Park City: justo en el blanco

Pasó de ser un pueblo minero perdido a un destino de nieve de lujo, casi sin escalas. ¿Qué es tan atractivo de Park City que todos quieren estar ahí?

07 Nov 2017

Dicen que la nieve de Park City es la mejor del mundo.  Champagne powder la llaman. Prácticamente seca y ligera como polvo, basta con soplarla para que vuele unos cuantos metros. Los esquiadores expertos vienen por ella, y los principiantes disfrutan los beneficios de las caídas suaves, sin golpes fuertes. Sin embargo, más allá de ser uno de los highlights de este destino, Park City tiene mucho más que ofrecerle al viajero (y esto sólo durante el invierno).

Aspen y Vail son las opciones “naturales” cuando uno está planeando una vacación en la nieve de Estados Unidos. Lake Tahoe, Telluride y hasta el poco querido Mammoth Mountain, en California, quizás sean las segundas. Sin embargo, muy cerca de Colorado, en el estado mormón de Utah, a pocos kilómetros de Salt Lake City, se encuentra el pueblo de Park City, rodeado por tres resorts: Deer Valley, Canyons y Park City. Sin duda, el paraíso de los esquiadores que buscan pistas con gran calidad de nieve y sin colas eternas, y una vida animada después de las cuatro de la tarde.

La historia de la ciudad es breve: el Park City tan elegante durante el invierno –quizás sea por esa blanca capa delgada que lo cubre todo– nació en realidad como un pueblo minero. Sin embargo, la extracción de plata dejó de ser negocio, los mineros migraron hacia otras zonas, y lentamente se convirtió en un pueblo fantasma, muerto. Como pasa en muchos lugares alguien vio la veta de negocio, realizó un gran desarrollo y con menos de un siglo de vida, Park City se volvió uno de los centros de esquí más atractivos de Estados Unidos.

“Es lujoso pero no es show-off”, explica Dan Howard, el Director de relaciones públicas del hotel Montage, quien llegó hace tres años desde California, y sin embargo no cambia Park City por nada. “Tampoco hace falta esquiar para disfrutar de la experiencia de Park City. Estar aquí, se trata de vestirse bien, de comer bien. Aquí hay más chefs que en París, en relación con la cantidad de población. Y se pueden realizar otras actividades de nieve más allá de esquiar. Los resorts están abiertos todo el año”, agrega.

Junto con el Sundance Film Festival –sí, uno de los festivales de cine más interesantes, que se realiza aquí en enero– la época más fuerte de Park City es President Week, alrededor del tres de febrero –fuerte porque nunca se puede decir que esté a reventar–. No porque no haya ocupación completa, sino porque no se siente lleno. Hay espacio para todos: el que esquía y el que no; no hay grandes colas en los medios de elevación, y conseguir mesa en un buen restaurante no es una misión imposible.

Además, Park City tiene todas las ventajas que da un pueblo chico: todo queda cerca, muchos hoteles tienen la opción de ski-in y out, y está a 40 minutos de un aeropuerto internacional, Salt Lake City. “En un mismo lugar, tienes tres resorts de esquí, y el más antiguo, Park City, tiene sólo 50 años.

En un día puedes esquiar en los tres porque sólo los separan cinco minutos uno de otro”, cuenta Bruno Schwartz, un brasileño que dejó el calor de su país natal por la aventura que le ofrece este pueblo, y ahora trabaja en la Cámara de Comercio de Park City. “Además, si compras un pase internacional puedes esquiar en los tres resorts. Es perfecto para experimentar los tres y decidir cuál te gusta más, no importa si te quedas una semana o toda la temporada”, explica.

Quien esquía sabe lo que produce una bajada por una pista nueva. La emoción exagerada que producen la velocidad, el riesgo, y la adrenalina, en un entorno helado y deslumbrante, absolutamente blanco. Dura tan poco, que una vez abajo, inmediatamente y con más valor, queremos treparnos una vez más al lift que nos lleve a la cima. Como si fuera un tobogán y tuviéramos cinco años. Se vuelve adictivo.

Una adicción que vale la pena

Bajando por la pista Doc’s Run descubro por qué Canyons es la favorita de los esquiadores y snowboardistas extremos. Tiene pendientes y fuera de pistas que son de temer. Animada no sé por qué espíritu aventurero (que creí ya perdido en mí), decido que The Meadows, una de las pistas verdes de Canyons, de paisaje bonito y pendientes suaves, es demasiado fácil, y me trepo al Saddleback Express, uno de los lifts que llevan hasta la cima de la montaña, a una altura de 9 100 pies.

El paisaje desde esa altura es extraordinario y vale la pena la audacia, aunque una vez arriba y con una pendiente escarpada por delante, uno tienda a arrepentirse de su valentía súbita. Pero ya no hay vuelta atrás, y la única manera de bajar, es arriba de los esquíes y con el corazón a pleno bombeo.

Con las sombras de los árboles que la tarde extiende sobre la pista, se deja de distinguir el hielo que se mezcla con la nieve en polvo. La bajada está repleta de curvas, algunas más amplias, otras más cerradas. Tomo aire y me lanzo. Pienso que más allá del piso no voy a llegar. A cada curva se revela un paisaje más increíble: árboles cubiertos de nieve, las montañas al frente y el sol que brilla en el reflejo blanco. Una, dos, tres pendientes importantes, que sólo cobran magnitud cuando sorteado el obstáculo las veo desde abajo y no puedo creer que hace segundos pasé por ahí sin caerme ni perder el estilo.

Claro, a medida que uno avanza y toma más confianza, se deja ir más, hace el slalom más corto y toma más velocidad. La adrenalina impide bajar la velocidad, hasta que un poco de hielo en la pista o los inesperados bumps me recuerdan que no soy invencible (ni experta). Pero sigo y a pesar del frío que me pega en la cara de frente, siento un calor desde adentro y siento las piernas poderosas, moviéndose al compás de la nieve.

Es adictivo. Una vez abajo, sana, salva, con el corazón saliéndose del pecho y la temeridad a flor de piel, decido volver a subir.  Veinte minutos de Saddleback Express, con el frío que cada vez pega más fuerte y traspasa los guantes y la chamarra impermeable, y ya estoy lista para bajar otra vez la montaña. Esta vez, con mucho menos temor y mucha menos conciencia, bajo la montaña en pocos minutos, con una sonrisa que se me congela en la cara.

La sensación es difícil de explicar, y quizás sólo el que haya experimentado esa libertad infinita alguna vez, me entienda. Y ahí estoy, en plena bajada, una, dos, tres pendientes que ahora conozco y sé por dónde tomarlas, saltitos tímidos que se hacen más frecuentes, y llego a la base, donde se encuentra el Red Pine Lodge, un restaurante enorme donde se juntan todos los esquiadores y snowboardistas a comer o a tomarse un chocolate caliente, a compartir las aventuras del día.

Pero para bajar hasta la base de Canyons hay que tomar la góndola, que me trajo hasta ahí esa misma mañana, o… bajar la montaña esquiando. Y como ya estoy envalentonada, y me siento la mujer maravilla, decido no hacerle caso a uno de los precavidos empleados Snow Patrol que me advierte que la pista –Doc’s Run- está congelada. Una mirada con mi amigo Alberto basta para lanzarnos por el Short Cut que une dos montañas y llegar al comienzo de esta pista, la más excesiva y complicada que he bajado en mi vida.

En ese momento, tomo conciencia del peligro y quiero arrepentirme, pero no hay otra manera de bajar, no hay vuelta atrás. Hay que ir hacia delante, aunque aquí delante, signifique abajo, un abajo interminable y congelado. Con el poco valor que me queda, me lanzo hacia la única dirección posible.

A diferencia de Snow Dancer, esta pista no tiene árboles o nieve virgen alrededor, sino que a modo de pasarela está rodeada en su mayoría por precipicios y barrancos abruptos, así que desviarse demasiado no es una opción válida. Hago la bajada con movimientos amplios, o al menos eso intento, porque el hielo es tanto que al dar la vuelta desciendo varios metros en paralelo y no paro hasta que me caigo y empiezo a girar como muñeco, sin poder frenarme con nada, ni esquíes, ni bastones, ni manos.

Cuando intento aferrarme al suelo, sólo consigo girar más y descender en círculos totalmente extendida sobre el hielo. La imagen seguramente resulta chistosa para aquellos que pasan en la góndola, seguros y tranquilos, en dirección al après ski.

Cuando la pendiente se hace más suave, me detengo, reacciono e intento levantarme, pero el hielo lo hace una misión imposible. Me tienen que ayudar. Me pongo de pie y sigo avanzando, como puedo, un poco helada, un poco mojada, con el orgullo un poco magullado.

Todavía me esperan dos caídas más, duras, sobre el hielo. Y cuando ya estoy cansada, y con un poco de miedo, porque el sol empieza a bajar, y ya no quedan muchos esquiadores en la montaña y creo que no lo voy a lograr y ya pienso en una muerte por congelamiento, levanto la mirada y descubro la blancura que me rodea, pinos repletos de nieve, lomas y pendientes, y la montaña enfrente, bañada por la luz dorada de la tarde y arriba el cielo más azul que he visto en mi vida. La paz más infinita, el silencio absoluto, la inmensa belleza que parece no tener fin.

Después de todo no es tan malo estar ahí, más allá de las caídas y el frío, valió la pena el arrojo. Podría quedarme horas en ese paisaje de postal, pero se me enfrían las nalgas, y con el último resquicio de valor que me queda, me vuelvo a poner los esquíes, que en cierto momento evalué abandonar a su suerte, y bajo los 300 metros que me quedan por delante. Una vez abajo, estoy exhausta, física y emocionalmente, pero lo volvería a hacer. Sin dudarlo.

Un día entre montañas olímpicas

“La sensación que te da el esquí es de libertad absoluta. Estás bajando la montaña como flotando, sigues el ritmo de la montaña, es como estar en un estado de ensueño. Estás libre de todo, de tus preocupaciones, todo desaparece y sólo te enfocas en esquiar, en no caerte, pero tus pensamientos están libres del mundo regular, y encima estás rodeado de naturaleza y de silencio. Y de lo único que hablas es de esquiar. Es un estilo de vida muy único”. Canyons también es la elegida por Brian Olsen, un ex esquiador olímpico –compitió en Torino, en 2006– que llega aquí cada invierno a poner a prueba sus habilidades. Por su pasado noruego, dice, nunca hizo snowboard. “Siento que mis antepasados se revolverían en su tumba si dejara los esquís, que es la manera más tradicional de estar en la nieve. Nunca me subí a una tabla de snowboard y eso que esquío desde los cinco años y ahora tengo 30”, dice.

Para él, lo mejor de Park City es la selección de montañas. “En un mismo día puedes esquiar en tres montañas distintas. Comparado con Colorado o Tahoe, aquí, la temporada de invierno se siente como una Navidad de tres meses. Se respira una atmósfera de bienvenida, que es auténtica, es más local. La gente vive en Park City porque ama vivir acá, en invierno y en verano”, explica.

Brian, como muchos otros fanáticos de la nieve, se levanta a las siete porque los resorts abren alrededor de las ocho y media y todos quieren ser el primero en subirse a la montaña y estrenar la nieve virgen que cayó pareja durante toda la noche. El ritual suele ser: esquían, se encuentran con amigos, comen, y vuelven a esquiar. Luego se juntan con otros amigos que hayan esquiado en otro resort, para tomar algo en el pueblo y se cuentan con lujo de detalles qué tan buena estuvo la nieve.

Que un olímpico practique aquí no es coincidencia: en Park City, a escasos kilómetros del centro, se encuentra el Utah Olympic Park, donde se realizaron los Juegos Olímpicos de Invierno de 2002 y donde actualmente se puede practicar bobsled, skeleton, patinaje artístico, esquí nórdico o alpino y hockey, entre otros deportes.

“Por lo general paso 20 días al año en Park City. La nieve de Utah es única, es seca, fina. No hay una nieve así en ninguna parte del mundo”, agrega Brian, con la cara roja por la emoción y el excesivo frío.

Steve Pastorino trabaja en Canyons, y asegura que nunca vivió un diciembre tan frío. Las temperaturas rondan los -12º y -17º, cuando por lo general suelen ser de 0º en esta época del año. “Me gustan las temperaturas más altas, y los días de sol, por eso mi época preferida es marzo: tienes mucha nieve y temperaturas más altas. Lo mejor, tener tres resorts tan cerca, diferentes, pero de alta calidad. Park City es increíble, si amas la vida al aire libre. El aire es de los más limpios del mundo. Y tienes muy cerca una gran ciudad como Salt Lake City con su ópera, sus equipos de deporte, y buen shopping”, dice.

La montaña de la elegancia

Deer Valley no acepta snowboardistas. Un statement fuerte en un mundo donde la tabla se sigue usando y sigue ganando adeptos. Tampoco acepta más de 6 000 esquiadores. Los pases de los lifts están restringidos. Parecen muchas reglas para un resort de esquí pero esta exclusividad es lo que hace única a esta montaña (bueno, y sus costos y la calidad de los servicios que ofrece a cambio). Y hasta los esquiadores veteranos asiduos a otros resorts invernales de Estados Unidos, aseguran que éste es uno de los más elegantes.

La exclusividad empieza desde el Snow Park Lodge, donde te recibe Marilyn Stinson, Tour & Travel/International Manager, que intenta hablar algo de español para contarme que en realidad ella prefiere el verano y las actividades estivales.

Hace 19 años que vive aquí. “Lo que más me gusta de Park City es que es una gran comunidad cerca de una ciudad, de Salt Lake City. Es como si fuera una familia, se siente como un pueblo pequeño pero con gran vida cultural”, explica. En todo el resort trabajan más de 5 000 personas durante el invierno, y el resto del año alrededor de 3 000. Marilyn es una de ellas.

El entusiasmo generalizado ya se siente desde el espacio de renta de los esquíes, donde un mini ejército de jubilados se esmera en tomar la solicitud del equipo, medirte el pie y darte las botas indicadas y ajustar los esquíes según tu altura y estilo de esquí. En 15 minutos uno está listo para tomar su clase con un instructor. Las clases particulares, las más efectivas e intensivas, cuestan 700 dólares. Aunque las grupales también son una buena opción.

Deer Valley está compuesto por seis montañas: Flagstaff, perfecta para esquiar en familia; Empire, la más elevada del resort que es la de los expertos; Bald Mountain que se puede ver desde todo Park City; Little Baldy Peak con nueve pistas; Bald Eagle Mountain que se hizo famosa durante los Juegos Olímpicos de 2002; y la sexta, con 9 000 pies, Lady Morgan, con pistas para expertos y avanzados. Veintiún medios de elevación conectan las montañas cubiertas de nieve en polvo.

Gianni es mi instructor argentino. Como muchos nacidos en la Patagonia, esquía desde muy joven y ha dado clases de esquí en todo el mundo. Conoce de nieve, de montañas, y de muchas otras cosas que relata sin parar un poco para quitarme el vértigo que produce el lift y otro poco para generar el calor. Ya había estado en Park City en otras oportunidades durante las temporadas de esquí, pero un día llegó y decidió quedarse una temporada interminable. “No se gana tanto como en otros centros de esquí, pero se vive muy bien.

Los mormones han saneado todo el estado, y eso trajo cosas buenas, valores importantes para una sociedad tan cosmopolita como ésta”, dice. Es él quien me cuenta (y muestra) que en esta montaña hay casas que cuestan desde 5 a 40 millones de dólares, y que muchos instructores tienen en realidad otras profesiones –cirujanos, gerentes de empresas- pero vienen a Deer Valley a hacer contactos importantes. Y nada como una clase personalizada para hacer nuevos amigos, y contactos, claro.

Dormir como rey de la nieve

No es casualidad que en este resort, en Deer Valley, distribuidos entre las montañas, se encuentren los tres hoteles de lujo de la ciudad: The St Regis, Montage y Stein Ericksen Lodge.

The St Regis se ubica majestuoso sobre la ladera de la montaña y se accede a él por un funicular elegante y calefaccionado que lo lleva a uno directamente hasta las puertas del J&G Grill. Los desayunos en este restaurante son perfectos no sólo por la variedad, si no por la vista: los ventanales, especialmente los de la mesa del chef, dejan ver la montaña completa, y el espectáculo de los delicados copos de nieve cayendo con un 7452 Mary (la especialidad del bar) en la mano, es maravilloso.

Además, este hotel cuenta con habitaciones amplísimas, con cocina y sala, que se pueden unir para crear prácticamente casas que alojen familias completas. Además cuenta con la llamada ski beach, que poco se parece a una playa de arena, pero tiene una alberca al aire libre para los más valientes y camastros para pasar un rato envuelto en una bata a prueba de frío. Afortunadamente, la terraza también está calefaccionada.

Otro de los favoritos, de Deer Valley, es el Montage. Majestuoso sobre la montaña Empire Pass, el hotel de lujo más nuevo se encuentra a cinco minutos del centro, sin embargo, uno siente que se encuentra en medio de la nada, en medio de la inmensidad blanca. El servicio es impecable, pero lo más atractivo son algunos de sus highlights como la alberca al aire libre, el restaurante Burgers & Bourbons (que ofrece más de 100 bourbons y whiskies diferentes) y su propio boliche.

Durante la época del Sundance Film Festival, el Stein Eriksen Lodge es el favorito de celebridades y estrellas que buscan la intimidad que dan las habitaciones enormes separadas entre sí, perfectas para las fiestas post festival. El hotel tiene más de 30 años, se encuentra a 8 200 pies de altura, en la mitad de la montaña y su dueño, Stein Eriksen, fue un esquiador destacado, que ganó una medalla de oro por su slalom gigante en los Juegos de Invierno de Oslo, en 1952, y varias preseas más en 1954, en Suecia. Hoy, a los 86 años este noruego, sigue recorriendo los espacios comunes de su hotel revisando que todo esté en orden.

Todavía falta para Sundance, y la visita incluye una cena obligada en el restaurante Glitretind, dirigido por el chef Zane Holmquist. Es de noche, afuera hace más de 17 bajo cero y la nieve cae en copos grandes, infinita, sin embargo adentro hace calor, el fuego de la chimenea calienta el ambiente, y el pinot noir francés también. Platos y copas se van sucediendo en una mesa de mantel blanco. Se oye de fondo la voz de Ella Fitzgerald cantando “Baby it’s cold outside”. Un cliché invernal completo, del que nadie quiere renegar.

¿Qué hacer en verano? 

El verano es una temporada con muchas opciones para disfrutar de la vida al aire libre, los días soleados y la naturaleza. Estas son algunas de las actividades favoritas de Jeff Fishman, Travel Industry Sales Manager del Hotel Stein Eriksen Lodge.

El Deer Valley Music Festival 

Un festival de música que se realiza durante julio y agosto, y presenta conciertos de la Sinfónica y la Ópera de Utah (aunque también se han presentado Tony Bennett, Ben Folds y Elvis Costello, entre muchos otros). deervalleymusicfestival.org

El Jordanelle Reservoir ofrece una cantidad enorme de actividades como pesca, paseos en canoa y en kayaks, camping, esquí acuático y wakeboard. stateparks.utah.gov/park/jordanelle-state-park

Hacer Mountain Bike por las montañas de Deer Valley, entre arroyos y árboles. deervalley.com/WhatToDo/Summer/MountainBiking.

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