Ésta es una cultura que ha hecho de los revestimientos que ocultan al ojo curioso lo que hay en el interior la mejor revelación de la sustancia que habita cualquier objeto. “La gente en Japón no se viste para vestirse, sino que lo hace para hacer un statement sobre lo que son. Todo lo que tienen lo usan, lo llevan consigo a la espalda”, explica el francés Loic Bizel, consultor de moda y ropa japonesa desde 1996, en una entrevista para el podcast Now and Zen Japan. Si en las tiendas de frutas de Tokio cada melón parece anidarse en un empaque especialmente diseñado para anticipar el dulzor y la redondez perfectos, asimismo los textiles, los cortes deconstruidos pero simples, la monocromía silente y elegante han sido la mejor manera de los japoneses para desvelar una intimidad corporal, un mundo interior que no es visible. El vestido es su washi (fino papel hecho de flores) para envolver la piel.
“Pensamos con gran detalle lo que nos cuida y nos forra. Así que sí hay una cultura que cubre. ¿Qué se ve y qué no se ve? Ahí surge la curiosidad de saber qué tienes dentro. Si recibes un regalo, no es necesario que lo abras frente al público que es tu testigo, primero das las gracias y luego, en soledad, disfrutas íntimamente abrir ese regalo”, detalla la artista japonesa Miho Hagino Xunca, quien, al estar radicada en México desde hace décadas, ahora ve con extrañeza esa mística detrás del vestido.
En Japón, la ropa no delimita el cuerpo, no constriñe la cintura, no resalta las caderas o el busto, no acentúa la fortaleza de los muslos masculinos. El paseante extranjero se encontrará en las ciudades niponas más bien con un vaivén de textiles ligeros y en origami que parecen conjurar la plena libertad del cuerpo que los viste. Como lo ha revelado desde los años ochenta una de las más emblemáticas diseñadoras japonesas, Rei Kawakubo, la ropa en Japón asume una vocación muy diferente a la que tiene en Occidente. En su primera boutique, Kawakubo decidió no poner espejos en los vestidores para enfatizar una simple noción: “Se debía comprar la ropa por la forma como te hiciera sentir, no como te hiciera ver”.
Esa voluntad de hacer del tacto, antes que de los ojos, el que decide cómo se debe arropar el mundo interior de cada individuo la han confirmado otros diseñadores al experimentar la ropa de Kawakubo: “No se trata de vestirse para otras personas. No se trata de comprar ropa para atraer o seducir. Se siente como un regalo que te estás haciendo a ti mismo”, sentencia el diseñador Marc Jacobs, quien lleva una falda que la diseñadora creó para los hombres.
Las calles niponas están pobladas con monocromías. Las siluetas más populares se logran al plegar la tela en pellizcos y drapeados, creando otras formas del cuerpo –como lo hacen los famosos pantalones Tobi, de tiro caído hasta el suelo y anchísimas piernas, que popularizó la clase trabajadora–. En las aceras se vislumbran los particulares zapatos jikatabi, los cuales hacen que los pies parezcan pezuñas de animal al separar el dedo gordo del resto de los dedos del pie. Todos son elementos estéticos que pueden causar desconcierto en el viajero de otras latitudes.
Esta estética japonesa holgada y voluminosa, de hecho, resultó tan desconcertante para el mundo de la moda canónico que, cuando Kawakubo presentó su primera colección en París, en 1981, la prensa especializada, con muy poca empatía, bautizó su estilo como “Hiroshima chic” o “postatómico”. El calificativo hacía alusión a la supuesta sofisticación de una silueta deconstruida y casi deforme que habría heredado esta generación de diseñadores japoneses después de los avatares de la Segunda Guerra Mundial y la bomba atómica. Ante sus vestidos hechos de telas roídas y con volúmenes que deformaban inesperadamente las caderas o los hombros, Kawakubo tenía claro que los tradicionales franceses no habían entendido su propuesta. “Aunque nunca pasé hambre, recuerdo bien la pobreza extrema y la devastación de aquellos tiempos. Crecer en el Japón de la posguerra me ha convertido en la persona que soy, pero no es la razón por la que hago mi trabajo. Es algo muy personal: todo viene de dentro”, explicó la diseñadora en una entrevista con The Guardian.
Así como para la diseñadora la moda es algo muy personal en Japón, el consultor de moda Bizel incluso describe que en este país cada persona se convierte en su propio estilista. Más que seguir los mandatos de las revistas, cada individuo busca traducir de una forma única su universo en la ropa que lleva. Toman las tendencias y las ponen en una licuadora de estilos que las mezcla hasta el punto de hacerlas irreconocibles.
Fueron los japoneses, por ejemplo, los que tomaron las chaquetas para esquiar de la tradicional marca europea Moncler y la convirtieron en una pieza de lujo para vestir en la ciudad, sacándola del mundo del deporte al que estaba resignada. Luego le pusieron prints impensables y dieron vida a una tendencia de chamarras deportivas que incluso iban con vestidos de gala, la cual inundó el resto del mundo. Quizá por
ello el viajero que visita Japón puede sorprenderse ante esa experiencia ilimitada de estilos en la que la tradición de excelsos kimonos convive con una vanguardia de siluetas complejas, personajes de manga y lolitas que evocan la época victoriana. Quizá por ello Japón es conocido como el laboratorio de la moda global.