Bienvenidos a Albania, uno de los países menos explorados de Europa. Los viajeros que llegan aquí suelen sorprenderse con su gastronomía, su riqueza cultural y ese carácter albanés que no se parece a ningún otro. Después de eso, todos quieren volver.
Tirana
Aterricé en Tirana un viernes por la noche. Tomé un taxi desde el aeropuerto que me llevó al Blloku, la antigua zona residencial cerrada donde vivían las élites del gobierno y que hoy es un barrio lleno de cafés, restaurantes, bares y tiendas. Dejé mis cosas en el hotel y corrí a encontrarme con mis amigos, quienes estaban terminando de cenar en Oda, un restaurante de cocina tradicional a un costado de la Plaza Skenderbeg. Crucé la plancha sin darme cuenta de dónde estaba y entré por un callejón al restaurante. Y así, de pronto, aparecí en otra dimensión: sentada alrededor de una mesa baja, bebiendo raki mientras sonaba una música que me parecía familiar, pero al mismo tiempo lejana. Fue ese sentimiento el que me acompañó durante todo el viaje por Albania: algo que parece cercano, pero que al mismo tiempo se siente extraño y diferente.
Albania es uno de los países más pequeños de Europa. Con apenas 28,748 kilómetros cuadrados, ocupa la posición 37 del continente en términos de extensión. Sin embargo, frente a lo pequeño de su territorio está lo grande de su historia. Más allá del pasado reciente –de la dictadura de Enver Hoxha y de su difícil integración a la economía global a partir de 1991–, Albania siempre ha sido un país distinto. Basta leer a Ismail Kadaré para entender que algo separa la cultura albanesa del resto de Europa. Sería bueno empezar con El expediente H, publicada en 1981 y en la cual Kadaré cuenta la historia de dos investigadores extranjeros que llegan a Albania para estudiar su poesía oral y se topan con un mundo cerrado y provinciano; o El palacio de los sueños, una distopía donde el gobierno registra los sueños de cada uno de sus ciudadanos para controlarlos (lo que inevitablemente hace pensar en el tiempo de la dictadura).
Después de la noche mística en Oda, mi primer amanecer en Tirana me recibió con sol en general. Entre el jetlag y el exceso de raki, cuando bajé a desayunar era demasiado tarde. Fue la excusa perfecta para salir del hotel y dar una vuelta por el Blloku mientras buscaba un café para terminar de sacudirme el sueño. Entre edificios destartalados y antiguas casas convertidas en clubes, bares y restaurantes, este antiguo barrio residencial se siente especialmente tranquilo durante las mañanas; para entonces, el ruido de las discotecas ha desaparecido y en las terrazas hay grupos de hombres, o de mujeres, tomando café. Casi siempre es así, por separado. Entro a curiosear a un supermercado (Conad) y me llama la atención que es italiano, y que muchos de los productos que venden también lo son. Es el vecino poderoso.
En Tirana hay pedacitos de historia siempre presentes: desde la casa del dictador sin ninguna barda ni separación que la mantenga escondida de las miradas de viajeros y locales, que ya se habituaron a pasar delante de ella como si fuera cualquier cosa, hasta la gigantesca pirámide que se suponía iba a ser un museo dedicado al mismo personaje y que hoy ha sido transformada en un centro de tecnología, el cual no tardó en convertirse en el photo opportunity favorito. Algunos de los búnkers abandonados dentro de la ciudad se han convertido en galerías y museos, mientras que los restos del viejo castillo se transformaron en un centro comercial al aire libre. En el corazón de la ciudad, una amplísima calzada bordeada de pinos mediterráneos hace pensar en el particular estilo fascista reflejo de la influencia de Italia durante el reinado de Zog I y que culminaría con la invasión en 1939 y la anexión hasta 1944, año en el que el dictador, es decir, Hoxha, llegaría al poder.
Durante mi corta –pero intensa– estancia en Albania integré una serie de palabras y nombres a mi vocabulario: faleminderit, lo que es igual a gracias; paccheri, una forma de pasta italiana que misteriosamente no recuerdo haber probado nunca en el país vecino y que se convirtió en mi gran favorita; petula, deliciosas bolitas de masa frita que se sirven con miel y queso para desayunar; búnker, pues hay en promedio 5.7 por cada kilómetro cuadrado; gëzuar!, lo que toca decir antes de tomarse un vasito de raki, y Edi Rama, el primer ministro de Albania, quien además de político es pintor y jugador de basquetbol.
Tirana es una ciudad relativamente pequeña, muy amigable a la hora de caminar por ella. El centro neurálgico es la Plaza Skenderbeg, esa que atravesé de noche y que después descubrí de día: remodelada en conjunto por el artista Anri Sala y el despacho S1N4E, los más de 90,000 metros cuadrados de la plaza fueron cubiertos con mármoles de diferentes colores, con distintas alturas e inclinaciones, como una forma de rendir homenaje a la montañosa geografía albanesa. Al fondo, la Ópera y el Museo Histórico Nacional enmarcan majestuosamente el espacio. En lo alto del museo, el mural Los albaneses, creación de Vilson Kilica, Josif Droboniku, Agim Nebiu, Anastas Kostandini y Aleksandër Filipi, cuenta la historia del país desde la antigüedad hasta la época comunista. Recién restaurado, gracias a un fondo de la Unión Europea que reconstruyó sitios afectados por el temblor de 2019, el mural recobró su brillo y captura la mirada de los viajeros, con la figura femenina de la República al centro y que levanta con una mano un rifle mientras que detrás de ella ondea la guerrera bandera nacional en rojo y negro. La plaza es una de las obras urbanísticas más completas, con una serie de jardines que complementan el proyecto y un mobiliario urbano que invita a sentarse, para hacer una pausa en el ajetreado movimiento de la ciudad.
En uno de los portales de la Ópera se encuentra Café Botánica. Nos instalamos una mañana a desayunar en su animada terraza y me sorprende lo sofisticado de la concurrencia. Los chicos modernos de Tirana se dan cita aquí para tomar un café por la mañana o admirar las vistas de la plaza al atardecer. Como en cualquier ciudad contemporánea, los locales de pinta hipster anuncian una sola cosa: la gentrificación está en camino. Al lado, Adrion es una de las mejores librerías de la ciudad y una de las pocas donde es posible hallar ejemplares en inglés. Además de disfrutar la visita, vale la pena aprovechar para comprar aquí un par de títulos de Ismail Kadaré, el gran novelista albanés que tan bien retrató a su país, ya que fuera de Albania es difícil encontrarlos. Una visión literaria más actual es Free, de Lea Ypi, un coming-of-age versión albanesa lleno de recuerdos entrañables de una niñez feliz en medio de una terrible situación política.
Por la noche Tirana grita por todo lo alto que es apenas una adolescente: el Blloku entero se convierte en una fiesta. Las amplias casas antiguas se han transformado en bares que permanecen abiertos hasta bien entrada la madrugada y el tráfico del barrio se vuelve caótico. Pareciera que toda la ciudad está celebrando. Kino, Nouvelle Vague o Colonial son buenas alternativas, pero Radio nos conquista desde la primera visita: se siente como ese lugar al que has ido toda la vida, aunque sea la primera vez. Al fondo del bar hay un patio perfecto para la temporada de calor y que está absolutamente lleno. Es como si esta nueva generación de albaneses tuviera como misión desquitar todos los años que no estuvieron de fiesta y en la calle.
Berat
Aunque Tirana tiene mucho que ofrecer, lo más hermoso de Albania está allá afuera, en el campo, en las sinuosas carreteras que recorren paisajes dramáticos de valles y montañas con pueblitos como salidos de un cuento medieval, encaramados en lo alto de un monte. Por eso la segunda parada de la aventura nos llevó a Berat, donde se cree que hubo un asentamiento desde el siglo VII a.C.
Ubicada a la orilla del río Osum, la ciudad está dividida en tres distritos: en lo más alto, el viejo castillo; en el centro, una antigua ciudad amurallada conocida como Mengalem o barrio otomano, y, al otro lado del río, Gorica. Las casitas blancas, con ventanas de madera, cubren ambos lados de la montaña y le regalan al viajero una postal única: le dicen la ciudad de las mil ventanas porque cada construcción presume las suyas, todas mirando hacia el río. Las callecitas que conducen al castillo son tan estrechas que apenas una motocicleta lograría pasar por ellas. Se siente auténticamente antiguo, porque lo es. Después de llegar hasta lo más alto, de disfrutar las vistas y comprarle conservas a un simpático personaje, nos perdemos entre las calles del castillo en búsqueda de un sitio para comer. Preguntando, llegamos hasta una casa donde una familia nos recibe en un hermoso patio con un emparrado que nos cubre del sol; un par de señas y la mesa se va cubriendo de pequeños platos con aceitunas, quesos, tomates, empanadas, verduras, alguna carne guisada y vino, todo el que sea necesario. Así son las comidas aquí, generosas en colores y abundantes en cuanto al sabor.
Berat es considerado el asentamiento más antiguo de Albania y por muchos años fue justamente la frontera entre el Imperio Bizantino y el Imperio Romano, algo que permea también en la historia de todo el país, a medio camino también entre Oriente y Occidente, entre el cristianismo, el islam y el ateísmo (muchos albaneses recuerdan todavía cómo la religión estuvo prohibida desde 1967 hasta 1989). A un costado del castillo, la capilla bizantina de la Sagrada Trinidad mira hacia el valle desde el siglo XV, mientras que al pie de la montaña la Halveti Tekke, una especie de convento de la orden Jalwati, una hermandad islámica sufí, funciona hoy como mezquita. Es en parte este patrimonio histórico lo que hizo que Berat fuera designada como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Nos instalamos en el Hotel Mangalemi, que como muchas de las construcciones de la ciudad pareciera haber sido cavado en la montaña. La primera sorpresa nos la llevamos cuando el gerente nos recibió con un español impecable. La segunda llegó con su respuesta, cuando preguntamos cómo había aprendido a hablarlo: por la televisión. Ésta es una situación que se repite a lo largo de nuestro viaje: los albaneses están habituados a aprender otras lenguas y a hacerlo de la manera más práctica, viendo la tele. Desde la época de la dictadura era común que hubiera programas para aprender otras lenguas. Con la caída del régimen, los programas educativos fueron sustituidos por telenovelas mexicanas, turcas, etc. Y los albaneses las siguieron utilizando para aprender idiomas. Por si fuera poco, el italiano es prácticamente la segunda lengua oficial y todo el mundo parece tener nociones básicas de inglés. Tal vez porque el albanés es una lengua poco común o porque después de la apertura muchos sentían curiosidad por lo que pasaba allá afuera, lo cierto es que los albaneses son unos campeones a la hora de aprender lenguas y por eso los viajeros se sorprenden siempre al descubrir que la comunicación nunca es un problema.
Aunque aún es discreto, si lo comparamos con otros destinos del Mediterráneo, el turismo en Albania ha comenzado a dejar su huella, sobre todo en ciudades históricas como Berat o Gjirokastër, al sur del país, cerca de la frontera con Grecia. Según datos del Banco Mundial, durante las últimas décadas el aporte del sector turístico al pib albanés creció hasta alcanzar 8% y 2019 fue el mejor año del país respecto al turismo, con 6.4 millones de visitantes y 2.3 billones de dólares de ingresos por este sector. Como muchos de los países de la región –Kosovo, Macedonia, Montenegro–, Albania empieza a entrar en el radar de viajeros de todo el mundo, que llegan hasta aquí buscando una experiencia distinta y a precios más accesibles.
Nuestro gran tour albanés continúa por caminos sinuosos y poco transitados. Durante el recorrido es común que nos topemos con algún búnker olvidado, también vemos muchos monumentos de guerra de concreto que recuerdan a los spomenik yugoslavos y nos encontramos alguna que otra joya fuera de la ruta, como la antigua ciudad de Apollonia, una verdadera maravilla del periodo clásico griego que se puede visitar y aún mantiene un espectacular pórtico encuadrando al Mediterráneo de fondo.
Gjirokastër
Nos acercamos a Gjirokastër al atardecer, cuando una fina lluvia empieza a caer sobre la ciudad. Antes de explorarla, nos sentamos alrededor de una espectacular mesa en un restaurante que ofrece hermosas vistas de las montañas. Una vez satisfecho el apetito con ensaladas, verduras y guisados varios, nos aventuramos a recorrer las calles de la ciudad natal del gran Ismail Kadaré. Mientras recorremos las estrechas calles del Palorto, o distrito histórico, nos topamos con la casa museo del escritor. Quienes hayan leído Crónica de piedra, seguramente reconocerán muchos de los rincones que Kadaré describe en su novela y que hacen referencia a esta casa de su infancia. El otro hijo famoso de Gjirokastër fue Enver Hoxha y por eso, durante los años de la dictadura, se le consideraba una ciudad-museo y fue especialmente protegida.
Seguimos nuestro camino con la intención de subir al castillo, pero en el camino nos entretenemos con las tienditas que ofrecen artesanías y recuerdos. La arquitectura de toda la ciudad captura un estilo otomano que le ganó ser inscrita como Ciudad Patrimonio de la Humanidad en 2015 y que ha conseguido también que muchos la incluyan en sus itinerarios. Entre las montañas y las nubes bajas, además de una lluvia fina, todo tiene un halo medio místico.
Entre esos factores distintivos que atraen al turismo, la gastronomía es seguramente uno de los principales que invita a regresar. Los sabores albaneses son reflejo de esa cultura dicotómica entre Oriente y Occidente: por un lado, el Mediterráneo y la influencia italiana con aceites, aceitunas, quesos y pastas que imaginaríamos en Italia o Grecia (desde Gjirokastër hay apenas media hora de camino hasta Grecia); por otro, preparaciones a base de verduras y especias que recuerdan a un mezze turco o árabe, todo esto acompañado de buenísimos vinos locales. El verdadero encanto de esta riqueza gastronómica es que puede disfrutarse de todo en un mismo lugar. Y hay que decirlo también, los precios son muy accesibles, lo que hace que los viajeros puedan ordenar sin preocuparse. Finalmente, el otro factor clave es la calidad y frescura de las verduras y de los frutos del mar. En muchos de los poblados costeros, lo mejor es preguntar qué hay fresco ese día y esperar alguna de las sugerencias de la cocina: el resultado siempre es una deliciosa pasta, un espectacular pescado y mariscos imposiblemente frescos.
Vlorë
Nuestra última parada nos lleva a uno de los puertos más importantes del país: Vlorë. La aventura termina junto al mar. Aunque la influencia del turismo en definitiva se ha dejado sentir a lo largo de nuestro recorrido, aquí nos queda muy claro que no somos los primeros en descubrir las maravillas que encierra Albania. A lo largo de todo el paseo marítimo se notan las residencias y los condominios, pensados para los extranjeros que encuentran aquí el lugar ideal para invertir su dinero, sobre todo los italianos. Vlorë podría ser un poco como la Costa del Sol española, la Costa Azul francesa o las playas griegas, pero no lo es; aún se puede comer y beber sin padecer los precios exorbitantes. Hoy, la única forma de llegar aquí es por tierra, en autobús o en coche, pero la apertura del aeropuerto internacional está programada para la primavera de 2024 y muchos temen que el turismo vaya a salirse de control, con vuelos directos que traerán a turistas desde toda Europa directamente a la costa albanesa.
De regreso en el aeropuerto de Tirana, espero mi vuelo a Fráncfort en medio de una sala en plena remodelación. Todo en Albania pareciera estar a punto de cambiar. El aeropuerto, que lleva el nombre de la hija más famosa del país, la madre Teresa de Calcuta, ha recibido cada año 50% más pasajeros que el anterior. En 2023 abrió sus puertas el primer hotel internacional en Tirana, con Marriott, mientras que InterContinental construye una gigantesca torre en la Plaza Skenderbeg que debería estar lista para 2025. Todo está a punto de cambiar y, al mismo tiempo, nada debería hacerlo.
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