Charleston, “Number one”
Para los lectores de las principales revistas de viajes de Estados Unidos, Charleston, en Carolina del Sur, es el destino turístico más atractivo de su país. Si no el más romántico, sí el más acogedor o donde mejor se come. Aunque no tiene, ni de lejos, las proporciones de Nueva York o Miami –apenas suma algo más de cien mil habitantes– reúne todos los ingredientes para unas relajadas vacaciones junto al mar: playas de arena blanca, una gastronomía en plena ebullición, atractivos hitos históricos y un clima casi perfecto, que no padece inviernos polares ni calores extremos.
En las islas dunares que surgen en primera línea del litoral, se suceden maravillosas villas de madera sobre pilotes, que protegen de los huracanes. El ambiente es familiar, se conduce despacio y sirven en sus restaurantes excelentes platillos con marisco. El cangrejo azul y los camarones, acompañados de masa de maíz en el típico plato de shrimp and grits.
Es el sueño burgués americano hecho realidad, que finaliza con un paseo al atardecer por la playa. La cereza sería cruzarse durante la caminata con el actor Bill Murray, uno de los más insignes vecinos de Charleston. Quienes lo han encontrado advierten que nunca da autógrafos, pero sí abrazos.
Otra estampa idílica a esas horas tiene lugar en el canal de Shem Creek, situado en la localidad de Mount Pleasant. Mientras los últimos rayos del sol se filtran entre los mástiles de los barcos de pesca, los lugareños esperan a que algún despistado pez pique el anzuelo y pequeños crustáceos corretean por el lodo bajo la atenta mirada de las gaviotas.
Otra señal avisa que ya ha llegado el momento de sentarse a cenar: el olor a la carne quemándose en las parrillas, que se impregna de los aromas del Lowcountry. Éste es el nombre que recibe la región costera que se extiende entre los estados de Carolina del Sur y Georgia, y que define una cocina donde se funden las tradiciones gastronómicas americana, europea y africana.
En el otro extremo de Mount Pleasant sigue en funcionamiento la Boone Hall Plantation, una de las grandes fincas agrícolas surgidas durante la época de la esclavitud. Allí se conoce como el Antebellum, con la Guerra de Secesión como referencia. Un largo pasillo de centenarias encinas de Virginia flanquean la augusta entrada, cuya longitud es de cerca de un kilómetro. Es como un túnel del tiempo. Su pasado se representa como atracción turística, tanto en la mansión de los viejos amos, tan opulenta, como en las exiguas viviendas de los esclavos. Las explicaciones del guía están muy bien, por lo minucioso del relato. Se agradece que haga un retrato completo de lo que allí aconteció. Nada se explica sin la trata de hombres. En otros sitios hay quien lo omite.
Un pasado vital
Antes de la Guerra Civil, Charleston fue uno de los más importantes puertos de esclavos de Estados Unidos. La mitad de sus habitantes eran considerados propiedad privada. En sus límites administrativos vivieron ocho de los 14 dueños con más de 500 labour units del país. Debido a que se cultivaba mucho arroz –traído de África por los ingleses–, hacer que creciera este cereal implicaba diez veces más mano de obra que la necesaria para recolectar algodón.
El excelente puerto natural, que sigue siendo la base de la economía local –ahora junto al turismo–, permitía exportar sus productos por todo el mundo, incluido Japón. La ciudad vivía una época dorada de la que quedan vestigios.
Otra de las grandes plantaciones de la zona era la de Middleton Place. Tal era su importancia que su segundo dueño fue uno de los firmantes del Acta de Independencia; el cuarto puso su rúbrica en la de Secesión, del lado del sur, por supuesto. Se encuentra a 20 kilómetros del centro de la ciudad y destaca por su jardín, considerado un mini Versalles. En un entorno pantanoso, la mano del hombre ha creado un escenario de geometría natural, donde los parterres están recortados con milimétrica precisión. Al fondo, se admira el suave discurrir del río Ashley.
Junto a una fila de juncos que separa el jardín del curso del agua, se levanta una encina gigantesca. Hay quien asegura que es el árbol más voluminoso al este del Estados Unidos, aunque desde que se le cayó una de sus ramas principales es difícil asegurarlo.
Al acercarse a contemplarlo, se recomienda no apoyarse sobre su tronco. Se trata de decenas de bichitos con la maligna intención de picar hasta desquiciarnos. Lo mismo podría suceder si nos tumbáramos sobre el tentador césped. Aunque más cuidado hay que tener al pasear por la zona de los estanques: eso es territorio caimán. El reptil anda muy lento en el medio terrestre, pero nunca se sabe.
Debido al infausto pasado de Middleton Place, ningún negro visita esta plantación. Dicen que las Spanish moss (heno) que cuelgan de los árboles, son las almas de los que vivieron encadenados a los aperos del campo. Así, en la representación por actores de las labores en la granja, sólo se ven blanquitos simulando amartillar el yunque o preparando un cazo de okra.
Si olvidamos el oscuro pasado, hay que reconocer que el lugar es una delicia. Un moderno hotel se construyó entre la espesura, con relajantes vistas al río.
En Charleston tampoco se ve gente de color por las calles, vive apartada en los suburbios (el alcalde es demócrata; el gobernador del estado, republicano). Sus calles son un dechado de pulcritud: cada seto, árbol y flor está en su sitio. Hasta en el viejo cementerio de la iglesia Unitaria parece que el musgo se ha colocado estratégicamente sobre sus lápidas.
Las grandes viviendas de estilo colonial junto al Oyster Point –donde se asienta la ciudad– se exhiben relucientes. Tras el paso del huracán Hugo en 1989, que dejó daños por tres mil millones de dólares, remodelaron hasta su última tablilla. Dado que el barrio es un gran activo turístico, las administraciones públicas no tuvieron reparos en financiar su resurrección.
Auge gastronómico
El tremendo auge de la gastronomía en Charleston hay que atribuírselo a la iniciativa privada. Su principal adalid es Sean Brock, chef del restaurante Husk y del aún más elegante McCrady’s. Procedente de Virginia –amén de los lentes de pasta, amante de los tatuajes y gran cazador de camaines–, comenzó a buscar entre viejos libros de cocina recetas locales en desuso, las que preparaban las madres en casa.
Al descubrir que muchos de aquellos ingredientes ya no existían o estaban en trance de desaparecer –incluido el arroz africano que fue motor económico de Charleston–, contactó a diferentes productores de la zona para rescatarlos. Junto a ellos, comenzó una excepcional andadura culinaria, una deliciosa síntesis de las gastronomías de tres continentes distintos. Y por si acaso, la hamburguesa les sigue saliendo de miedo, aunque ahora suene más su nombre por sus creaciones más contemporáneas.
En los últimos 15 años las nuevas aperturas son constantes. En días “bourbon”, cuando el cielo está encapotado, no cabe un alma en los bares y restaurantes de King Street. Ni siquiera en las calles aledañas, la fiebre gastro ha ido más allá del downtown. Además de los locales de Mr. Brock, hay muchos otros que sugerir.
Durante años, quienes deseaban probar la verdadera cocina del Lowcountry se acercaban a un área industrial de Charleston. Ese poco encanto atraía para probar el pollo frito y el repollo hervido de Martha Lou’s Kitchen. Martha Lou, la octagenaria dueña, sigue al pie de los fogones.
En una calle aledaña, una compañera de viaje en sabores locales: Alluette Jones. Su café tiene una perspectiva “holística”, lo que sea que quiera decir eso. El caso es que rechaza el cerdo por considerarlo impuro –casi una herejía en la cocina del sur–, se abastece de huertos orgánicos y sirve una hamburguesa de frijoles llamada “Bill Murray”, visitante asiduo.
En la antigua sede de un banco abre sus puertas The Ordinary, el actual templo del marisco en la ciudad. Junto a la antigua cámara acorazada se despliega un muestrario con ostras, cangrejos y almejas, que se comen crudas.
Otro bocado que no debe saltarse es el camarón blanco a la parrilla. En el ambiente victoriano de Poogan’s Porch, el marisco se reboza con harina de maíz siguiendo la cocina Calabash. En Xiao Bao Biscuit entra por primera vez la cocina oriental a jugar con lo local, fusión en la zona. Un local con jugos de frutas, The Juice Joint, es la otra gran ventana a sabores extraños.
Para despedirnos de Charleston el trago tendrá alcohol. En la terraza del hotel Market Pavillion la especialidad son el martini y el mojito. Se beben mirando al puerto, donde antes arribaban barcos de negreros y hoy, lujosos transatlánticos.