Si han escuchado el nombre de Daniela Soto-Innes, saben que ella es la viva imagen, o al menos una buena representación, de eso que la gente señala como una “fuerza de la naturaleza”: es desenfadada, muy carismática, con pocos filtros en la lengua y una visión del liderazgo que ha reconfigurado la tramoya del fine dining, esa frágil estructura que durante tanto tiempo se sostuvo de manteles blanquísimos de lino y una disciplina casi militar en la cocina, con la cual una generación de comensales ya no se siente cómoda y que una generación de cocineros quiere redefinir.
“Creo que cuando alguien dice fine dining, tus ojos se van a un mantel blanco, a una seriedad muy severa, a algo muy monótono que queremos, y digo queremos porque no estoy sola, redefinir. Romper con una idea de qué es lo fino”, comenta Daniela.
Desde que estuvo en Cosme, y en proyectos posteriores como Atla y Elio, sus nociones de la cocina mexicana y de lo que un restaurante debería ser empezaron a decantarse hacia algo más informal: espacios más cómodos, menos protocolarios, menos acartonados, con música y sabores en decibeles más altos, con contenido y calidad, pero sin grandilocuencia.
De ahí que no sea una sorpresa que esta chef, ya coronada una vez como la mejor del mundo, organizara una fiesta en Nueva York –la ciudad de la que se “despide”– para anunciar su nuevo proyecto en México, el país que la acoge y en el que tenía sentido abrir un restaurante, porque se vale el desenfado pero no la inconsistencia.
Un regreso esperado
“Cada vez que estoy en México es como estar en casa. Desde que me fui a los 12 años he sido nómada y siempre cargué con recuerdos de mi niñez, de la cocina”, describe Daniela, entusiasmada por un episodio que la lleva, literalmente, a tierras más verdes y menos asfaltadas.
“Después de estar en Nueva York, que fue el reto más grande que he tenido, de empezar sin dinero y sin conocer a nadie, obviamente quería regresar a México. No hay nada como estar en casa”, asegura.
Así, entre burbujas, tragos con tequila, tacos de caviar y ostiones, Daniela convocó a sus nuevos socios y colaboradores más cercanos para anunciar que su nuevo proyecto, Rubra, está por abrir en Punta Mita.
“El restaurante está dentro de un hotel, pero queríamos romper un poco con la expectativa de este tipo de lugares. Siempre he querido tener este restaurante divertido, en el que las bebidas son tan importantes como la comida”, señala.
De cara hacia el futuro, Rubra es también el proyecto que Daniela ha creado a su gusto, en el que ha pensado desde el nombre (inspirado en la Plumeria rubra, llamada también flor de mayo y que abunda en Punta Mita) hasta el color de las paredes, el diseño de los pisos o las cubas para enfriar el vino. “Creo que, cuando se te dan oportunidades, tienes que entrar por completo, o todo o nada”, dice Daniela.
Rubra es un proyecto que ha hecho enteramente suyo, pero en el que no va sola: llega con un grupo de cómplices, un entourage de gente talentosa, con la que se identifica y encuentra puntos de incidencia.
Gente a la que admira, que habla su lenguaje y que, como en su casa, es en su mayoría mujeres emprendedoras. “Juntar a todas, todos, todes, es muy bonito. A veces no se habla lo suficiente de las personas que hacen toda esta chamba para que el restaurante sea posible y se vea increíble, para que sea no sólo el espacio de una sola persona, sino un lugar de colaboración”. Una fiesta, por donde se vea.
Las colaboraciones para Rubra:
Ana Paula de Alba e Ignacio Urquiza, diseño de interiores y arquitectura.
Carmen Cantú Artigas, dirección de arte y diseño gráfico.
Elisa Zubia, gerente general.
Andrea Hernández, programa de vinos.
Eli Martínez, barra.
Perla Valtierra, cerámica.
Sofía Rodríguez Abbud,uniformes.
Miguel Ángel Vega, diseño de iluminación.