Nada aporta más al acontecer diario, a la claridad mental, que un cambio de alturas. Cambiar de altura es cambiar de perspectiva. Pero aparte de la metáfora obvia, literalmente variar la elevación del cuerpo es uno de los mejores trucos que tenemos a la mano para despejar el espacio mental. Y a pesar de que la Ciudad de México se está volviendo vertical, para mí no hay como regresar a las bases, a aquella torre célebre que se levanta en medio del caos citadino para ofrecer uno de los puntos más privilegiados sobre la ciudad: la Torre Latinoamericana. Solo mirando desde abajo, a través del quemacocos panorámico, me doy cuenta de la majestuosidad y de lo imponente que es dicho ícono de la Ciudad de México.
A la ‘Torre Latino’ no es difícil escapar a mitad de la semana, digamos un martes, que es –qué duda cabe– cuando más necesitamos suspender nuestra perspectiva del mundo por unas horas y observar cómo la ciudad se agiganta hacia la lejanía y se empequeñece en altitud. Y no es necesario planear mil cosas para ir, lo único que se necesita es saber que al atardecer, y un poco después, en la llamada “hora de los brujos”, la luz convierte todo lo que toca en un nuevo espacio metropolitano capaz de replantearnos nuestra idea de la ciudad. De nosotros en la ciudad. Lo único que se necesita es dejar todo por un par de horas, tomar el auto e ir. No por nada se le llama “visionarios” a aquellos que tienen cierto dominio sobre las cosas y por ello consiguen mirar lejos, al futuro.
181.33 metros, 44 pisos, el restaurante Miralto, dos museos (Museo del Bicentenario y Museo de la Ciudad de México) y ese gran mirador conforman este oasis que sube hasta las nubes y que tantos de nosotros tomamos por sentado aun cuando lo tenemos tan cerca. El elevador se abre en el piso 44 y de golpe siento el viento en la cara. Ya estoy lejos del barullo de la sala de juntas, pienso, con sólo elevarme sobre el nivel del suelo. En este piso abundan los rincones panorámicos y yo elijo uno a la izquierda, justo dónde puedo ver las cúpulas de Bellas Artes encendidas por el atardecer y las cientos de miles de personas que cruzan Eje Central hacia Madero, como si la vida cotidiana aquí no se hincara ante la historia sino más bien se confundiera en una perfecta armonía caótica. A lo lejos la ciudad no deja de crecer, y ello es suficiente para incitar la reflexión.
El sólo hecho de que hoy elegí llenarme los ojos de luz y ver el horizonte de la ciudad me recuerda, con una sensación estática, que soy dueño de mi tiempo y que el tiempo es un lujo para entender el mundo. Me queda claro por qué en Manhattan, ese “laboratorio de la altura”, las residencias más cotizadas son los pent-houses. Existen para –literalmente– ampliar el horizonte de los citadinos. Y vaya que lo necesitan.
La historia de los espacios es también siempre la historia del pensamiento. La inspiración de las cimas, como bien supieron los románticos, invade nuestro imaginario para refrescarlo. La noche va cayendo mientras la Ciudad de los Palacios se torna azul y el horizonte se difumina como una bruma de casas infinitas. En lo espontáneo de salir a contemplar la ciudad está la magia del acontecer diario y de las buenas ideas. Estar en la Latino hoy, en completo anonimato, mientras la ciudad desaparece y se encienden sus luces, es un truco sencillo para recuperar el asombro.
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