Primer acto: el chile, rey del picante
Las gotas perladas de sudor invaden la superficie del labio superior. La cara comienza a enrojecerse, invadida por una sensación de calor. Tal vez algún sonido se desprenda —tssss— al inhalar aire en el intento de apagar el incendio que se produce en la boca. Tal vez la mano se extienda para buscar agua o un segundo bocado para reavivar esa flama del picante, uno de los fenómenos más fascinantes que tiene lugar en diferentes escalas e intensidades en la mesa.
El picante no es un sabor. Es una sensación —en el caso de los chiles, producida por la capsaicina, una sustancia que no tiene olor ni color—. Es común para millones de personas en el mundo, incomprensible para otro tanto. ¿Cómo es que una sensación que nos pone incómodos, que nos hace sudar, moquear y perder el decoro, es tan bienvenida en la mesa, en los espacios diseñados para nutrirnos y restaurarnos? Algunos encuentran que la explicación está en la cultura. Otros, en la ciencia, en el puente que une al placer con el dolor.
La historiadora Janet Long Towell, coautora de El placer del chile, explica con peras y manzanas cómo sucede esa transición a la satisfacción. “La sensación de calor causada por la capsaicina se registra en los receptores del dolor, localizados en la boca y la nariz; las papilas gustativas no la registran. Las células en la boca y la nariz reciben la impresión de calor y dolor, y empiezan a soltar la sustancia P, un mensajero químico que comunica las molestias al cerebro. El sistema nervioso del cuerpo responde a este llamado, enviando una señal al cerebro, pidiéndole que suelte endorfinas hacia las terminaciones de los nervios afectados. La descarga de endorfinas suprime el dolor y provoca un sentido de placer por todo el cuerpo”.
Desde el punto de vista cultural, el picante, en este caso el de los chiles, ha sido ampliamente asociado a la imaginación, al deseo, al castigo y a la protección. Los humos intensos que se desprenden al quemar los chiles han sido usados con propósitos bélicos y religiosos, lo mismo para proteger el cuerpo y el alma de los malestares comunes, los enemigos y los malos espíritus. El escritor de Karachi, en Pakistán, Aemet Naqvi, me explicó que los chiles se usan en algunas regiones de su país con una función ritualista, “como una forma de protegerte contra espíritus malvados”, una costumbre que encuentra su parangón en México, donde el chile es parte de la cosmovisión de las comunidades indígenas, como los ayuuk jä’äy de Santa María Alotepec, Oaxaca, donde hay referencias del uso del chile pasilla mixe en las limpias y para alejar las malas energías de las personas que cavan las tumbas de los difuntos durante los ritos fúnebres que se celebran siempre en comunidad.
Pero la cocina aún es el espacio más predominante para el uso de los chiles. En las historias más colonizadas, el picante ha sido retratado como una aberración: un elemento disonante que entumece las papilas gustativas, opaca a otros elementos presentes en un plato y, en consecuencia, distorsiona o impide su disfrute o apreciación.
“Las culturas que no consumen picante generalmente tienen una visión muy simplista”, dice Naqvi, y quizá un poco sensacionalista, ignorando que la variedad de chiles se usa como verdura, condimento y colorante en distintas partes del mundo.
“Los chiles aportan capas de complejidad, por ejemplo, puedes empezar poniendo aceite caliente al que agregas cosas secas, como comino, cardamomo, canela, entre los más comunes, y eso forma una capa de sabor, a la que luego agregas ajo para formar otra capa y luego chiles para formar otra capa”, añade Naqvi.
A esto hay que añadir que los chiles tienen diferentes niveles de picor, no sólo según su variedad. El picor de un chile varía por su tamaño, por el momento de maduración, por su posición en una planta, por su tamaño y por procesos de secado posteriores a su cosecha. Así, además de picante, los chiles aportan otros elementos, como textura, notas torrefactas y ligeros amargores cuando se amalgaman a un plato, ya sea como protagonistas o como una guarnición.
Hay chiles, como el serrano, que tienen notas más herbales, otros arrojan notas más dulces, como el chile ancho o el chintextle, un protagonista muy apreciado en la cocina oaxaqueña. Algunos chiles tienen el rastro de sus procesos, como el chipotle, un jalapeño que se deja madurar y luego se ahúma.
Quién conquistó a quién
Como todas las historias épicas, la de los chiles es una travesía transcontinental. Los historiadores coinciden en que los chiles desarrollaron el picor como un mecanismo de defensa, poco atractivo para los mamíferos, pero imperceptible para las aves, asegurando así su prevalencia y propagación. “Las aves no tienen receptores de capsaicina y por eso no pueden percibir el picante y han desempeñado un papel principal en la propagación de los chiles”, comenta Heather Arndt, autora de Chiles: una historia global.
Todas las especies del género Capsicum son nativas del continente americano. La hipótesis más aceptada es que se originaron en una “zona núcleo” del centro sur de Bolivia y la dispersión y especiación —ese proceso natural necesario para que una especie dé origen a otras— hicieron lo suyo para que se propagara por el continente, len-ta-men-te (como suelen ser los procesos de la naturaleza).
El chile se domesticó en México. Hay registros de su cultivo en el año 7000 a.C. Los indígenas tenían ya una clasificación: cococ, cocopatic y cocopalatic (picante, muy picante, picantísimo, en náhuatl), de acuerdo con el grado de pungencia de los chiles que, junto al maíz, la calabaza y el frijol, eran parte fundamental de la alimentación y los ritos mesoamericanos.
Las travesías para el intercambio de especias después de la llegada de los españoles trasladaron los chiles a Europa. Los españoles llevaron los chiles a lugares como Italia, “pero fueron los exploradores portugueses, que llegaron a Brasil, quienes llevaron los chiles a Goa, en India, abriendo así su paso por Asia y África a la gente que podía hacer algo realmente más interesante con ellos”, explica Arndt.
Porque no todas las culturas incorporaron el chile a sus dietas con el mismo entusiasmo. El chile tuvo poca penetración en culturas como la alemana, que en ese entonces vivía la transformación protestante “y no tenían mucho que ver con las culturas católicas”, pero fue bien recibido en la despensa de otras. En Asia, donde las especies eran percibidas como un producto exótico y valioso, los chiles encajaron a la perfección, “y donde la pimienta y lo que pensamos como pimienta Sichuan ya eran utilizados, además de que los chiles podían crecer con mayor facilidad en climas como el del sur de Asia”.
Hungría fue uno de los países que abrazó el chile. Los húngaros comenzaron a cultivar chiles desde 1800 y con el paso del tiempo logran obtener una variedad menos picante. “A través de la cría y la experimentación pudieron encontrar una variedad más suave y luego centraron sus esfuerzos de cría en encontrar una manera de producir consistentemente este chile más suave para su paprika”, un elemento que funciona como colorante natural y que se usa en guisos, sopas y carnes no sólo en Hungría, sino en otros países de Europa del este y España.
Segundo acto: no todo lo que pica es chile
En la despensa del mundo, los chiles tienen buena compañía. Hay raíces, especias y plantas que tienen otras sustancias que crean sensaciones pungentes y electrificantes al momento de comerlas, como la pimienta negra, que contiene una sustancia llamada piperina.
En China, el ejemplo más célebre es el de la comida Sichuan, reconocida por su valor por la UNESCO como patrimonio de la humanidad. El uso de pimienta Sichuan y chiles secos es lo más característico de esta cocina, de las vecinas provincias de Chongqing y Sichuan, donde el vocablo ma se refiere a la sensación de vibración (hormigueo) que produce la pimienta Sichuan, y la a la pungencia y el picor de los chiles secos. A esto hay que sumarle capas de sabor gracias al uso indiscriminado del ajo y otros ingredientes que dejan notas agrias y amargas en los platos.
Ahora, la protagonista de esta historia, la pimienta Sichuan, no es tal, sino las bayas secas que se obtienen de un árbol de fresno. Sin importar su origen, la pimienta Sichuan es adorada por su complejidad, por sus aromas cítricos y porque deja una sensación vibrante en la boca, sobre todo en los labios, además de notas dulces y amargas. La responsable del picor en la pimienta Sichuan también es distinta de la de los chiles: una molécula que se llama hydroxy-alpha-sanshool.
En la familia de las “pimientas que no son pimientas” también está la de Cayena, un polvo que se prepara con chiles secos y que toma su nombre de una provincia en la Guayana Francesa, Cayenne.
Otro tipo de picante es el del wasabi, que proviene de una planta que se empezó a cultivar en Japón primero con fines medicinales y luego, por ahí del año 1200, con fines culinarios. La planta del wasabi no es picante; hay que pasarla por un rallador —que para los antiguos maestros de sushi era elaborado con piel de tiburón— para liberar la sustancia, en este caso el isotiocianato, presente también en el aceite de las semillas de mostaza, para activar los receptores del dolor y tener esa sensación picante.
A diferencia de otros actores, el efecto del wasabi es mucho más notorio en la nariz, donde permanece durante unos segundos, dejando el paladar limpio, fresco y preparado para percibir otros sabores con más intensidad.
Tercer acto: un mundo picante
Así como las aves aseguraron la permanencia del picante, su consumo ha sido propagado por los movimientos migratorios. En la actualidad, el mapa del mundo está marcado por su efecto. En Estados Unidos, por ejemplo, hay evidencia de que al menos 75% de los consumidores disfrutan el picante en algunas de sus formas.
Además del establecimiento de comunidades migrantes en diferentes territorios, las modas y tendencias han hecho el mundo más picante —aunque en Ciudad de México percibamos el efecto opuesto, ya que se sirven salsas cada vez menos picantes en áreas gentrificadas—. En la última década han surgido fenómenos que han modificado el consumo en restaurantes y productos de anaquel. El de la salsa sriracha es uno de los mejores ejemplos. Una salsa introducida en la década de los ochenta por un migrante vietnamita y que 20 años después llegó a los anaqueles de Walmart para convertirse en un fetiche, de los foodies y el internet, hasta posicionarse como una de las 10 salsas más populares de Estados Unidos.
Y no está sola.
Visto en números, la revista Newsweek reportó que las proyecciones para el mercado de las salsas picantes alcanzarán 4,900 millones de dólares para 2026.
Y así, se cierra el telón.