Es increíble pensar que en una urbe tan grande y caótica como la Ciudad de México sigan existiendo pequeños oasis de paz y tranquilidad. Una tarde cualquiera, decidí dejar mi espacio de trabajo un poco antes de lo acostumbrado. Abrumado por el estrés, de pronto me encontré manejando hacia el sur de la ciudad, como si un imán me estuviera llevando hacia San Ángel.
El ruido y el bullicio empezaron a desaparecer, y todas mis preocupaciones a disiparse, como si fueran nubes que hasta entonces ocultaban un cielo azul. Si alguien me hubiera visto, tal vez hubiera pensado que estaba perdido en este laberinto de estrechos callejones, pero en realidad era todo lo contario. No tenía ningún destino fijo, estaba allí simplemente para disfrutar del camino.
No noté cuando comencé a manejar sobre el empedrado, se fue convirtiendo en una especie de arrullo; una de las cualidades que me hace amar a mi Buick Encore: la comodidad te acompaña sin importar el tipo de terreno. La belleza colonial del paraje me hipnotizó. Quise saber más de aquel rincón de la ciudad, quise recorrerlo todo, no importando la perspectiva.
Fue por eso que decidí que no abandonaría mi vehículo. Su suave andar me brindaba una hermosa constante visual de tejas, bugambilias y cantera, que parecía tomar nuevas formas y alturas, como en una pintura surrealista. Mis ojos se fundieron con callejones y caminos salpicados de un paisaje vivo, uno que me hizo viajar en el tiempo y recordar mis rodadas en bicicleta por el pueblo de mi infancia. Fue ahí donde me di cuenta de la importancia del camino, pero sobre todo del gran sentimiento de disfrutar mi andar.
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