En Caracas, las guacamayas vuelan en medio del tráfico, se paran en un semáforo para luego percharse en un samán. La vegetación que abraza esta urbe recuerda por momentos la que tiene Medellín o São Paulo, tropical y un tanto indomable.
Un esténcil con los ojos de Chávez se pasea por varias fachadas de edificios como en un ejercicio de Big Brother is watching you. Otras edificaciones tienen grabada su firma en grande: es a fin de cuentas la iconografía de Chávez desplegada por la capital como en un acto de recuerdo indeleble. En aceras, parques y en medio de las avenidas, la tradición escultórica y la fuerza del arte plástico se imponen mientras que el cinetismo de Cruz-Diez le da la bienvenida a la gente que llega al aeropuerto de Maiquetía.
En los centros comerciales, en ciertas calles y dentro de los grandes hoteles de reconocidas cadenas internacionales se siente la huella que deja un freno en el tiempo. Se respira un aire desvencijado que evidencia que aquí hubo abandono, que muchos huyeron: las embajadas, las aerolíneas, la inversión internacional y los más de seis millones de venezolanos, incluyendo a los malandros cuyo negocio ya no les era rentable. Y algunos aseguran que por eso la seguridad de la ciudad mejoró, porque ya no se oyen esos cuentos de terror, y la vida retomó un curso más tranquilo.
De chica, mis referentes venezolanos estaban asociados a la comida. Mis tíos y primos vivían en San Cristóbal, en el estado del Táchira, la ciudad más cercana a la frontera con Colombia. Ellos venían cargados con Cocosette, Ovomaltina, Pirulines y Toddy, los cuales producían una emoción enorme que hacía que entre hermanos nos rapáramos ese botín. Y ese tesoro para mí representaba prosperidad, esa misma de la que uno oía hablar y que evidenciaba la bonanza de los venezolanos como los niños ricos de Latinoamérica. Esos que destapaban champaña en el cotidiano y que se llenaban las bocas con trufas y foie gras.
Parece que hubo un tiempo de la Venezuela saudita, de una tierra que siempre ha estado bendecida por la riqueza de los materiales más codiciados, como sus minerales y petróleo, pero que fue sacudida por sus dirigentes de derecha y de izquierda. Y en ese tsunami de malos manejos, de profunda polarización política, de discursos grandilocuentes, de mesianismo ideológico, de poner a la gente contra la gente y, sobre todo, de perpetuarse en el poder, desdibujaron el país.
Nadie ha sido inmune a esos tiempos esquizofrénicos, incomprensibles tanto para los de adentro como para los de fuera. Y a pesar de que a Caracas se le note aún el dolor del látigo, de que aún haya problemas y contradicciones, se siente cómo se impulsa para tomar un respiro hondo, profundo, que aún no termina de exhalar. Todo esto se explica gracias a la recuperación de la industria petrolera, a la dolarización del país, al regreso de algunas aerolíneas y del capital extranjero, al levantamiento de ciertas sanciones y a que la economía se esté moviendo poco a poco.
Los venezolanos que llevaban varios años fuera de su tierra están volviendo, al menos de visita, y otros tantos, de intención titánica y corazón redentor, han regresado para quedarse y así darle otra oportunidad a ese país que hace años dejaron atrás.
Ése es el caso de Issam Koteich, un cocinero cuya carrera se desarrolló entre España y Dubái. A principios de 2022 recibió una oferta laboral para mudarse a Canadá, pero decidió pasar antes por Venezuela para disfrutar unas vacaciones. En ese tiempo, un amigo de la familia le pidió el favor de asesorarlo con un restaurante que planeaba abrir para darle uso a los productos de una finca con siembras de vegetales, pero dedicada especialmente a la cría de corderos, ovejas y cabras. Como si el destino estuviera trazado, Koteich se enamoró del proyecto, de la posibilidad de tener una cocina de cercanía, literalmente de la finca a la mesa, y de poder crear un concepto único desde cero.
Así nació Cordero, en julio de 2022, un restaurante disruptivo para la escena local porque creó una cocina alrededor de una sola proteína en un país donde el consumo del cordero es reducido. Gracias a la experiencia, el talento y la sensibilidad de Koteich, sumados a la calidad indiscutible de la carne, suave y desprovista del sabor fuerte del almizcle que la suele caracterizar de este lado del continente, supo elaborar platos inspirados tanto en su recorrido global como en la añoranza cálida de su país. Las técnicas en su cocina son precisas y está llena de un sabor sutil que abraza.
El animal entero se honra en la mesa, desde la lengua, el cuello, el jarrete y la paletilla hasta las demás partes que usa para hacer la morcilla y los embutidos. Un tartare de cordero lechal lo sirve con emulsión de limonaria, aceitunas de mar y hormiga limonera, creando una mezcla muy afortunada, y el vitello tonnato tiene su correspondencia con una delicada lengua de cordero bañada sobre un cremoso de atún y cebollas acevichadas. Las tradicionales arepitas de chicharrón venezolanas las hace con cordero y las acompaña con queso de oveja de la finca con un sofrito y alioli de ajíes dulces. La contundencia golosa llega en una paletilla de lechal a las brasas con gravy y un milhojas de papas crocante. El hecho de que logre conquistar a escépticos del consumo de este animal habla de su elocuencia en los fogones y, por supuesto, del cuidado que se le da a la cría en la finca de esta particular raza assaf, de aptitud láctea y que es considerada como el wagyu de los corderos.
De hecho, este tipo de ovinos es el producto del cruce entre la raza siria awassi y la alemana milchschaf. Todo esto liderado por el Proyecto Ubre de Pedro Kahlil, quien asegura que, después de España, su finca es hasta el momento el mayor productor de esta raza en esta parte del continente. Aquí también hay cabras murciano-granadinas, cuidadas con el mayor esmero para que den leche excepcional con la que elaboran quesos, yogurts, ricota, sueros y hasta dulce de leche.
A través de la mesa y el apetito, Caracas pasa por un momento que puede que sea una burbuja, pero que se antoja estable en el tiempo gracias a la pasión de emprendedores, chefs y jóvenes cocineros que muestran con orgullo los productos y las historias positivas de un país que no ha dejado de moverse.
Iván García, de Bosque Bistró, es uno de ellos. Su restaurante en el barrio de Los Palos Grandes es un bistró contemporáneo venezolano, relajado, entrañable, en el que le imprime sazón nacional a sus creaciones de técnicas modernas. El proyecto que nutre su restaurante se llama Kilómetro Venezuela y, a pesar de las dificultades que hay en el interior del país, como la movilidad, García anhela crear una red de pequeños productores para influir de manera positiva en las comunidades y que muchos más restaurantes tengan acceso a esos ingredientes, como la miel de la Gran Sabana, las truchas de Mérida y los erizos de la isla Margarita. Su menú muestra aciertos de sabores que se van revelando por capas, como en el pork belly cocido en cocuy y papelón (piloncillo), setas fritas y ciruelas criollas lactofermentadas o el ají dulce relleno con langostinos, tuétano y cacao porcelana. Todas las bebidas que ofrece tienen que ver con el país, así haya vinos de la bodega Otazu de Navarra, España, presentes en la carta, porque los dueños son venezolanos.
Los desayunos en Caracas cobran otra dimensión en La Casa Bistró de Francisco Abenante. Hasta los que son de afuera pueden sentir el calor del país con un festín que sirve con generosidad. Aquí todo se hace en casa: los panes, la charcutería, los vegetales vienen de un huerto propio, y todas las laboriosas preparaciones, como las hallacas y el pan de jamón, típicos de las épocas decembrinas, son hechas con paciencia. El desfile de platos incluye arepas dulces fritas con anís, cachapas (arepas hechas con maíz dulce rellenas de queso), arepas de chicharrón, arepas de maíz pilado para ser rellenadas, mandocas del estado de Zulia, una especie de rosca frita hecha con harina de maíz, plátano maduro y papelón (piloncillo) que se acompaña con queso blanco Santa Bárbara, y hasta empanadas de diversos rellenos, como cazón o carne mechada.
Otro lugar para desayunar o pasar la tarde es alguna de las sedes de Azú, de María Evans, quien hace pastelería francesa, pero con producto venezolano. Además de postres, croissants, macarrones, pasteles y tequeños, también tiene una tienda donde no sólo muestra sus creaciones de chocolate, una de las partes fundamentales de su trabajo, sino tabletas de otros chocolateros y productos venezolanos entre artesanías, mermeladas y rones.
Una de las nuevas aperturas de la ciudad está a cargo de Mónica Sahmkow, una de las pocas chefs en la actualidad. Sereno se encuentra dentro del sofisticado hotel boutique Cayena, en un salón de techos altísimos, helechos y manteles blancos. Sahmkow entrega un menú que se nutre de sus experiencias por Europa, las cuales junta con sus memorias de infancia en platillos con mucha sensibilidad, como el carpaccio de remolacha con huevas de lisa, espuma de bonito y quinoa, o el tarte tatin de plátano titiaro con helado de haba tonka.
No se podría hablar de Venezuela sin hablar de cacao. Y para esto hay que dirigirse a Cacao de Origen, de María Fernanda di Giacobbe, una de las personas que más sabe de este fruto, de su historia, de la realidad venezolana, de las mujeres que cantan en los cacaotales o de lo que pasa en una región como Chuao, uno de los orígenes más apetecidos en el mundo. Aquí se encuentran tabletas de todos los porcentajes y orígenes del país con sus características respectivas. Y no sólo los que hace Di Giacobbe en su empresa, sino los de otros colegas que también elevan la fama del cacao fino venezolano.
Hay algo conmovedor en ese gracias por venir de todas las personas que me acogieron, queriendo mostrar la mejor cara de una ciudad y un país, y que viene no desde la formalidad de una invitación, sino, literalmente, de las entrañas. Venezuela merece más oportunidades y, sin duda, necesita volver a mirarse.
Una escapada comestible a la isla Margarita
La isla blanca del Caribe, la de las vacaciones de los venezolanos, también ha pasado por momentos difíciles. Sin embargo, sus playas aún son paradisiacas y, en la resistencia y persistencia, hay lugares de peregrinación gastronómica.
Arepas de los Hermanos Moya
La fama de este negocio familiar, fundado hace 50 años, traspasa las fronteras de la isla y muchos aseguran que son unas de las mejores arepas de Venezuela. Como la isla siempre fue un puerto libre, la arepa La Moya es producto de esa zona franca. Lleva mantarraya, pecorino, aceite de oliva y aguacate.
La Casa de Esther
Esther lleva 25 años sirviendo una cocina que se nutre de la tradición de la isla y de su toque personal. Guisos que llevan impreso el sabor particular del ají margariteño, hilo conductor de la isla.
Bodeguita de Pablo
Un lugar destinado no sólo al goce del ron venezolano, sino al aprendizaje de este destilado de la caña de azúcar. Imperdible para tener una noción más extensa sobre uno de los productos venezolanos que hacen sacar el pecho. Hay que ponerle especial cuidado a Ron Santa Teresa y Carúpano, que tiene a maestras roneras liderando la producción. Se debe reservar la experiencia con anticipación.
Casa Mejillón
Los fogones de la chef Pilar Cabrera funcionan desde hace 15 años en la costa de la ensenada La Guardia. Es una cocina de pescadores de la zona, en la que hay mejillones, raya, caracol, entre otros. Además de ofrecer platos con sazón, su intención ha sido crear una interacción con la comunidad.
Juana la Loca
Se encuentra dentro de uno de los hoteles más encantadores de la isla, el Isabel La Católica en Playa Pampatar. Sabores globales y de la isla se funden en una carta que trabaja con los pequeños proveedores locales.
La Empanadería Margarita
Otro de los lugares donde se encuentran los lugareños a la hora del desayuno. Empanadas con todos los rellenos posibles, desde plátano con queso
hasta cazón.