres. Los turistas y locales acostumbran visitar el bar de hielo por las noches y admirar la decoración única de cada suite hecha por estudiantes de escuelas locales de arquitectura.

Desde hace 16 años, cada invierno la estructura se construye desde cero . Los huéspedes buscan vivir la experiencia de dormir una noche en un hotel fabricado de hielo y nieve, abrigados por un saco de dormir especial que los resguarda de las temperaturas bajo cero. Sí, el sitio es precioso, pero el frío constante me hace dudar si podría aguantar una noche entera ahí.

De vuelta nos detenemos en Parc de la Chute, hogar de las impresionantes cataratas de Montmorency, que ofrece uno de los paisajes invernales más impresionantes de Quebec. Como nunca llega a congelarse por completo, aquí se practican toda clase de deportes invernales.

  • El invierno en su máximo esplendor

A hora y media de Quebec City se encuentra la región de Mauricie, un parque nacional donde se experimenta la naturaleza de lleno. Antes de llegar, nos detenemos en Chez Dany, un sitio de paso obligado para conocer de primera mano el proceso de extracción del maple.

El lugar forma parte de una práctica local llamada Cabane à Sucre que rescata la tradición ancestral de servir un menú cuyo propósito es dotar de energía al comensal y así tolerar las bajas temperaturas. Previsiblemente compuesto por carbohidratos, carne de cerdo y mucha miel, tiene un dulce final en forma de paleta de caramelo de maple enfriado en nieve. Sugar rush a la máxima potencia.

Al llegar al hotel Sacacomie —una bella edificación hecha de madera—, nos recibe nuestro anfitrión Gaspard, ataviado con un enorme abrigo de piel para mostrarnos la belleza del lago mientras bebemos un sortilège (una deliciosa mezcla de whisky con maple).

Nos dirigimos rápidamente hacia nuestro paseo en trineo con perros. A primera instancia, suena como una dinámica relajada para admirar el bosque mientras uno se desliza suavemente sobre la nieve. La realidad es que es una tarea que exige concentración al máximo y reflejos de ninja.

Después de una breve explicación, cada pareja se dirige a conducir el propio por un camino trazado. Los animales están ansiosos por correr y lo demuestran ladrando y aullando, cosa que no ayuda al nerviosismo del conductor novato. Manejarlo es una tarea complicadísima, tanto que fui a dar al suelo tres veces. No tuvimos ninguna baja, sólo una buena historia que contar al regreso de la travesía. Para curar los golpes —y el orgullo—, nos trasladamos al GEOS Spa Sacacomie para zambullirnos en el spa nórdico al aire libre.

Al día siguiente, me despierto a las siete de la mañana para ver el espectacular amanecer sobre el lago congelado, los tonos rosados del cielo ofrecen un paisaje de ensueño sobre el paisaje del bosque y el blanco del hielo en el agua. Después de un breve desayuno con más litros de miel de maple, nos dirigimos a realizar un paseo en motonieves, un invento canadiense y que es un modo de transporte real con vías rápidas exclusivas. Manejarlo es relativamente sencillo, presionando sólo dos palancas, una de velocidad y otra de freno. Es una forma más relajada de admirar el paisaje y recorrer una gran distancia, sin olvidar nunca que se trata de una máquina de gran potencia. El paseo es una gran manera de despedirse de la Quebec salvaje.

Al contrario de la apacible Quebec City, o el Sacacomie natural, Montreal es una vibrante ciudad cosmopolita. Llegamos al Hyatt Regency enclavado en pleno Quartier des Spectacles, zona donde se realizan durante el verano la mayoría de festivales al aire libre.

Como el invierno no es pretexto para que la vida se detenga, hay una instalación llamada Luminothérapie con subibajas de luz que suenan a medida que ascienden y descienden. Al costado de la plaza está el Museo de Arte Contemporáneo, sobre cuyas paredes se proyectan instalaciones de luz y sonido que contrastan con lo blanco del paisaje urbano.

Después de un breve almuerzo en Brasserie T!, caminamos calle arriba a Benelux, un pub que produce su propia cerveza artesanal, y pionero de la escena local constituida por 120 microcervecerías tan sólo en la provincia de Quebec. El lugar es muy relajado, frecuentado por jóvenes en su mayoría que asisten a escuchar música y probar los distintos estilos que se elaboran a diario.

Nos retiramos para descansar un poco antes de ir a cenar a Gus, uno de los restaurantes más interesantes con el que nos encontramos en el viaje. Aquí, su chef sigue la tendencia mundial de experimentación donde no existen las fronteras, ofreciendo una reinterpretación de sabores locales que conviven de manera atinada con ingredientes de todo el mundo, como el chile habanero, el wasabi, la soya o el chipotle.

En un viaje que hemos dedicado enteramente a la comida, es lógico que nuestro último día sea un homenaje a los sabores de Montreal. Lo iniciamos en el Café Olimpico, en el Mile End, el barrio ultra de moda de la ciudad. Ahí nos espera Danny Pavlopoulos, de Spade and Palacio, una agencia que se ha especializado en realizar recorridos de comida desde hace bastante tiempo.

Nuestra primera parada es uno de sus mayores orgullos y hogar de los mejores bagels de Canadá: los de St. Viateur, con 50 años de tradición. A diferencia de los de Nueva York, éstos se hornean a la leña, lo que les da un sabor ahumado extraordinario. Después, caminamos hacia  otro ícono de la ciudad, Wilensky’s, sitio frecuentado por los chefs Anthony Bourdain y David Chang, que sólo sirve sodas caseras y sándwiches de bologna, salami de res y mostaza en un pan especial.

  • Un verdadero imperdible.

Nos desplazamos en autobús a la Pequeña Italia para conocer dos sitios emblemáticos: el primero es la Patisserie Alati-Caserta, una pequeña pastelería que produce los mejores cannolis y los más frescos; el segundo, Quincaillerie Dante, una verdadera excentricidad. Originalmente, era una tienda donde se vendían armas de caza, pero después incorporó un lugar dentro de la misma dedicado a vender ingredientes y utensilios de cocina para los inmigrantes que comenzaban a poblar el barrio.

Quincaillerie Dante es una rareza mundial, pues además integra en un espacio pequeñísimo una tienda que vende armas, ingredientes y utensilios, e incorpora una pequeña escuela de cocina. Tal ambiente sui géneris produjo a uno de los chefs más queridos de Montreal, Stefano Faita, quien, además, abrió dos restaurantes italianos exitosísimos justo enfrente de la tienda de sus padres.

Caminamos un poco más para conocer el famoso mercado Jean-Talon, en él se pueden encontrar toda clase de productos, comenzando por la asombrosa escena local de charcutería, seguida por la tienda de quesos y una más de hongos de la zona.

Después de comprar mieles de lavanda, sales, cremas y hasta unos calcetines de lana, nos enfilamos a Schwartz’s, un deli judío que sirve sándwiches de carne ahumada en pan de centeno con mostaza, en un ambiente que parece atrapado en el tiempo. Toda una institución cultural de la ciudad.

Aunque sigo preguntándome si podría dormir en el hotel de hielo o vivir en una ciudad que se enfrenta a -22º C cada mañana, algo me ha quedado claro estos días: una buena dieta cargada de calorías y cubierta de miel de maple hacen que la idea suene posible.

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