Era 1998, o eso dice la libreta pequeña, con tapas de hule y un aroma lejano a sudor, smog, frituras viejas. En sus páginas hay precios de hoteles, números telefónicos y una nota: “Aeropuerto de Jakarta, marzo de 1998”. Jakarta es la capital de Indonesia, país musulmán con fuerte transfusión de budismo e hinduismo; 13,000 islas en manos de los portugueses desde 1511, de los holandeses desde el siglo XVII, independientes desde 1949, y con guerras independentistas, étnicas y religiosas esparcidas por todo el territorio: Molucas, Timor, norte de Sumatra.
Las calles de Yogjakarta, desde el taxi que me sacó del aeropuerto, eran así: lluvia, calor y un hormiguero confuso, motos, bicicletas, becak… puestos de venta de casi todo, templos y un smog que no tiene piedad con la nariz extranjera.
Estuve allí por primera vez en 1998, cuando hacía 30 años que el coronel Suharto gobernaba después de haber derrocado a Sukarno, hombre que, autoproclamado presidente de la república en 1945, había logrado la independencia de los holandeses en 1949. Regresé en 1999, cuando el gobierno de Suharto había caído y Abdurrahmán Wahid, un hombre corrupto y viejo, ocupaba su lugar. Volví en 2001, cuando Wahid fue acusado de corrupción, derrocado y reemplazado por Megawati Sukarnoputri, hija de Sukarno. Pero la primera vez que estuve en Indonesia no aterricé en Jakarta, epicentro de todos los conflictos, sino de Yogjakarta, antigua capital del reino y mapa perfecto del perfecto caos.
Las ciudades del sudeste asiático que no se llaman Tokio ni Kioto, ni quedan en Corea o Hong Kong, perseveran en su majestuosa decadencia. Las calles de Yogjakarta, desde el taxi que me sacó del aeropuerto, eran así: lluvia, calor y un hormiguero confuso, motos, bicicletas, becak –esas bicicletas a tracción humana que en Tailandia llaman tuk tuks–, puestos de venta de casi todo, templos y un smog que no tiene piedad con la nariz extranjera: hay que prepararse para sangrar. La calle, en Indonesia, es un sitio donde pasa todo, todo el tiempo. Ululan mezquitas, anuncian sus mercancías los vendedores, pelean los conductores de taxi, tocan el claxon los autos, ametrallan las motos. En Yogjakarta empecé a entender que hay pocas cosas malas en Indonesia, y una de ellas es el tránsito. Millones de indonesios se lanza en motos o vehículos del año 1950 y, como insectos impávidos, arremeten sin fijarse y sin luces, cargados de niños, pollos o paquetes con periódicos. La primera vez que salí a la calle había tanto: hombres fumando cigarros de clavo de olor, mujeres musulmanas con sus niños, tiendas que vendían coloridos batik, puestos que ofrecían delicadas marionetas de madera, jaulas de mimbre, mirlos, bambúes, teteras, budas inefables, cine en inglés, remedios caseros en cajitas primorosas, semillas, ajíes, animales, perros sueltos y sarnosos.
“Kraton, nier jíer”, me dijo un hombre, señalando el horizonte.
El Kraton era el palacio del sultán, pero yo estaba más interesada en el mercado de animales.
“Gud for asmas”, dijo el tipo del mercado, señalando la jaula con un murciélago del tamaño de un perro, con dedos como sogas.
El mercado de animales de Yogjakarta, el Pasar Ngasem, tiene esas cosas. Tipos como éste y murciélagos gigantes y arañas del tamaño de una fruta. Brota a los pies del Taman Sari –el palacio de agua–, una serie de piscinas y terrazas construidas entre 1758 y 1765 durante el gobierno del príncipe Mangkubumi, fundador de la ciudad en el año 1755, y arruinadas por los años y un terremoto. En las piscinas, el sultán se tumbaba, rodeado de señoras, y contemplaba el acontecer. Ahora, los turistas contemplan el Pasar Ngasem, un laberinto de jaulas con pájaros y monos de venta prohibidísima en cualquier sitio que no sea éste.
Templos
Dicen que es una de las principales atracciones de Asia del este, y debe ser, porque todos van si están en Yogja: Borobudur –el complejo budista más impresionante del sudeste asiático– y Prambanan –los templos mejor conservados del periodo hindú, construidos entre los siglos VIII y X antes de Cristo–. De lejos, Prambanan aparece imponente y negro contra el cielo encendido. De cerca, todo es bastante más impresionante: el color negro, el calor, los turistas agotados bajo el rayo certero del sol, empeñados en escuchar, centímetro a centímetro, la historia de Ramayana esculpida en kilómetros de piedra que los guías desgranan a razón de un metro cada cinco minutos, un dólar cada 10 metros. En Borobudur, el calor no es menos grave, aunque todo es un poco más zen, porque Borobudur es extenso y budista, repleto de occidentales maravillados con el misticismo de Oriente, capaces de quedarse horas contemplando figuras construidas 800 años antes de Cristo y sumergidas bajo la ceniza volcánica hasta 1815. No hay lugar como Indonesia para medir la furia de la tierra.
Volcán
Muchas islas son volcanes que cada tanto estallan y arrasan poblaciones, autos, casas y hasta templos que ni la gracia del Buda, que es divino, puede salvar. Pero la bestia más contundente de Indonesia, el sitio al que los viajeros van en peregrinación porque nadie quiere perderse un amanecer en la boca del monstruo, no ha matado a nadie. Se llama Bromo, queda al este de Java, es un volcán activo de 2,300 metros y hay que llegar antes del amanecer desde la ciudad de Probbolingo. A esa hora, el parque nacional que abriga el volcán, el monte Semuru y los picos Batok y Kursi está lleno de chinos puntualísimos con aspecto de adolescentes enérgicos. Sucede todos los días: en medio del olor a azufre, el sol clarea y, ante el “ohhh” general, revela las gibas de las montañas. Al cráter se llega trepando 246 escalones esculpidos en su terrible lomo. Una vez arriba, todos arrojan flores en su boca. Porque se los dijo el guía, porque queda lindo para la foto o por las dudas: la superstición es una religión bastante universal.
Bali
Bali, la isla más famosa de Indonesia, es un problema. Es la única con mayoría absoluta de hinduistas, y también es la típica postal, el cliché del exorcismo, el triunfo del lugar común. El problema con Bali es que me gusta. Me dejé deslumbrar sin objeciones por los campos de arroz que se mecen como el pelo verde de una ninfa acuática y extravagante. Por los templos hindúes, los ídolos dientudos rodeados de inciensos y pudorosamente cubiertos con un paño blanco y negro alrededor de la cintura. Por la selva, las cascadas, los monos sueltos, las aves raras. Por las señoras viejísimas con los pechos sueltos y la boca roja de mascar betel, por las mujeres pálidas vestidas con telas de colores, por los niños desnudos bañándose en canales, por las cuevas repletas de murciélagos, por los templos como Uluwatuh, por las ceremonias majestuosas en el templo Besaskih, por el sonido emocionante de la danza kecak.
Cuando llegué a Ubud, por las tibias colinas de Bali, había niebla. Yo había estado en muchos cafés, pero nunca en uno con templo al fondo. Ahora sé que el Lotus Café de Ubud es pretencioso y caro, pero la primera vez, el primer día del primer año que estuve en Ubud, vi el Lotus y, detrás, una enorme piscina repleta de flores de loto, y detrás todavía, un velo de niebla y la puerta de un templo hindú. Las puertas se abrieron y el templo vomitó una procesión de gente vestida de blanco y amarillo, tocando instrumentos atronadores, que atravesó el patio y desapareció en una calle lateral. La niebla siguió posada sobre la piscina como un velo de pudor.
En Ubud hay monos sueltos y talleres de carpintería donde escultores locales trabajan la madera, dándole forma de dragones de Komodo, elefantes, mesas, camas; pero nada de todo eso explica por qué me gusta tanto Ubud, ese pueblito promocionado como pueblo de artistas en medio de campos de arroz, sobre todo porque sé que el marketing de Ubud consiste, precisamente, en ser cada vez más y mejor un pueblito de “artistas” en medio de campos de arroz, y que buena parte de los “artistas” son ex hippies europeos, dueños, aquí, de restaurantes y hoteles en los que alojan a sus compatriotas que llegan soñando con el retiro del mundo para volver, después, a sus ciudades y contar lo lindo que es Ubud, y cuán bello sería envejecer ahí, en medio de campos de arroz, operando un restaurante y un hotel.
Kuta es una playa de putas y de surfers, como tantas otras del sudeste asiático. A este rincón de Bali vienen australianos y europeos a cosechar carne joven y aplicar su concepto de la diversión: acostarse con cuanta chica local se les cruce, surfear, emborracharse hasta el coma y enorgullecerse de la ola que montaron en la mañana. En Kuta no queda lugar para casi nada, y la playa es fea con ímpetu.
Arena oscura, bares, bullicio, muchachas a few dollars, mucho foreign gordo y sudado buscando chicas –y chicos– jóvenes. Mi hotel no quedaba en Kuta, sino en Sanur, una playa tranquila en la costa opuesta y cercana a Denpasar, la capital de la isla. Allí paraba, también, Erich, un gordote alemán que una noche regresó, desde Kuta, al hotel con un nene. El nene parecía de 11, aunque probablemente fuera más grande. Aquí todo el mundo parece más joven, pero el gordo alemán no me caía bien y que se metiera en el cuarto con el chico no ayudó. A la mañana siguiente vino a mi mesa de desayuno. Saludó en alemán, con un catálogo de cámaras de fotos en la mano. “¿Cuál te comprarías?”, me preguntó. Lo imaginé eligiendo, relamiéndose. Le dije que ninguna. Le dije que, si yo fuera él, no compraría ninguna. Pero me hubiera gustado decirle otra cosa.
***
Esa tarde –era abril de 1998– escuché en la televisión local algo que sonó como Pol Pot, Pol Pot. El líder del Partido Comunista de Camboya, que gobernó ese país entre 1975 y 1979, y mató a millones de personas, había muerto. Los canales y las radios transmitían la muerte de la bestia, las historias de los campos de exterminio. Era raro estar tan cerca de la historia. Era raro no verla llegar por CNN.
En un cubículo pequeño, un muchacho le avisa a su mami que está bien, que piensa seguir viajando un mes más. El cubículo está cerrado. No hay ventilador, somos cuatro y el muchacho habla a gritos.
Todos chorreamos. En Indonesia, siempre, todos chorreamos.
La mañana en que llegué a Manado, en el extremo norte de la isla llamada Sulawesi, llovía con mucho empeño. La calle era un hervidero. Había filas y filas de pequeños autobuses adornados como discotecas; Kentucky Fried Chickens que ofrecían patitas de pollo con picante indonesio; una enorme embarcación ritual y sus remedios rituales surcando el mar azul. Manado es una meca del buceo y queda en la punta más extrema de Indonesia, cerca de Filipinas. Esto era, realmente, lejos de casa. Ahí estaba yo, en el cubículo, esperando un teléfono para contarle a alguien que había llegado al confín.
Cuando me atendió una voz familiar –desde un continente lejano, a 12 horas de distancia–, me sentí estúpidamente bien. El muchacho, israelí, no dejaba de sonreír mientras pagaba los cuatro dólares de su comunicación internacional. Viajamos –pensé– para contar que viajamos.
“Lukin lukin”, decían los tipos, y eso quería decir que el paisaje submarino era bellísimo, con alta visibilidad y un montón de peces.
En el pueblo de Manado, dos pescadores ofrecieron su barco, todo el día, por 10 dólares. Así, en las costas de Pulau Bunaken, una isla cercana, vi lo que vi bajo el agua. La pared de arrecife se lanzaba hacia el fondo con una belleza de miedo. Todo lo que allí se movía, nadaba y respiraba era hermoso. Hermoso y naranja, hermoso y azul, hermoso y amarillo. Peces frágiles como tules, venenosos como cobras. Subí al barco escandalizada por ese esplendor obsceno y un cardumen de delfines nos siguió durante un rato, de regreso a la ciudad. En el mercado del puerto, el agua se escurría en riachos viscosos sobre los que los nenes se tumbaban para espiar bajo mi falda.
“Míster, míster, míster”, decían, y se reían, lacios y pudorosos.
***
Banjarmasin queda al sur de Kalimantan. Kalimantan es el sector indonesio de la isla de Borneo y Banjarmasin es una ciudad sin mar y con dos ríos. No queda lejos de Sampit, un sitio donde en febrero de 2001 los autóctonos dayaks, abastecidos de lanzas y machetes, decapitaron a 118 inmigrantes de Madura, una isla al este de Java. Las fotos de los dayaks sosteniendo las cabezas de los madurenses dieron la vuelta al mundo como símbolo de barbarie y, si a Kalimantan iban pocos viajeros, después de las cabezas fueron mucho menos. Yo llegué en mayo de 2001, después de decenas de escalas desde Denpasar, la capital de Bali, y confieso que no me movía el espíritu periodístico. Quería estar en Borneo y confirmar que ese sitio de los libros de mi infancia existía. Era de noche cuando bajé del avión de Garuda Airlines, repleto de indonesios que soportaron con obediente pánico los pozos de aire y las luces de la cabina que se encendían y apagaban al ritmo de algún desperfecto eléctrico. En la recepción del hotel Mentari, un chico joven y sonriente, Sunu, me explicó en perfecto inglés que la matanza de los madurenses a mano de los dayaks los había arruinado.
“Ya no hay turistas”. Los de Madura pusieron comercios, son grandes comerciantes y se quedaron con toda la plata. Y los dayaks se sienten extranjeros en su propia isla.
Por eso, dijo, mucha gente pensó que había que matarlos.
Después me acompañó a mi habitación. La suite presidencial por 27 dólares. La alfombra olía a guisos viejos. De las cañerías del baño brotaba un profundo olor a cloaca y por todos lados –por las ventanas, por los tubos de ventilación– llegaba la música de la discoteca del sexto piso.
“Mejor no salga a la calle hasta mañana”, dijo el chico sonriente y cerró la puerta.
Al día siguiente, en el comedor del hotel estaba el tipo. Pequeño, oscuro, brazos salpicados de pelos lacios, las uñas largas.
“Mi nais bout, mádam, nais bout tu si de cánals. Faiv dólar, ol dei. Mai neim is Tailah, ai am Dayak”.
Banjarmasin es una ciudad hermosa –hermosa y acanalada–, atravesada por el río Barito y su pestilente mellizo, el Martapura. En esos ríos, sobre palafitos, la gente tiene sus casas, sus iglesias, sus mercados flotantes. Los canales son angostos y mugrientos, y el barco de Tailah era una cáscara de nada, un miedo vivo. En estos ríos, los indonesios de Banjarmasin se lavan los dientes, orinan, lavan la ropa, se bañan, nadan, pescan. Tailah sonreía y fumaba, fumaba y sonreía, mientras decenas de chicos desnudos se arrojaban al agua al paso del bote, al grito de “¡Orang asem, orang asem!”: hombre blanco, extranjero. Estuve horas entre esas casas, por esos canales, con el barquero en absoluto silencio. Cayó la noche. No había luciérnagas ni luna. No se veía más que el cigarro de Tailah, los faroles de las casas. El jolgorio de los chicos, el ulular de las mezquitas. El golpeteo tibio del agua contra la quilla. Llegué al hotel tan tarde.
“Mai cantry nais cantry”, dijo Tailah.
Le di 10 dólares y eso fue todo. Nunca más lo vi.
***
El mercado de la ciudad de Martapura, a algunos kilómetros de Banjarmasin, es, como todos los mercados del sudeste asiático, el mejor del mundo. Bajo toldos de color naranja, las mujeres ofrecen comida, flores, animales –ranas, grillos, escorpiones, pollos, gusanos, pájaros, víboras, peces–, especias, mangos, telas, ropa, sahumerios, adornos; mientras comen, conversan, sonríen, gritan, espantan moscas y olores, vigilan a sus niños, naufragan en el sueño hechizadas por el calor bestial. Pero la zona no es famosa por sus mercados, sino por sus minas de diamante, un infierno de barro con hombres hundidos hasta la cintura pasando el cedazo con la esperanza de encontrar la piedra que los sacará de pobres. Está eso y están los vendedores que, con todo secreto, sacan la mano del bolsillo y dicen: “Mádam, dáiamond for iú, dáiamond for iú”, y explican que por esta única vez ese diamante, digno de adornar cualquier museo, puede estar en tus manos por apenas unos 100, digamos, dólares.
Algún día de tantos, caminé por la selva hasta una tribu que nunca encontré y desanduve el trayecto en una balsa de bambú, dos horas río abajo en medio de la selva verde y espumosa. Esa noche dormí, por última vez, en Banjarmasin. No pasa un solo día sin que quiera volver.
El 12 de octubre de 2002, dos bombas que estallaron en una disco en la zona de Kuta, en Bali, mataron a 200 personas y dejaron cientos de heridos.
No pasa un solo día sin que quiera volver.
El 5 de agosto de 2003, otra bomba estalló en el Marriot de Jakarta. Se supone que los dos atentados fueron responsabilidad de grupos extremistas islámicos. El jueves 9 de septiembre de 2004, el grupo East Asia Jemaah Islamiyah se adjudicó una bomba colocada ese mismo día frente a la embajada de Australia en Jakarta, que mató a nueve personas e hirió a 180. Los diarios occidentales, aunque faltaban dos días para el 9/11, no hicieron mucho ruido. No es extraño: nada que suceda en un idioma distinto al occidental y cristiano conmueve al mundo. Los movimientos independentistas indonesios, como el Free Aceh Movement (GAM), luchan por lograr un Estado islámico independiente, y zonas de Sumatra, Molucas y Sulawesi continúan en conflicto.
Cada tanto leo el Jakarta Post y veo que Indonesia sigue allí. Un país de 216 millones de habitantes, 365 grupos étnicos, 583 dialectos. Alguna vez me pregunté cómo sería vivir en ese lugar, donde las estrellas raspan la cara; donde todo, hasta lo más recién nacido, huele a clavo de olor. Alguna vez me lo pregunté y pensé que no estaría mal. Que de todas las patrias que no tengo –de todas las que nunca tendré–, Indonesia es la única que extraño.