Lo mejor de lo mejor: estos fueron los viajes favoritos del equipo de Travesías en 2023

Ahora que termina el 2023, armamos un recuento con los mejores descubrimientos que hicimos durante un año de viajes.

29 Dec 2023

Albania fue uno de nuestros destinos favoritos este año.

Otro año está por terminar y en Travesías queremos aprovechar para hacer un recuento de todo lo que vivimos en estos meses: destinos, hoteles, restaurantes, platillos y experiencias que fuimos descubriendo en nuestros viajes y que nos dejaron sorprendidos.

En 2023 llegamos más lejos, a lugares en los que nunca habíamos estado. Conocimos destinos fuera del radar, justo antes de que dejaran de ser un secreto entre los viajeros. Comimos como nunca, nos quedamos en nuevos hoteles y regresamos a algunos clásicos para redescubrirlos, cambiando un poco la ruta.

Ésta es una selección con lo mejor que el equipo de Travesías encontró al recorrer México y el mundo en 2023. Con toda seguridad, el próximo año vendrá con muchas más sorpresas

Four Seasons Tamarindo

Mary Gaby Hubard | Editora

Hay sitios que cobran más relevancia cuando conoces su historia. Estoy segura de que podría elevar sus expectativas si les dijera que voy a hablar de un lugar que es fruto de la colaboración de más de 10 años entre Mauricio Rocha y Víctor Legorreta, quienes están al frente de dos de las firmas arquitectónicas más importantes de México. También podría decirles que Elena Reygadas es la mente creativa detrás de uno de los restaurantes dentro de la propiedad. Y que Sal, el otro restaurante del hotel, es uno de los mejores lugares del mundo para tomar un trago y ver el atardecer. O les podría contar que los muros de concreto de este sitio están pintados exactamente con el mismo tono que la arena de sus playas y, probablemente, si les dijera que el hotel se encuentra en una reserva natural tan vasta que la propiedad únicamente ocupa 2% de ella, ni siquiera me lo creerían.

Y sí. El Four Seasons Tamarindo es fruto de la colaboración de mentes brillantes. Entender la atención al detalle que tiene cada uno de los rincones lo convierte en un lugar aún más especial. Pero… la realidad es que, aun sin conocer estos detalles, este hotel brilla por sí mismo. Eso es lo que lo convierte en uno de los lugares más especiales que visité este año. No necesitas saber quién está detrás de él, sino que basta con poner un pie en la propiedad para darse cuenta de que se trata de algo fuera de serie.

Después de volar a Manzanillo y estar unos 45 minutos en carretera, me encontré con un paisaje que inmediatamente se convirtió en uno de mis favoritos: el del lobby del hotel con vista al Pacífico. Aunque debo decir que rápidamente fue desbancado por uno aún mejor: el de mi habitación. Desde la cama se podía ver la mitad de la infinity pool privada de mi cuarto y una vista al mar que parecía no tener fin. Llevaba un rato sin sentir algo así cuando llegaba a un lugar. Y es que el Four Seasons Tamarindo es uno de esos sitios capaces de recordarnos la belleza del planeta en el que vivimos. No importa si se trata de un safari de insectos, para conocer mejor a los microhabitantes de la reserva, o de una caminata por Rancho Ortega de la mano de Nico Piatti, su director culinario, para comprender su conexión con el campo. O de un paseo en lancha para ver la propiedad desde el agua. O simplemente de una tarde en la playa, nadando en el mar y apreciando el silencio de las playas semivírgenes. Las oportunidades para conocer de cerca la reserva del Tamarindo, que hace tan mágica esta propiedad, abundan y dejan muy clara la importancia que la naturaleza tiene para todos los involucrados. Quienes trabajan en el hotel están conscientes de lo especial que es este lugar. Y no dejan pasar ninguna oportunidad para transmitírselo a los huéspedes: mediante un trato cálido, contando la historia de cómo llegaron ahí o revelando alguna anécdota que ha ocurrido dentro del hotel.

Así que, si pudiera escoger un lugar como mi consentido del año, no lo dudaría ni un segundo. Estoy segura de que no sería la única.

Albania

María Pellicer | Directora general

No es una exageración decir que Albania fue el destino que más me sorprendió este año, de hecho, tampoco sería exagerado asegurar que fue el que más me ha impresionado en la última década. Pasé un par de semanas en este país de los Balcanes y, desde que volví, sólo pienso en regresar. Una amiga que estuvo conmigo durante el viaje me dijo algo que resume el porqué de mi fascinación: “Ni cuando fui a Japón la primera vez me sentí en un lugar tan alejado de mi mundo”.

Y es que, aunque geográficamente próximo, hay algo que hace que Albania se sienta como literalmente otro universo. Más raro todavía es tratar de explicar que esa falta de familiaridad está repleta de elementos cercanos: la gastronomía es Mediterránea, con influencias árabes que tampoco son desconocidas. El arte y la arquitectura están plagados de influencias que conocemos, de los griegos a los italianos, quienes dejaron una huella especialmente fuerte en Tirana, la capital. La falta de referencias se intensifica en el campo y las montañas. Durante los recorridos por el interior del país hubo momentos en los que me sentí, más que en otro mundo, en otro tiempo. Tal vez es una forma muy elemental de explicarlo, pero Albania llegó tarde al capitalismo y lo adoptó a su manera. Y eso ha hecho que el paso del tiempo se sienta distinto.

Los días que estuve en Albania disfruté especialmente los paisajes y la comida, la calma a la hora de recorrer los pueblos ocultos en lo alto de las montañas. Los albaneses no parecen tener demasiada prisa y eso es algo que se contagia. Nunca sentí, ni en Tirana ni en ningún otro lado, esa intensidad de la vida moderna que sucede en otros países. 

Una ruta para primerizos –como yo– podría dar inicio en Tirana, donde en los últimos meses han comenzado a abrir los primeros hoteles de cadenas internacionales, lo que señala que poco a poco el país ha comenzado a entrar en el radar de los viajeros. La ciudad es muy pequeña y el centro es por completo caminable. Dos o tres días son suficientes para asomarse a los museos, pasear por el Blloku y conocer la animada vida nocturna de la ciudad. Después habría que dirigirse al sur, cerca de la frontera con Grecia, a la ciudad de Gjirokastër, donde además nació Ismail Kadaré, seguramente el escritor más famoso del país y cuyas novelas son tal vez la mejor herramienta para acercarse al carácter albanés. Otra de esas ciudades históricas que hay que visitar es Berat. Comúnmente usada por el cine y la televisión para hacerla pasar por Italia o Grecia, se trata de una de esas ciudades que concentran siglos de historia en un par de calles.

Albania es también el destino perfecto para una escapada de playa: Durrës y Vlorë son dos ciudades que no le piden nada a otros destinos mucho más famosos y cotizados de Croacia, Grecia e Italia. Y, de hecho, muchos italianos prefieren venir aquí a pasar sus vacaciones.

Pero sin duda lo mejor de Albania es lo que no puede ponerse en palabras, ese sentimiento de “tan lejos pero tan cerca”. Ese saberse a un par de horas de las ciudades más turísticas de Europa y, al mismo tiempo, en un tiempo paralelo, que no corresponde con nada de lo que vemos todos los días. Y disfrutarlo. En la memoria me queda la imagen de la Plaza Skanderbeg, primero una noche, en medio de la neblina, y después durante una mañana soleada. Llena de gente, orgullosa y luminosa, lista para sorprender a todos los que lleguen a descubrir por qué Albania es una joya esperando ser descubierta.

El Bakalao valenciano

Iker Jáuregui | Coordinador editorial

A Valencia hay que irla conociendo por capas. Conviene primero ver todo lo que está en la superficie, lo que sale en las fotos y en las guías: sus extraordinarios arroces, las playas, la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Hay que caminar por el río Turia para entender que en realidad es un parque lineal que parte la ciudad en dos y no un río, aunque alguna vez lo fue, pero que ahora corre por otra parte. Hay que ir a comer al Mercado Central y ver una falla cremarse. Después, si aún queda tiempo en el viaje, habría que bajar a los submundos del Bakalao.

En mi caso, ese descenso fue algo literal, y ciertamente precipitado, por unas escaleras oscuras que conducían al sótano de un edificio viejo en el barrio de Ruzafa, apenas en mi segunda noche en la ciudad. Todavía no me sacudía el jet lag y apenas pedía mis primeras cañas del verano cuando ya había dado con el ensordecedor sonido del Club Gordo.

Nunca hubiera esperado encontrarme con ese estruendo ahí. Ciertamente no en ese local, invisible desde afuera, oscuro y pequeño por dentro. Pero, sobre todo, no en esa ciudad. Me bastó una noche para descubrir que Valencia está hecha de techno. Que de ahí salen las pulsaciones por minuto más rápidas de toda España. Que estas cosas no pasan en las grandes capitales, sino en los lugares donde uno menos las espera.

Después me enteré de que Valencia siempre ha sido una meca para los raros que gustan y le encuentran sentido a ese ritmo en el que otros sólo escuchan ruido. En el último coletazo de la Movida, a principios de los noventa, cuando los sonidos de la contracultura empezaban a sintetizarse irremediablemente, aquí surgió un fenómeno conocido como la Ruta del Bakalao.

En términos simples, se trataba de un circuito de discotecas en la periferia valenciana, que pasaba por poblados costeros como El Saler, Les Palmeres o Sueca. Lugares discretos entre semana, pero donde, de jueves a domingo, abrían legendarios clubes como el Spook, Barraca o Chocolate. Pequeñas multitudes llegaban de toda España para pasar sus fines de semana aquí. Normalmente sin hospedaje, porque durante el día se tumbaban en la playa y en las noches se encontraban en alguna de estas discotecas con aforo para más de 2,000 personas.

La Ruta en sí ya no existe, pero el Bakalao no se fue a ningún lado. Varios de esos templos del “ritmo repetitivo y machacón”, como la propia RAE define al Bakalao, han tenido revivals en sus sedes originales, aunque el movimiento también ha penetrado el centro de Valencia con dignos herederos, como el Club Gordo. Llegué ahí, a Valencia y al Gordo, por mi primo que lleva varios años viviendo allá y ya es más valenciano que la Virgen de los Desamparados.

Precisamente hace falta un local para dar con el Gordo, que sólo abre los viernes y, fuera de un ligero rumor en sus cercanías y la pequeña fila que se organiza en su entrada, no se muestra a cualquier transeúnte. Los rituales de ingreso no son diferentes de los de otros lugares: un cateo por mera formalidad, 10 euros de cover, que incluyen un trago, y un sello divertido en el antebrazo, para salir y entrar del lugar a discreción.

Lo que sigue es descender por unas escaleras donde la música va subiendo de volumen con cada paso hasta que termina envolviendo a todos los que entran. Tuve que tomarme un segundo para entender ese alucinante efecto sonoro que dejaba que los vecinos del edificio durmieran mientras que en el sótano ocurría una fiesta de proporciones serias. Lo mejor de la ingeniería puesto al servicio del rave.

El trago de canje elegido por la mayoría era un Jäger con boost, no sólo porque era lo más costoso en la barra y había que aprovechar la cortesía, sino porque ayudaba al cuerpo a aguantar hasta que saliera el sol. Yo tuve que conformarme con un ron con cola porque ninguno de los bartenders entendió a qué me refería con una “perla negra”.

Igual no hizo mucha diferencia. En el club no entraba ni un rayo de luz exterior y no había forma de distinguir qué tan tarde o temprano era más que con las ocasionales salidas por un cigarro. Incluso para los no fumadores, de vez en cuando era imperativo emerger del ruidoso sótano al silencio de la noche de Ruzafa. Un descanso que venía bien entre sesiones de techno denso que no le pedían nada a salas de Berlín o Detroit.

De regreso en las profundidades del Club Gordo era difícil distinguir cualquier cosa, salvo por lo que las luces estroboscópicas revelaban en pestañeos: rostros sudados, pupilas dilatadas y un baile frenético que encaraba a una jaula con barrotes, donde el dj hacía lo suyo. El lugar no era precisamente grande, pero se sentía abarrotado y con una extraña sintonía. Quizá muchos de los asistentes no lo sabíamos, pero eso era el Bakalao valenciano.

En una última excursión a la superficie me encontré con un sol en plenitud. La vida en Ruzafa empezaba a despertar y a mí por fin me dieron ganas de irme a dormir. Sin embargo, la recomendación fue hacer una parada técnica en alguno de los cafés que apenas abrían, pedir unos huevos rotos y una Turia que, además de un río que no existe y otro que sí, es la cerveza local. El estómago lleno serviría para no “comer techo”, término ibérico y exacto que hace referencia al terrible insomnio que viene después de la fiesta.

Restaurante NAO en Cabo

Paulina Espinosa | Redactora

Las similitudes en cuanto a tierras, mares y ecosistemas de la cultura gastronómica mediterránea con la mexicana inspiraron al cocinero Alex Branch a crear NAO. En este restaurante de Cabo, su compromiso con la excelencia culinaria y su profundo conocimiento de los sabores locales son evidentes con cada bocado.

Branch se ha esforzado por trabajar mano a mano con pescadores, agricultores, ganaderos y productores de la región para garantizar los productos de la más alta calidad en su menú. El resultado es un estilo auténtico y desenfadado en el que brilla la frescura de los ingredientes.

Después de trabajar de la mano de cocineros como Mónica Patiño o ser parte de Manta, de Enrique Olvera, en The Cape, formó parte del frente gastronómico de varios hoteles en la región de la Baja. Hasta que finalmente decidió abrir NAO, un restaurante que siempre imaginó como un tributo a la riqueza de sabores y conocimientos que surgieron de la interacción y las similitudes entre el Mediterráneo y Occidente.

Cuando lo visité, nos platicó un par de historias que ocurrieron durante los meses que vivió en Dubái y nos habló de las mujeres que le enseñaron técnicas ancestrales de la comida libanesa. Nos explicó por qué elige los ingredientes y las mezclas de cada una de sus recetas, e incluso la procedencia de los productos que utiliza en su cocina. Por ejemplo, todas las verduras vienen de huertos locales y el pescado lo llevan diferentes proveedores que se dedican a preservar la pesca consciente en la Baja. Todos los platillos en el menú de NAO son para compartir, pues uno de sus objetivos es fomentar la convivencia, unión y comunicación entre sus comensales.

La mixología, liderada por el headbartender Kike García, también es muy especial. Él le da un nuevo giro a los tragos y destilados en tendencia, al combinarlos con sabores locales y técnicas de cocina que rara vez esperaríamos probar en un coctel. Por ejemplo, tienen un trago llamado Lady Beet, en el que combinan vodka con St. Germain e hidrosol de lavanda, jugo de toronja clarificado, sirope de betabel, espuma con piel y jugo de limón amarillo, solución salina y un ligero toque de jarabe. O mi favorito, el Naranja de Invierno, preparado con milk punch de mezcal, naranja, limón amarillo y cardamomo, limoncello, top de agua tónica y caramelo de limoncello con ralladura de limón amarillo preservado.

Y para terminar de redondear esta experiencia, está la arquitectura. Con un concepto a cargo de Nacho Cadena, que evoca la esencia del Mediterráneo, con una iluminación que realza su naturalidad y donde a través de sus ventanales, durante el día, puedes ver a lo lejos el mar.

Roadtrip por las playas de Algarve y la Reserva Natural de Alentejano, Portugal

Rigo de la Rocha | Director de arte

El plan con Aksel, mi pareja, era recorrer las playas del sur de Portugal (la región de Algarve), pero teníamos terror de encontrar a millones de turistas veraneando (con todo lo que eso conlleva: hoteles abarrotados, precios estratosféricos, restaurantes sin reservas y, sobre todo, playas llenas de gente).

Buscando una mejor experiencia, tomamos dos decisiones estratégicas: la primera fue mover nuestro viaje al final de la temporada –mediados de septiembre– y la segunda fue concentrar nuestro recorrido en las playas más alejadas de los resorts y desarrollos turísticos.

No pudimos haber tomado una mejor decisión. Por las fechas sacrificamos un poco de calorcito y ambiente, pero pudimos disfrutar los paisajes y las playas a nuestras anchas.

Aquí nuestro itinerario. Llegamos a la región por el aeropuerto internacional de Faro, donde rentamos un coche y sin perder tiempo tomamos la ruta hacia Tavira. Teníamos hambre y cruzábamos los dedos para encontrar una mesa disponible en un restaurante que queríamos probar. Después de una media hora manejando entre campos repletos de olivos llegamos a Casa do Polvo Tasquinha y empezamos el viaje con el pie derecho: mesa disponible para dos (suerte de principiante, porque en este sencillo restaurante se tiene que hacer reserva con mucha anticipación). Y así es como, en una sola sentada, comimos pulpo de cuatro formas diferentes: en croquetas, con arroz, horneado y al grill, que me supo a gloria.

Al día siguiente enfilamos hacia el oeste, rumbo a Sagres, en el extremo sur de Portugal, paraíso de surfistas y punta suroeste de Europa. A mitad del camino sucumbimos a la curiosidad de conocer alguna de las playas de Portimao. Nos habían advertido que los desarrollos turísticos podían disminuir el encanto de esta región, pero mi copiloto se puso las pilas y encontró una playa maravillosa, chiquita, muy privada y de difícil acceso. Para llegar a ella hubo que manejar por un camino de tierra, después hacer un corto hike por unos riscos con vistas impresionantes y bajar al mar de forma muy aventurera. El esfuerzo valió la pena. La Praia do Joao d’Arens es una pequeña bahía de ensueño. Cabe decir que, además, es una playa nudista (mi copiloto omitió ese detalle y fue una sorpresa). Yo no soy de andar “como Dios me trajo al mundo”, pero es verdad que hay algo relajado y natural en tener la opción de no usar ropa para disfrutar la playa y el mar.

Como después de la playa siempre da hambre, tomamos el coche y retomamos el camino hacia Sagres. Ahí comimos un pescado a las brasas fresquísimo en uno de los restaurantes más honestos y auténticos que he conocido: A Sereia, un lugar sin adornos, donde igual comen turistas y pescadores de la zona. Nosotros ordenamos pregrado peixe, sardinhas y camarao, todo a las brasas. Imposible comer más fresco y relajado.

Los siguientes días los pasamos dentro del Parque Natural del Suroeste Alentejano y Costa Vicentina, una zona con un ambiente muy diferente a lo que habíamos explorado, mucho más expandida y natural, sin desarrollos turísticos. Rara vez nos encontrábamos con alguien más y los pocos turistas que paseaban por la zona se dividían entre aventureros y surfistas.

El primer día en el parque natural lo dedicamos a visitar playas. Las que más nos sorprendieron fueron Praia de Amoreira y Praia do Vale dos Homens, dos lugares súper tranquilos para quien disfruta la paz y el aislamiento. Su geografía es impresionante, tienen una extensión enorme y se encuentran resguardadas por acantilados. Eso sí, hay que tener buena condición física para llegar, pues el acceso es por unas interminables escaleras.

Para cerrar con broche de oro visitamos Mirador de Castillejo. Llegar no fue tan fácil, pero el espectáculo valió la pena. Después de unos cuantos kilómetros de camino de tierra se llega a la cima de un risco que separa dos playas largas. El paisaje es espectacular y la altura algo vertiginosa. Ahí encontramos unos cuantos valientes practicando parapente, lanzándose al vacío desde la parte más alta y planeando en el aire con ayuda del viento. A lo lejos, en el mar, distinguimos alguno que otro surfista montando olas. Estuvimos en silencio gozando la experiencia y despidiéndonos de Algarve,sus riscos y sus hermosas playas.

Restaurante Mérito

Diego Berruecos | Director de fotografía

“Éste fue el último lugar que visité en Lima, literalmente de ahí me fui al aeropuerto. Tenía esa sensación de querer exprimir el viaje hasta el último instante. Supe desde el principio que Perú, su gastronomía, se encuentra en otra liga. Afortunadamente conseguimos una reserva de último minuto en Mérito Restaurante, del chef Juan Luis Martínez.”

Mérito lleva varios años anunciándose como el próximo gran suceso culinario de Perú, algo ciertamente notable en medio de una escena gastronómica que atraviesa la plenitud de su éxito internacional y no deja de cosechar talentos. Tan sólo en un paseo por el enérgico barrio de Barranco es posible probar las propuestas de Isolina o Kjolle, además del propio Mérito, todos con un lugar dentro de Latin America’s 50 Best Restaurants.

Cuando se empieza a escuchar con mayor fuerza y regularidad sobre un restaurante en medio de este contexto, su fama tiene que venir respaldada por una carta que rompa esquemas. En el caso de Mérito, eso se explica un poco en las raíces venezolanas del chef Juan Luis Martínez, que se integran en platillos peruanos que cambian con cada temporada.

Otra de las prioridades de Mérito es acercar la cocina al comensal. El espacio es pequeño y las divisiones apenas perceptibles, por lo que la acción se puede ver desde cualquier rincón del restaurante, volviendo a todos en el lugar parte de un mismo ritual.

“Sentarme en la barra y poder ver toda la cocina sincronizada fue un privilegio, y cada uno de los platillos que probé me sorprendió en sabor, punch y textura. Fue una sorpresa constante, con tubérculos y raíces del Amazonas en perfecta combinación con todo tipo de proteínas.”

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