Minas de Gerais, la cara barroca de Brasil

En Minas Gerais te espera un viaje para descubrir el más puro sabor brasileño.

29 Aug 2017

Minas Gerais no tiene las playas de Río de Janeiro, ni el bullicio cosmopolita de São Paulo ni la cultura afro de Bahía. Tampoco hierve como el resto de Brasil. No. En Minas se siente un poco de frío, se come como los dioses y se bebe la mejor cachaza de alambique. En Minas se encuentran las piedras más preciosas y se alzan las iglesias más bellas. Éste es un Brasil que sorprende, un viaje por la Ruta del Oro condimentado con los mejores aderezos de la comida local y los relatos que fusionan arte, historia y religión del pasado colonial brasileño. Un periplo por ciudades de ensueño que revelan otra faceta de Brasil.

Oro en polvo

Un destello. Dorado. Un muro de piedras. Dorado. Una antigua ciudad. Dorada. El sol que se oculta tras los cerros y dibuja un contraluz perfecto recortando el contorno de la iglesia Mercês de Cima. Dorada. Mercês de Cima (la Merced de Arriba) es una de las 13 iglesias y 8 capillas que con su estilo “barroco minero” adornan la coqueta ciudad de Ouro Preto, la ciudad dorada, antigua capital del estado de Minas Gerais, que siglos atrás fuera un nuevo El Dorado y que emerge, verde y serrana, sureste adentro de Brasil, a 93 kilómetros de Belo Horizonte, capital del estado.

Hacia fines del siglo XVII esta ciudad, hoy punto de partida de la Ruta del Oro, era tan sólo un puñado de aldeas desperdigadas. Tiempo después, en 1711, estos caseríos desparramados se unieron en una villa bautizada Vila Rica do Pilar y luego Vila Rica do Albuquerque. En 1823, con la llegada de la familia real a Brasil, la villa pasó a la categoría de ciudad y fue rebautizada con el nombre que aún conserva, nombre que encuentra su origen en una leyenda. Porque Ouro Preto, que en portugués significa oro negro, no se refiere al petróleo. Aquí hubo oro del dorado. Oro en cantidades siderales.

Según el folclor popular, había por estos sitios una montaña que brillaba, una de las tantas que se elevan en este rincón de las Sierras del Espinazo, una montaña que resplandecía intensamente cuando la luz del sol bañaba sus laderas. Los hombres de la corona portuguesa estaban recelosos de los españoles, quienes se les habían adelantado encontrando el oro en Potosí, Bolivia y Taxco. Fue entonces que los lusos decidieron explorar territorio virgen brasileño en busca del mineral esquivo.

Fernão Dias Pais fue uno de esos pioneros, un bandeirante —así se llamaba a los exploradores porque se agrupaban utilizando banderas— de los que se aventuraron en la conquista del Brasil profundo. Se dice que, durante su viaje, el hombre juntó esmeraldas que fue atesorando en una bolsa. Al regresar a São Paulo enseñó el tesoro al gobernador, quien mordió una de las piedras, partiéndola por la mitad. Adentro relucía una pepita de oro oculta bajo el tinte negro del óxido de hierro.

Ouro Preto 

 “Aquí, la intención no era quedarse. Era venir, hacerse rico y volver —dice José Natividade, guía turístico panameño, minero por adopción—. ¿Pero cuándo se es lo suficientemente rico para dejar todo? Al final, nadie regresaba. Entre 1700 y 1740, la producción minera fue a la alza. Desde 1740 a 1760 se estabilizó. Luego comenzó a caer y fue un caos. Se gastaron todo lo que tenían y no pudieron regresar”.

Aquel mítico pasado, bañado en doradas leyendas, esclavismo y batallas por la liberación, fue la piedra fundamental para que Ouro Preto brille hoy como aquella montaña de la fortuna. Porque Ouro Preto es una obra de arte en sí misma. Sobre estas laderas irregulares se encuentra uno de los conjuntos arquitectónicos y artísticos más importantes del periodo barroco en América Latina, reflejado en las monumentales obras del pintor Manuel da Costa Athayde, o Mestre Ataíde, y el escultor Antônio Francisco Lisboa, más conocido como el Aleijadinho, o “lisiadito” en portugués. Lisboa padeció una enfermedad degenerativa que le afectó manos y pies a partir de los 50 años, y aun con el cincel atado a sus muñecas fue un escultor magistral que dejó un legado artístico inmenso que hizo que esta antigua villa fuera declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO en 1980.

Ouro Preto es una ciudad universitaria —la Universidad Federal de Ouro Preto es una de las más prestigiosas de Brasil— y turística, un museo al aire libre que invita a trajinar por sus laderas de piedra y andar a paso lento entre sus santuarios barrocos y caserones coloniales, una apacible ciudad que invita a comer en sus fondas y degustar una cachaza artesanal en sus botequines (bares) desperdigados por ahí. Sólo así se descubre su historia, sólo así se paladean los secretos de la cocina local, estandarte nacional. “Minas se diferencia del resto de Brasil por ser un pueblo muy acogedor. Sus montañas parecen abrazarte, el frío manso te reconforta”, dice Vinicius Carvalho, profesor de Educación Física que está de paseo por aquí.

Ouro Preto tiene dos iglesias principales, toda una curiosidad: Nossa Senhora do Pilar y Nossa Senhora da Conceiçao. Así lo explica Natividade: “Aquí, en un principio se fundaron dos pueblos y cada uno erigió su iglesia matriz. Cuando los poblados se juntaron, ambos santuarios se fueron alternando en la función, un año cada uno, como hasta el día de hoy. Es una situación muy particular, algo que no existe en otros lugares”.

Nossa Senhora do Pilar está ubicada en la plaza Monsenhor Castilho y fue construida a partir de una capilla del año 1696, para luego ser ampliada en 1712. Piedra por fuera, dorado por dentro. Dorado a la hoja. Pan de oro. “Una hoja muy fina, como el papel cebolla —apunta el guía—. Algunos aseguran que tiene 420 kilos de oro. Mentira. Si uno raspa, tal vez consigue 20 kilos. No tiene valor comercial, es oro 14 quilates”, afirma tajante, y su voz retumba en el sacro silencio.

El punto neurálgico de Ouro Preto —allí donde se estacionan cientos de ciclomotores, se embotellan y confunden autos, pobladores, turistas y estudiantes— es la plaza Tiradentes. Tira-dentes, dentista en portugués. Ésa era la profesión de Joaquim José da Silva Xavier, el mártir por excelencia de la Inconfidencia Mineira (Conspiración Minera) de 1789, la fallida revuelta por la independencia, un intento de revolución hecho añicos por los españoles, un grito de independencia que fue ahogado de inmediato y terminó con algunos de sus líderes expulsados en África, y con el mismo Tiradentes ahorcado. Su cabeza fue colgada en la misma plaza que hoy lleva su nombre, su cuerpo descuartizado y, así, hecho jirones, fue trasladado en un largo y perverso viaje hasta Río de Janeiro y exhibido como un trofeo en los pueblos de paso como “ejemplo y advertencia” para amedrentar al resto de la población con ansias independentistas.

En la plaza está el suntuoso edificio del Ayuntamiento, y a su lado el Palacio Imperial y la Iglesia del Carmen, ambos abiertos al público. Ladera abajo, frente a la exquisita iglesia de San Francisco, hay un interesante mercado artesanal a cielo abierto. Platos de cerámica, jarrones, pequeñas esculturas se amontonan en armónico desorden. Se oye el repiqueteo metálico de los cinceles de los artesanos que trabajan con infinita paciencia, siguiendo la estela del Aleijadinho.

Perfume de mujer

Dieciocho kilómetros separan Ouro Preto de Mariana, pequeña ciudad con nombre de mujer, primera villa y primera capital de Minas Gerais. El Pico do Itacolomi, una piedra que se destaca en los 1772 metros de altura de esta montaña, también divide ambas ciudades. Su nombre, en lengua tupí-guaraní, significa “la piedra y el niño”, ya que para los habitantes originarios del lugar este pico era visto como “el hijo de la montaña”. La piedra de Itacolomi funcionaba como un faro para los buscadores de oro. De hecho, lo llamaban el Farol de los Bandeirantes.

El Trem da Vale (Tren del Valle) resulta una atractiva forma de viajar desde la vecina ciudad hasta este encantador rincón colonial que le rinde homenaje en su nombre a la reina María Ana de Austria, esposa de Juan V, rey de Portugal entre 1706 y 1750. El simpático convoy, que conserva su locomotora a vapor y los vagones originales en madera, es un emprendimiento turístico que reflotó en el año 2006 un viejo tramo que en épocas doradas transportaba las riquezas minerales.

El guarda es un bonachón rozagante y de ojos claros, viste gorra y uniforme impecables e imparte las instrucciones básicas de seguridad mientras corta boletos. El hombre, además, oficia de guía turístico. Así, relata que fue don Pedro II, emperador de Brasil, el responsable de hacer llegar el ferrocarril desde Río de Janeiro en 1883. Este trecho que se recorre actualmente fue inaugurado en 1914. El hecho —dice— coincide con la decadencia del ciclo del oro. Entonces había que aprovechar este nuevo medio para contribuir con la industrialización y transportar riquezas minerales. “El tren venía desde el noreste hasta Río de Janeiro. Pero con la privatización de la red en 1996 quedó desactivado”, explica. El recorrido es de una hora, aproximadamente. El convoy atraviesa varios túneles y rueda por vías que zigzaguean en medio del camino serrano, salpicado por vigorosas cascadas semiocultas en la maleza.

“Bienvenido a Mariana, Minas nació aquí”, señala un cartel en la entrada de la ciudad. “Fíjense que, a diferencia de Ouro Preto, las calles aquí son rectas. Fue una de las primeras ciudades brasileñas que tuvieron una urbanización planificada”, dice Natividade en medio del casco histórico, entre adoquines centenarios y coloridas casas del siglo xvii que aún mantienen sus pintorescos balcones de madera.

Mariana es Patrimonio Histórico Nacional y, al igual que Ouro Preto, se enorgullece de una curiosidad barroca. Aquí hay dos iglesias construidas en una misma plaza: la de San Francisco de Asís y la Iglesia del Carmen. “Éste es un hecho que se da sólo aquí y en Cusco —cuenta el guía—. Son lugares muy especiales”. Partiendo del centro y subiendo una empinada cuesta se llega a la mencionada plaza. “El santuario de la orden franciscana de Mariana es uno de los exponentes del ‘barroco minero’, ya que la iglesia no intervino en el trabajo del artista”, explica el guía. En el piso, de madera, hay una serie de números que corresponden a las tumbas que se encuentran debajo del santuario. En aquellos tiempos solían sepultar a ciertas personalidades bajo las iglesias, una práctica que fue prohibida en 1840. Y aquí, bajo esta superficie, descansan los restos de Mestre Ataíde, quien contribuyó con sus pinturas a embellecer el interior.

En las afueras de Mariana se encuentra la Mina da Passagem, un yacimiento que funcionó desde fines del siglo xviii hasta 1985, cuando sus propietarios estimaron que el turismo les traería más beneficios que la minería. El mismo carro de hierro antiguo que trasladaba a los mineros hacia las profundidades de la tierra conduce hoy a los visitantes por esa misma vía vertiginosa hasta el nivel cuatro de los nueve que tiene. El paseo se realiza por galerías en penumbras. En el centro hay una imagen de Santa Bárbara, protectora de los mineros, y Iansá en el sincretismo afrobrasileño, deidad coqueta a quien le gusta andar bonita. Por eso, los devotos le dejan lápiz labial, aros, anillos. Iansá, al parecer, también fuma, entonces le ofrendan cigarros. El altar está en el interior de la mina sólo porque el yacimiento dejó de funcionar como tal. De otra manera estaría, como de costumbre, en el exterior, porque dentro de las minas no se aceptan mujeres. El saber popular argumenta que la madre tierra es muy celosa y esconde las riquezas cuando una mujer ingresa en sus entrañas.

En el fondo de la galería sorprende un lago, pero más aún sorprende ver un grupo de buzos que emerge de esas aguas misteriosas. El guía explica que aquí se practica buceo subterráneo. “El agua posee mucho arsénico y no hay seres vivos, lo único que se encontró alguna vez fue un camarón ciego.”

Elogio de la cocina

Cualquiera que sea el lugar de Brasil donde uno se encuentre, todos reconocerán que la cocina minera es la mejor del país, y la más tradicional: una exquisita fusión de sabores africanos, portugueses e indígenas que resulta en alimentos de muchas calorías necesarios para reponer las fuerzas de los arrieros que transportaban oro a lomo de mula, y de los esclavos que trabajaban en las minas.

“La cocina minera atrapa el paladar brasileño por su originalidad y simplicidad, sus mezclas de ingredientes y aderezos bien marcados que estimulan paladares exigentes. La preparación es simple, provoca la creatividad y mantiene la tradición”, asegura el chef Luciano Carvalho, oriundo de Itabirá, interior de Minas.

“Remite a la familia, a los encuentros en la mesa del domingo y a las visitas sin aviso en casa de los amigos —dice Marina Loyola, una empleada administrativa de Belo Horizonte de paseo por la Ruta del Oro—. Se cocina en el horno de leña, con ingredientes orgánicos cultivados en los campos de la región, y todavía está muy presente en nuestra rutina del fin de semana. Además se relaciona con las tradiciones de la colonización de Brasil, a partir de los tropeiros (arrieros) y los esclavos. El minero tiene cultura de bar, de petiscos (botanas), de recibir amigos. Todo eso implica sentarse alrededor de una mesa. Y para eso es importante una comida bien hecha”. Para los petiscos, el chef Carvalho recomienda probar el bife de hígado de buey con jiló (una herbácea levemente amarga, típica de Brasil).

“El minero es muy carnívoro”, asegura José Natividade. Pero no sólo de carne vive el minero, aquí también se come mucha ensalada y frijoles, que son parte esencial de la culinaria brasileña. En estas tierras hay varios platos a base de frijoles, como el tutú à mineira (caldo de frijoles con harina de mandioca) o el feijão tropeiro, el plato que, según el chef Carvalho, nadie debe dejar de probar porque es “legítimamente minero, tradicional desde el siglo xvii”. Carvalho cuenta que este plato saciaba el hambre de aquellos arrieros que llevaban el oro para la corona y las tropillas de animales por todo el país. Lleva frijoles marrones, chorizo frito en rodajas, tocino, lomo, huevos fritos. En general, los platos son acompañados con arroz blanco, chicharrón, carne de cerdo frita o asada y couve, una verdura verde y amarga que se saltea en ajo. Otras especialidades típicas son el frango com quiabo (pollo con un fruto fibroso de origen africano, también conocido como quibombó en español) y el frango ao molho pardo, hecho con una salsa a base de la propia sangre del pollo. Además, también hay especialidades de carne de cerdo y de res.

El queijo Minas es una marca registrada en todo el país. “Es patrimonio cultural inmaterial brasileño. Y se elabora artesanalmente en todas las regiones rurales productoras de leche. De sabores suaves a intensos, el queso Minas armoniza bien con un buen café o una buena receta de pan de queso”, dice Carvalho.

La cachaza minera, aguardiente de caña, es otro motivo de orgullo. La mayoría está hecha artesanalmente y es “envejecida”, como dicen por aquí, en barriles de roble. “El clima, la tierra y la tradición minera en la producción de cachaza son fundamentales. Tenemos cachazas de excelente calidad, como las de la ciudad de Salinas, donde está el alambique de la famosa Havana. Aunque sin duda, la mejor es la Vale Verde.”  Vinicius cree que la cachaza, “como todo lo que viene de Minas, se hace sin alardear. Y calma, ablanda y anima al mismo tiempo”.

Congonhas y São João del-Rei

El itinerario continúa hacia Congonhas, ubicada a 85 kilómetros de la capital minera, Belo Horizonte. En este pueblo se destaca el Santuário do Bom Jesús de Matosinhos, reconocido por la unesco como Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1985. El suntuoso y llamativo conjunto arquitectónico está formado por una basílica en cuyo frente se erigen las estatuas de los 12 profetas esculpidas en saponita por el Aleijadinho, y Senhor dos Passos, que no es una capilla individual sino que son seis ermitas con escenas de la Pasión de Cristo talladas en madera por el mismo Aleijadinho y pintadas por Mestre Ataíde. El vía crucis recorre entonces 6 de las 12 estaciones originales: las capillas de la cena, el huerto, el flagelo y el corazón de espinas, y la subida al calvario y la crucifixión.

La historia de esta monumental obra cuenta que fue el portugués Feliciano Mendes, un trabajador de las minas, quien, estando muy grave, prometió dedicar su vida al servicio de algún santo en caso de ser curado. El milagro sucedió y el hombre se encomendó a construir este santuario dedicado al Cristo de la ciudad de Matosinhos, cercana a Porto, en Portugal.

Atrás de la basílica hay una capilla atiborrada de fotografías y testimonios varios, el sitio donde los peregrinos acuden en agradecimiento, tal como lo hiciera Feliciano en aquellos tiempos. Los fieles dejan sus retratos y sus relatos, que contribuyen a empapelar la pared y a engrosar la lista milagrosa.

Unos 100 kilómetros separan Congonhas de São João del-Rei, la más grande de todas las ciudades históricas, con 90000 habitantes. Aquí, las iglesias hacen honor al tamaño de la ciudad: son altas y monumentales, como la de San Francisco, un proyecto de Aleijadinho erigido finalmente por Francisco de Lima Cerqueira, el mismo que construyó el santuario de Congonhas. São João se percibe como una urbe tranquila. Hay que caminar por un apacible bulevar que cuenta con la particularidad de tener construcciones del siglo xviii a un lado y del siglo xx al otro. En las horas alrededor del mediodía, el sol puede ser muy fuerte, pero la ciudad se mantiene fresca e invita a caminar.

En São João se destaca el pintoresco y colorido centro histórico, donde se puede visitar el museo Memorial Tancredo Neves (ex presidente de Brasil, oriundo de esta ciudad) y la Catedral Nossa Senhora do Pilar. En esas mismas calles hay una decena de locales que se centran en la venta de objetos de estaño, la especialidad artesanal de la ciudad.

En tren a Tiradentes

Desde São João del-Rei se puede abordar un trencito hacia la ciudad que hace honor al dentista revolucionario. El tren funciona sólo los fines de semana, y hoy, domingo, los vagones están repletos, es el cumpleaños de un tal Felisberto, un señor que al parecer cumple muchos, que nació en Salvador de Bahía y estudió en Minas, que vive en Brasilia, pero tiene su corazón en São João. Al menos es lo que se intuye por una gran pancarta que cuelga de la ventanilla de uno de los vagones. La estación, del año 1881, tiene un interesante museo ferroviario para amenizar la espera. También hay un vagón donde uno se puede vestir a la antigua y llevarse una instantánea de recuerdo. Por allí anda Edna, que ofrece con enorme sonrisa su especialidad en dulces típicos a los pasajeros poco antes de la partida. Cocadas, chupetines y dulces varios lucen tentadores en la surtida bandeja de esta simpática morena.

El recorrido es corto, 12 kilómetros es la distancia que separa, vías mediante, estas dos ciudades de la Ruta del Oro. Tan corto es el tramo que el tren hace un rodeo, ya que, según dicen, los ingleses lo habrían construido más extenso con el fin de que fuera más costoso. El trayecto sigue el cauce del río das Mortes, mientras el paisaje rural y el lento traqueteo contribuyen a la somnolencia. Esta antigua “Maria-Fumaça” —denominación cariñosa para las locomotoras a vapor—, que ahora traquetea rumbo a Tiradentes, es la única de la región que nunca dejó de funcionar.

La llegada es a pura fanfarria, bombos y platillos, pero eso es sólo porque está Felisberto, el cumpleañero. En la estación, y esto sí es usual, aguarda la llegada del convoy un grupo de carruajes antiguos que ofrecen paseos guiados por la ciudad. Llama la atención, y hasta desorienta, su peculiar decoración: los caballos usan riendas rosas y los carruajes tienen calcomanías de personajes infantiles como Hello Kitty o el Hombre Araña, detalles que contrastan notoriamente con la histórica Tiradentes.

Bellísima, esta ciudad le da un aire a las glamurosas villas del litoral de Río de Janeiro, Búzios y Paraty. Se asemeja en sus callecitas angostas y adoquinadas, en sus caserones coloniales color pastel con paredes de adobe y techos de tejas, en sus locales y restaurantes de primera calidad, sus confortables y exclusivas posadas (unas 350) y su movida cultural. Tiradentes posee un calendario muy atractivo: es sede de un festival de cine en el mes de enero, de la Mostra de Cinema de Tiradentes, y de un festival gastronómico, el Festival Cultura e Gastronomia. Sin embargo, se diferencia de sus primas cariocas por su clima fresco y serrano y, como en otras ciudades de la Ruta del Oro, se destaca por sus iglesias majestuosas y barrocas, como la de San Antonio, último proyecto de Aleijadinho, y el santuario de Nossa Senhora Rosário dos Pretos, cuyo altar principal está recubierto con el oro que robaban los esclavos de las minas a quienes se les impedía asistir a misa con sus patrones. Fue así que decidieron tener su propia iglesia, donde todas las figuras, excepto la virgen, fueran negras.

Cae la tarde, y el frío se impone sobre las sierras. Es hora de sentarse en uno de los tantos bares frente a la plaza central. La hora señalada para degustar una cachaza, para un buen petisco de los que recomienda el chef Carvalho. En el empedrado resuena el paso de los caballos, que tiran de los llamativos carruajes con motivos infantiles. Pasa uno, conducido con prestancia por un moreno que es igual a Milton Nascimento, el prestigioso cantautor minero. Alguien lo llama: ¡Milton! El hombre se detiene. No es Nacimiento, pero todos aquí le dicen así. Una familia compuesta por papá, mamá, nene y nena, suben al carruaje de Hello Kitty y se pierden en la ciudad del dentista derrotado.

Cae la tarde. Los tonos pastel de las construcciones coloniales se tiñen de ocre. Un muro. Dorado. Una calle. Dorada. Una iglesia. Dorada. Un instante, dorado, que se opaca con el último rayo de sol. t

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