Amo los ceviches. Y los pescados enteros fritos y asados. Los tacos de pescado rebozado y las pescadillas. Vamos, podría ser pescetariana sin problema. Pero jamás había sacado un pescado del mar. No tenía idea de qué se siente cuando un pescado muerde un anzuelo de tu hilo de pesca. Y, mucho menos, me cuestionaba cómo morían los pescados ya en la lancha. Nunca me pregunté si habría una forma más o menos digna de sacrificarlos.
Burritos de madrugada
Nos despertamos a las cuatro de la mañana para ver a don Ezequiel, el fundador de Jamat, en el lobby de nuestro hotel en Ensenada. Aún no amanecía y el clima estaba muy frío. Él nos recogió en su camioneta; vestía una boina, un paliacate amarrado en el cuello y un chaleco de plumas. Nos llevó hasta su casa, donde nos recibió a ladridos uno de sus múltiples perros adoptados que deambulaban por el patio.
En la cocina nos esperaba Laura, su esposa, con el mise en place para preparar burritos de machaca de res y de pescado. “A ver, aquí hay cuchillos y tablas”. El primero en tomarlos fue Jesús Durón (Chuy, para los amigos). En Pujol, él es el jefe de la cocina. En casa de don Ezequiel, fue la mano derecha de doña Laura, quien, además de enseñarnos a doblar los burritos con maestría, nos alegró la madrugada con sus bromas a Jesús: “Uy no, a ver si sirven para la machaca esos cuadros de jitomate tan chiquitos y cortados con tal perfección”. Chuy se rio, pero siguió cortando el jitomate con la precisión de un cirujano, inevitablemente obedeciendo a la escuela del fine dining.
Preparamos unos 60 o 70 burritos antes de que amaneciera. Ezequiel y Laura nos advirtieron que debíamos comer para no marearnos en la lancha. Así que consumimos uno en aquel lugar y los demás se fueron a la lonchera de pesca.
Está picando
Somos demasiados, así que tendremos que dividirnos en dos lanchas. En una viajan Chuy y don Ezequiel con el resto de equipo de expertos y, en la otra, vamos los amateurs. Después de luchar un poco contra la marea en la zona de Arbolitos, por fin logramos que las dos embarcaciones entraran al mar. Mientras el ambiente se llena de un olor a sal y gasolina por el motor de la lancha, nuestro capitán don Andrés se dirige mar adentro al mismo tiempo que saca un calamar de su pequeña hielera, lo parte con un cuchillo y lo amarra a los anzuelos que cuelgan de su hilo de pesca. Lanza la carnada y al cabo de unos minutos empieza a enrollar el carrete, con una facilidad que a mí me hace creer que esa tarea implica poco esfuerzo. Saca la caña del mar y nos muestra las siete macarelas que cuelgan del hilo. “Ah, son macarelas. Pero están muy chiquitas, éstas casi no sirven –dice desilusionado–. ¿Quieres intentarlo?”, me invita. Y no lo pienso dos veces. Repito las acciones de don Andrés, pero cargadas de torpeza e inexperiencia (eso de enrollar el hilo de pesca es más duro que ir al gimnasio). Cuando comienza a vibrar el sedal, don Andrés me advierte que ya picó el pescado. Me emociono como un niño en Navidad cuando veo que de mi hilo cuelgan dos pescados dorados, que don Andrés clasifica como “chuletas”.
Nuestra lancha es la menos equipada. Pero los compañeros tienen una especie de radar para detectar la zona con mayor densidad de peces y llevan unos tanques con oxígeno en su embarcación: “Estos sistemas los empezamos a construir desde que Jesús nos dijo que quería hacer ikejime. Son para manejar los pescados vivos arriba de las lanchas”, me explica Ezequiel. Ese sistema y esa práctica del ikejime son el motivo por el que todos estamos aquí en Ensenada.
Ikejime
La empresa Jamat lleva siete años trabajando con Pujol. “Durante este tiempo, hemos colaborado con varios chefs que traen nuevas ideas y crecimiento para todos. Ahora que llegó Jesús, nos planteó este proyecto orientado a ofrecer pescados con una textura increíble. Pero, para mí, es mucho más que eso”, cuenta Ezequiel.
A grandes rasgos, el ikejime es una técnica japonesa para reducir el estrés y la actividad física del pescado al momento de morir. La intención es disminuir su sufrimiento. Para lograrlo, le dan una muerte cerebral y luego desconectan sus terminaciones nerviosas al destruir su médula espinal. Entonces todos los impulsos se detienen al instante. Esto se ve reflejado en una textura y un sabor distintos al momento de su consumo.
Operativamente, es una locura. Y en el viaje a Ensenada nos dimos cuenta. “Es de esas locuras que mueven todos los sistemas”, señala Ezequiel mientras esperamos el atardecer en el viñedo del Mogor, en Valle de Guadalupe. Natalia Badán, la propietaria del viñedo, y sus hijos nos recibieron para cocinar los pescados que sacamos del mar el día anterior y que, por supuesto, Jesús y su equipo sacrificaron con la técnica del ikejime. Todos estaban fascinados con la textura del pescado, con la firmeza de la carne y el brillo de la piel. A mí, francamente, me costó trabajo notar la diferencia. Pero la emoción de ellos era tanta y tan genuina que me contagiaron.
Chuy y su equipo prepararon pescado frito, a las brasas y crudo para todos. Natalia nos dejó entrar a su huerto para recolectar algunas verduras y sus hijos nos sirvieron el vino de sus viñedos. Ese día nadie pidió huachinango, ni pargo ni robalo. Simplemente comimos lo que el mar nos había dado un día antes: chuletas y macarelas de varios tamaños. Pescados de varias familias, distintas tallas y con diferente musculatura. Los cocineros y comensales nos adaptamos a lo que nos dio la naturaleza, no intentamos adaptar la naturaleza a lo que nosotros queríamos. Y la intención de Jesús y su equipo es continuar con ese modo de trabajo de ahora en adelante.
“El sistema se mueve mucho”, reflexiona Jesús mientras se oculta el último rayo de sol sobre el viñedo. “Y esto tiene consecuencias muy grandes en la pesca –continúa Ezequiel–. Tal vez, los pescadores no van a traer los 200 kilos que normalmente traerían. Con 80 o 60 kilos será suficiente. Solamente que ahora tienen que ser mucho más cuidadosos para pescar con más delicadeza y mantener los pescados vivos. Pero les vamos a poder pagar casi el doble de esta forma. Además, hay un menor impacto en el mar, en el tema de cuánto combustible utilizan y cuánto tiempo les dura su lancha”, explica. Más allá de la disminución del sufrimiento del pescado al momento de su muerte, o del sabor y la textura que resultan del ikejime, este proyecto promete una mejor calidad de vida para todos los involucrados en la cadena de producción. “Es socialmente sostenible, por el impacto que tiene en los pescadores. Pasan menos tiempo trabajando y ganan mejor. Y, ecológicamente, no estás aferrado a que vayan por tal pescado de tal tamaño”, menciona Ezequiel mientras toma el último trozo de pescado frito del centro de la mesa. Entonces me acordé de la desilusión de don Andrés al sacar esas macarelas, “tan pequeñas que no servían”. ¿En qué momento nos desconectamos tanto del producto que consumimos? No podemos aferrarnos, como dice Ezequiel, a consumir sólo cierto peso y variedad de pescado. Es antinatural.
Las prácticas como el ikejime no solamente influyen en la calidad del producto de un restaurante. Van más allá de que el comensal entienda la diferencia en la textura de lo pescado con o sin ikejime. Son prácticas que necesitamos conocer como consumidores y que forman parte de un sistema que dignifica la calidad de vida de los pescadores.
En ese festín en el Mogor, el pescado me supo distinto. No porque yo tuviera la sensibilidad para distinguir la textura que resulta del ikejime, sino porque supe de dónde venía. Conocí a los pescadores que lo sacaron del mar, viví cada parte de su sacrificio y procesamiento. Por eso me supo distinto.