Platicar con Graciela Ángeles sobre mezcal es hablar de todo menos de mezcal. Prefiere que antes conversemos acerca de la gente y la tierra, de la justicia social, la educación o la política. Para ella, la esencia del mezcal está en estos conceptos que no cabrían fácilmente dentro de una botella, pero ella ha encontrado la forma de incluirlos en la destilación de Real Minero, la marca de mezcal que creó con su familia.
En una industria que crece a un ritmo vertiginoso, con etiquetas que parecen entrar y salir de los anaqueles todos los días, Real Minero puede jactarse de ser diferente. Las hermanas Ángeles son de las pocas mujeres mezcaleras en México. Trabajan en el palenque, codo a codo con su hermano y, hasta antes de su fallecimiento en 2016, también lo hacían con su papá.
Sin embargo, a pesar de que la presencia de estas mujeres es algo extraordinario en un oficio históricamente reservado para los hombres, Graciela procura no detenerse ahí. “El mezcal en sí no cambia sólo por ser destilado por mujeres, la verdadera diferencia la hacemos en nuestros espacios de trabajo”, me dice en una llamada desde su casa en Santa Catarina Minas, Oaxaca.
Entre alambiques, barriles y hornos de tierra, puede que a simple vista el palenque de la familia Ángeles no sea muy diferente a cualquiera de los muchos otros que hay en este pueblo de larga tradición mezcalera. “Aquí se hace mezcal desde que nadie lo compraba”, me cuenta Graciela. Pero lo cierto es que ella quiere cambiar todo lo que se volvió inamovible en años de historia y, de paso, también lo que ha ido quedando chueco por el rápido crecimiento de los últimos tiempos.
Una historia improbable
Santa Catarina Minas ha hecho buen mezcal desde mucho antes de lo que cualquiera de sus residentes pueda recordar. La producción local se remonta hasta mediados del siglo XIX. Pasó por guerras, prohibiciones y crisis. En todo ese tiempo, y desde que Graciela tiene uso de razón, no se acostumbraba a ver mujeres en los palenques.
Los planes para ella no incluían ningún contacto con la producción de mezcal que había en el pueblo, ni cortar maguey o involucrarse en la destilación, como los hombres, que aprendían el proceso tan pronto como cumplían 12 o 13 años. Sin embargo, para que las hermanas Ángeles cambiaran lo que ya estaba predestinado, tuvieron que encontrarse con la adversidad. “Se ha vendido la idea de que nuestra presencia en los palenques es un logro feminista, algo así como el derecho al voto. Pero la realidad es que ha sido muy diferente –me explica Graciela–. Los espacios que las mujeres hemos ganado en el campo se deben a la pobreza. Hemos entrado al palenque no por decisión, sino por necesidad”.
Hasta que Graciela entró a la adolescencia, el palenque familiar nunca fue considerado por su potencial de negocio y, más que otra cosa, era una forma de preservar la tradición de varias generaciones, con una producción cuando mucho reservada al autoconsumo. La economía familiar dependía, más bien, del empleo de sus padres, de una pequeña huerta de aguacates que cosechaban dos veces al año y en un molino de nixtamal.
“Se ha vendido la idea de que nuestra presencia en los palenques es un logro feminista, algo así como el derecho al voto. Pero la realidad es que ha sido muy diferente. Hemos entrado al palenque no por decisión, sino por necesidad”.
Graciela Ángeles
No obstante, en cuestión de pocos meses su padre perdió el empleo, la huerta se plagó y pusieron tres nuevos molinos en el pueblo. “Mi familia estuvo cerca de quedarse en la calle”, recuerda Graciela sobre aquella época. No quedó más remedio que apostar por la única opción que nunca habían explorado: el viejo palenque.
Desde los 11 o 12 años, ella comenzó a involucrarse en el mundo del mezcal. “Me dolía ver que teníamos un buen producto, pero nos lo regateaban o ni siquiera nos pagaban –comenta Graciela–. Aunque tal vez no entendía mucho del negocio, desde entonces supe que no podía ser así. Había algo que tenía que cambiar”.
Después de pasar toda su juventud en el palenque, Graciela incluso pudo salir de Santa Catarina Minas para estudiar sociología en la capital oaxaqueña. “Yo siempre tuve la idea de que necesitaba más herramientas que los demás –me dice por teléfono–. Sabía que era mujer y que, si iba a competir, necesitaba más armas”.
Sólo después de una maestría y un doctorado regresó a su pueblo natal y al mundo del mezcal. Aunque no hubiera tenido problema en seguir persiguiendo una sólida carrera académica, ella sabía que su motivación siempre había estado en la tierra. El palenque la reclamaba de regreso, con la diferencia de que esta vez respondería al llamado por una decisión personal, y no por necesidad, como antes.
¿Cómo debería verse una maestra mezcalera?
“Me ha tocado en más de una ocasión ser juzgada por ser una mujer en el mundo del mezcal y que, además, estudió un doctorado –señala Graciela–. Normalmente no entro en ningún perfil”. Esa siempre ha sido su historia. No es de ciudad, pero conoce mucho más allá de los límites de su pueblo. No es una mujer blanca, pero tampoco es indígena. Fue a la universidad, pero sabe tanto de la tierra como cualquiera que haya pasado toda una vida en el campo. “Si fuera indígena y más vieja, entonces la gente me vería como la gran maestra mezcalera que esperan ver –me dice sobre el desconcierto que sabe que provoca en otras miradas–. Tampoco soy blanca, entonces no soy la mujer empresaria”.
Después de toda una vida en el palenque, sabe que el mezcal no es el trabajo de una sola persona. A ella ni siquiera le interesa firmar las botellas, como a otras personalidades de la industria. No por modestia, sino por convicción. “El mezcal no es un producto que se hace en lo individual, quien firma la botella se lleva el crédito de un colectivo”, apunta Graciela.
Instrucciones para destilar un buen mezcal
Real Minero sigue exactamente el mismo proceso que otros tantos mezcales antes de embotellarse. El agave es seleccionado como se ha hecho siempre, las piñas se cuecen bajo tierra y pasa por la doble destilación sin mayores cambios. Ahí está el sabor ahumado y el ligero ardor de garganta que habría que esperar con cada trago. Desde el año pasado, las botellas de la marca aparecen etiquetadas como “destilado de agave”, en lugar de lo que en verdad son: mezcal. Graciela y su familia dejaron de certificar la producción ante el impi como rechazo a los lineamientos que restringían a los productores de otros estados.
“Unos mexicanos sí pueden y otros no, son posturas que no nos parecieron correctas”, me dice Graciela sobre la decisión. A pesar de que el mezcal puede producirse en cualquier lugar donde haya agaves, la autoridad ha limitado la denominación de origen a sólo seis estados.
No fue cosa fácil renunciar a algo que básicamente constituía la esencia de lo que hacían. “Desde luego que había mucha incertidumbre –confiesa Graciela–. No estábamos seguros de si la gente iba a comprar algo que no conocía”. Pero, más allá de los números, los galardones y las exportaciones que otros persiguen, ella y su familia tomaron el riesgo para crear el mejor mezcal que podían hacer o, lo que es igual, un mezcal bajo sus propios términos. “Creemos que el mezcal tiene que ser un medio para transformar a nuestras comunidades –me explica–. Procuramos estar atentas de nuestro personal y esperamos tener un impacto positivo en sus vidas”.
Por un lado, están comprometidos con el rescate y la conservación de agaves por medio de sus semillas. A partir del crecimiento en la demanda durante la última década, sobre todo en especies silvestres, crearon Proyecto Lorenzo Ángeles Mendoza (LAM), con el objetivo de tener un acervo de conocimiento científico sobre la materia prima con la que trabajan, antes de que sea demasiado tarde y no queden recursos para las generaciones futuras.
Pensando en que el mezcal debería impulsar a las comunidades que lo producen, a partir de una repartición justa de recursos, la cooperativa de Real Minero también fundó la Biblioteca El Rosario, un centro donde los jóvenes de Santa Catarina Minas pudieran tener acceso a las herramientas necesarias para iniciar y hacer crecer su propios negocios.