Algunos países son como drogas. Éste es justamente el caso de China, con su asombroso poder de hacer que cualquiera que la haya visitado sea pretencioso —incluso aquellos que sólo hablan del lugar.
Mi caballo desembocó en la plaza del Gran Ventilador, vulgarmente conocida como plaza de Tiananmen. Dobló hacia la derecha, por el bulevar de la Fealdad Habitable. Yo sujetaba las riendas con una sola mano. La otra se entregaba a una exégesis de mi inmensidad interior, elogiando ora la grupa del caballo, ora el cielo de Pekín. –Amélie Nothomb, El sabotaje amoroso.
Es casi medianoche. Mi primera noche en Shanghai. Desde lo alto de la terraza del Bar Rouge una multitud baila al ritmo del nuevo sencillo de Daft Punk. En el fondo, como decoración, el Pudong todavía encendido presume sus espectaculares edificios. La bandera china ondea en lo más alto del bar. Nunca me imaginé que China fuera esto.
* * *
Tomo un taxi en el aeropuerto rumbo al hotel, en el corazón del Bund (aunque todavía no sé lo que significa eso). La autopista elevada me deja con la boca abierta. Cuatro carriles, una estructura impecable. Me siento en Japón: hay poco tráfico y no hay rastro de basura. De un lado y del otro se pueden ver gigantescas torres habitacionales de 30, 40 pisos. Hay complejos que tienen más de 10 torres, todas idénticas. Están en construcción, pero algo me dice que se terminarán en menos de lo que puedo imaginarme. Nos vamos acercando a la ciudad y los rascacielos empiezan a aparecer.
Cuando cruzamos el puente Nanpu siento un escalofrío. No sé dónde estoy pero ésta no era la China que tenía en la cabeza. El taxi recorre la avenida que se extiende junto al río Huangpu, ese paseo costero donde se encuentran los pocos edificios históricos de la ciudad. Enfrente, del otro lado del río, el Pudong se levanta imponente con sus gigantescos rascacielos con las millones de luces de colores que los decoran. Tengo la suerte de alojarme en el Peninsula y como si no fueran suficientes impresiones fuertes, cuando subo a mi habitación, descubro que mi ventana enmarca de manera espectacular esa vista del futuro, porque el Pudong me parece eso, la versión china de Los Supersónicos.
Con un recibimiento así no dan ganas de descansar, al contrario, me entra una euforia por ver más. Pospongo la tarea de desempacar y me lanzo a la calle, un grupo de amigas, agentes de viajes, me han invitado a cenar (entonces no sabía que nunca iba a desempacar, pues todos los días encontré algo mejor que hacer que arreglar el desorden de mi maleta).
Así, la primera parada se llama Lao Kele (老克勒上海菜 눼菫店), son los caracteres que el concierge del hotel apunta en un papelito para asegurarse de que no me pierda en el camino). Aunque mis amigas son chinas, ninguna vive aquí de fijo, reparten su tiempo entre Australia, Singapur y Hong Kong. El restaurante es justamente lo que uno esperaría de un comedor chino: está decorado con esa elegancia que privilegia los dorados y todas las mesas son amplias y redondas, con una gran Lazy Susan en medio. Las chicas ordenan la comida, y los platos empiezan a aparecer. Hay cosas que distingo, otras no sé si son pescado, carne de res o de cerdo. Pero todo sabe muy bien. Me enamoro instantáneamente de un plato de vegetales de color verde brillante. La estrella es un pescado que llaman el pescado ardilla. El animalito completo está frito y como empanizado, cubierto de una salsa agridulce de un color fosforescente. El sabor es delicioso. Luego llegan los postres que se mezclan con la comida salada, que todavía está sobre la mesa. Hay una especie de pasta de arroz ligeramente dulce que se come como sopa. No me molesta el sabor, pero tampoco me dan ganas de terminarla. Antes de llegar al bar Rouge hacemos una parada en la terraza del Peninsula para encontrarnos con más amigos. ¡Ni hao!, grito cada vez que entro en cualquier lado, como si fuera una niña que hubiera aprendido a decir su primera palabra. Cuando finalmente me voy a dormir, estoy más que satisfecha: nunca esperé un recibimiento tan bueno en el gigante asiático (la ausencia de Facebook y de Twitter me parecen insignificantes y me conformo con poder compartir fotos vía Instagram).
Futuro se dice Shanghai
Durante los próximos días voy descubriendo la ciudad. Los viajeros suelen describir a Shanghai como la ciudad hipermoderna de China donde no hay mucho que ver, pero difiero mucho de esa descripción mientras la recorro a pie, o en bicicleta. Bato Wu es una chica china que aprendió inglés escuchando a su grupo favorito, The Beatles, por eso cuando habla tiene un acento británico. Bato tiene una compañía que ofrece tours guiados por Shanghai en bici y salir con ella a la calle es toda una aventura. No es verdad que en China se maneje peor que en la India, existen algunas normas que casi todos los conductores respetan y, de hecho, la planeación urbana es mucho mejor que la de cualquier país europeo. El problema es que, como todo en China, parece que el cambio llegó demasiado rápido y, aunque la infraestructura ya es de primer mundo, sus habitantes todavía no se han acostumbrado a vivir en este entorno. Bicis en sentido contrario, coches que no respetan los altos y transeúntes que no están dispuestos a caminar hasta el paso de peatones. Para un mexicano sería un reto, pero no resultaría imposible manejar aquí.
Como Shanghai es plana no hace falta ser muy deportista para subirse a una bici y con ella uno puede entrar a los callejones donde se esconde la verdadera ciudad, donde vive la gente real. No sé si llamarlos hutong, como los llaman en Beijing, se trata de pequeñas callejuelas donde no hay tráfico de coches, con viviendas de no más de dos o tres pisos. Algunas de estas zonas han sido recuperadas y convertidas en un recorrido turístico, como Tianzifang. Aquí la gente vive en los primeros pisos y las plantas bajas se convirtieron en tiendas y restaurantes. Hoy es lunes, pero me dicen que los fines de semana se llena de visitantes y curiosos y que caminar por aquí es imposible.
Sobre ruedas recorremos también otras áreas de la Concesión Francesa, una zona que estuvo bajo el control galo desde 1849, cuando un cónsul —muy hábil, sobra decirlo— consiguió que el gobierno chino le diera estas tierras. La zona se expandió a principios del siglo xx hasta que después de la Segunda Guerra Mundial fue devuelta a China. Las construcciones bajas y las calles tranquilas hacen que el barrio sea ideal para salir de paseo. Hay bares, restaurantes y tiendas que ofrecen de todo, pero ésa es otra historia o al menos otro capítulo. Yo hago una escala en Bar Constellation, un local diminuto, estrecho y profundo dominado por una barra. Detrás de ella, los mejores bartenders de China crean cocteles increíblemente elaborados. Vale la pena ordenar un coctel, sólo por disfrutar la escena de preparación que monta el bartender. El lugar me encanta, se siente clandestino pero refinado. Se puede fumar en el interior y sentarse en la barra a ver cómo se crean estas bebidas imposibles. Por si fuera poco, la dueña, Ariel, me cuenta que tienen la colección de single malts más grande de China. Pienso que podría vivir cerca de aquí y venir una vez por mes, o tal vez por semana.
Por la noche, las salidas suelen ser en el área del Bund. A lo largo del río hay muchos locales con terrazas, mirando hacia el Pudong, y todos están repletos de occidentales, como Glamour o M1NT. Hacen pensar más en Londres o Nueva York que en China. El ánimo general es de euforia y las noches se extienden hasta bien entrada la madrugada. Me doy cuenta de que no soy la única que no termina de creerse dónde está.
La historia de Jin
El día que conozco a Jin, mi guía, lo encuentro esperándome en la puerta del hotel para organizar un recorrido. Es alto y delgado. Viste de jeans y camisa bien planchada. Su español es impecable. Me pregunta de dónde vengo y cuando le cuento que soy mexicana empieza a soltarme todas las expresiones que conoce empezando por un “qué onda”. A Jin le preocupa la puntualidad, me recuerda una y otra vez que debemos encontrarnos a la mañana siguiente a las 8:30. Cuando nos despedimos, me dice: “María, para usted, una llamada de despertador a las 7:00”. Automáticamente brinco y le pido que no, que no me gustan los wake-up calls, que yo me despierto sola. Desconcertado, Jin se despide.
Jin es quien resuelve todas las preguntas que tengo en la cabeza. ¿Pero China no era un país comunista? Jin responde tranquilo con un rotundo “ya no”. Y me cuenta la historia de las tres ruedas. Cuando era niño, la vida de los chinos tenía tres círculos: el de la bicicleta, la posesión más preciada en una familia; el de la máquina de coser, con la que se podía remendar la ropa, y finalmente, un reloj. Nadie aspiraba a más. Tres bienes y la afiliación al Partido Comunista eran suficientes para sentirse digno. “Mi padre nunca hubiera imaginado esto”, dice Jin, apuntando hacia todas partes. Y entiendo a qué se refiere. Pienso que de todas las ciudades que he visitado ésta es una de las más modernas. Es también una de las urbes con más comercio, y no sólo me refiero a las baratijas y las imitaciones. En China, más que en Europa o Estados Unidos, las grandes marcas tienen sucursales espectaculares, más grandes incluso que las de Japón. Es lo más capitalista que he visto, y es la primera vez que voy a un país “comunista”. Para una población que hace 30 años no esperaba nada más en la vida que tener una bici, una máquina de coser y un reloj, debe ser igual de sorprendente ver un cambio tan drástico. Si yo no me la creo, seguro que el papá de Jin tampoco. Pero Jin es distinto, él es más joven y cuando habla de China y del gran cambio de los últimos años hay orgullo en su voz. Faltaba más, pienso yo, si en mi país pasara algo así y me tocara vivirlo, no cabría de felicidad.
Cuando dicen: “El futuro está en China” o “Los chinos van a conquistarnos a todos”, se equivocan. Eso ya fue. Mientras recorro Shanghai, pienso que alguien debería avisarle al mundo: “¡Dense por vencidos! ¡China ganó esta ronda!”. Nadie está creciendo más que ellos. Parecen tenerlo todo: desde una boutique Chanel hasta un Prada de cuatro pisos, desde un Starbucks hasta un café Costa. Todas las cadenas hoteleras tienen presencia aquí, las de tres estrellas y las de superlujo. Pero tal vez, la pregunta es ¿a costa de qué?
Al cuarto día en Shanghai creo que voy a morir de gripe aviar. No puedo parar de estornudar, tengo fiebre y un dolor en el pecho que me empieza a poner paranoica. Rebeca, una chica latina de California, que lleva unos meses viviendo en China, me dice con calma: “Debe ser la contaminación”. Me enseña una aplicación en su iPhone que marca los límites de contaminación del aire. Esta semana en Shanghai, los índices están por los cielos. Una nata ha comenzado a extenderse por toda la ciudad, hasta el punto que cuesta trabajo ver más allá de una cuadra. Me voy dando cuenta, mientras la nata se extiende, de que ni en México vi algo así. Me aventuro a una farmacia donde a señas explico lo que tengo y salgo cargada de pastillas y jarabes con caracteres chinos. La contaminación es el primer gran defecto que encuentro, una lástima si se considera que la ciudad es mucho más verde de lo que esperaba.
La capital del mañana
Para ir a Beijing tomamos el tren. En el año 2 000 hacer este trayecto tomaba 14 horas, hoy sólo toma cuatro horas y 45 minutos (a 300 km/h). Recorremos los 1 318 kilómetros que separan Shanghai de la capital, casi la misma distancia que separa Madrid de Amsterdam, y cuando bajamos del tren, la nata sigue ahí. Empiezo a resignarme en cuanto a las cuestiones ambientales.
Beijing parece más gris que Shanghai, menos moderna, menos espectacular. Claro, no está repleta de rascacielos ni tiene lucecitas de colores, pero como debe de ser, esa opinión cambia cuando paso por la Plaza de Tian’anmen, con la puerta a la Ciudad Prohibida delante y la gran foto de Mao. Ahí el escalofrío regresa. Es distinto porque no es sólo la sorpresa, sino el poder que se respira. Si China es el futuro del mundo, entonces éste debería ser el ombligo.
Supongo que para la mayoría de los visitantes la referencia de esta plaza son las protestas de 1989, pero para mí, el recuerdo que me viene a la cabeza es El sabotaje amoroso, de Amélie Nothomb. Me imagino a la pequeña Amélie, por ahí de 1974, cuando vivió aquí de niña, recorriendo a toda velocidad la plaza en su caballo, que era nada más y nada menos que una bicicleta. “En Beijing, tener una bicicleta era tan normal como tener un par de piernas. Mi bicicleta había adoptado dimensiones tan míticas en mi vida que había conseguido un estatus equino.” Asocio la historia de Amélie con la de Jin y su padre y me entra un poco de nostalgia por una China que nunca voy a conocer.
Nothomb llama en su libro a Beijing “la ciudad de los ventiladores eléctricos”, una conclusión a la que llega después de observar, a sus cinco años, que “un país comunista es aquel en el que hay ventiladores eléctricos”. Yo intento encontrar la referencia en algún lado, y a pesar de que es verano descubro que ese pasado ya no existe y que el aire acondicionado llegó a China para quedarse. Tal vez Jin tiene razón, no queda mucho de ese comunismo, más allá de la parafernalia militar que venden como souvenir a los turistas en los alrededores de Tian’anmen. Para digerir las impresiones comemos en Capital M, que tiene vistas espectaculares del centro de la ciudad pero por dentro es lo bastante occidental como para despistar a cualquiera. Se me olvida por un momento dónde estoy y cuántas preguntas tengo.
Por la noche vamos de visita a mi restaurante favorito, Din Tai Fung. Son los mejores dumplings de sopa que he probado jamás. A la salida intentamos conseguir un lugar abierto para hacernos un masaje de pies, otro de los placeres que cuestan poco en este país. Nos perdemos por horas en un extraño centro comerical subterráneo, pasamos por un supermercado y por una lujosa tienda departamental, también atravesamos un espacio muy grande donde sólo hay locales de comida rápida. Cuando finalmente damos con el spa para consentir a nuestros agotados pies es demasiado tarde y decidimos volver otro día (volví sola en cuanto tuve oportunidad de escaparme).
La visita obligada en Beijing es, desde luego, la Ciudad Prohibida. Hacemos el paseo una mañana temprano, después de desayunar dumplings (mi descubrimiento gastronómico más memorable en los últimos años). Cuando llegamos a la entrada, el lugar parece La Villa en día de fiesta o Teotihuacan en el equinoccio de primavera. Hay turistas por todas partes. Unos vienen en grupo, otros llevan banderines para no perderse, hay incluso una mujer que lleva un paraguas miniatura a modo de sombrero (la última vez que vi algo así fue en Veracruz). Hacerse paso entre la masa se convierte en un reto pero cada plaza y cada palacio es tan grande que las multitudes se van perdiendo y, mientras más caminamos, menos se sienten.
Efectivamente, la Ciudad Prohibida es hermosa. Es tan bonita que valdría la pena hacer un viaje hasta aquí sólo para verla. Es, además, interminable, como un gigantesco laberinto de patios, palacios, construcciones y jardines. Jin nos cuenta mil historias. Sobre cómo vivía el emperador o quiénes podían entrar aquí. Nos enseña el pabellón que habitaban sus mujeres. Caminamos y caminamos, y nunca encontramos un final. Jin dice que para recorrer la Ciudad Prohibida entera necesitaríamos tres días, cosa que me da gusto pues es una buena razón para volver. No me sorprende, sabía que sería espectacular. Lo que sí me sorprende es que cada ficha técnica, afuera de cada construcción, tiene una leyenda que dice: “Made possible by the American Express Company”. ¿Soy la única a la que le resulta absurdamente irónico?
Cada vez que salgo a algún lado paso delante de la impresionante torre de cctv, o China Central Television Building, esa extraña obra de Rem Koolhaas que parece un gigantesco loop sin mucho sentido. Algo del brillo de la construcción se ha perdido por la contaminación que parece pegarse a los vidrios que recubren el edificio. La imagen es todavía más extraña así, como si algo no cuadrara (además de las piezas).
La más grande del mundo
En China, todo parece que se relaciona con lo “grande”, como si tuvieran una política interna que buscara conseguir la mayor cantidad de récord Guinness posibles. Todo se hace a gran escala: ¡hasta el número de habitantes que tienen! Pero tal vez no haya algo más monumental y famoso que su muralla, y como en cualquier viaje de principiantes, había que ir a verla. No sé dónde está el final porque nunca llego, y a la vuelta la mitad del grupo se encuentra tan agotado que la idea del masaje de pies tiene esta vez mucho éxito.
A estas alturas del viaje, yo y la gran mayoría del grupo con quien viajo estamos obsesionados con el asunto. ¿Qué está pasando aquí? ¿De qué nos perdimos? ¿Por qué no habíamos entendido que este gigante no sólo está despierto, sino que está más activo que nunca? Mientras intento escalar la muralla pienso en lo que he visto estos últimos días. La magnificencia de China (porque no hay otro adjetivo para calificarla). Todo lo que no vi y sobre lo que este país está parado. ¿Qué hay detrás? Alguien le pregunta a Jin sobre la pobreza. Jin contesta tranquilo y nos cuenta que alguna vez fue a la India. “Eso es miseria, aquí hay pobreza pero no miseria.”
Me despido de China una noche calurosa y con la nata que todavía no se ha levantado. Cenamos en Temple, un restaurante y ahora hotel, moderno y glamuroso que se esconde entre los hutong. Siento que apenas tuve tiempo de ver las ciudades, que me faltaron demasiadas cosas por descubrir, pero el sentimiento que me queda es de expectación. De vuelta al hotel, Jin nos informa que ha pedido un wake-up call a las siete para todos los que salen mañana temprano. Antes de que yo pueda decir alguna cosa, Jin me dice: “María, para usted, llamada especial, a las cinco de la mañana”. Y sonríe.
La despedida es en el aeropuerto de Beijing, una obra monumental de Norman Foster que daría para un tratado completo de arquitectura y que además, para una fanática de la aviación como yo, es sumamente importante pues se convirtió hace un tiempo en el mayor aeropuerto del planeta.
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El ministro de Relaciones Exteriores de España, en una declaración pública en Tianjin, dice: “China es la mayor historia de éxito del siglo xxi”. Ahora estoy más curiosa que nunca. De vuelta en casa quiero leer y saber más, quiero volver a China. Si bien mi versión para principiantes no es suficiente, funciona para demostrarme lo importante que era ir, ver y descubrir.
Entre las preguntas políticas y sociales se mezclan los recuerdos gastronómicos y los paseos turísticos. El serpenteo de la Gran Muralla, las verduras superverdes, los panes al vapor rellenos, los ventiladores que no encontré y los caballos-bicicletas que todavía pululan por cada calle y avenida.
Mientras yo estaba en China, su presidente, Xi Jinping, visitó México y a nuestro vecino del norte. La revista Time le dedicó la portada de junio a China y cuando finalmente consigo la revista, me siento emocionada de leer el artículo. “El partido comunista chino ha maquinado la más grande y rápida expansión de bienestar que cualquier país del mundo haya experimentado, sacando a 300 millones de personas de la pobreza absoluta”. Hay mucho más que eso detrás de China pero, por ahora, mi visión de principiante no puede ver más allá. Para eso tengo que volver. Y estoy contando los días. t