El último símbolo de la Ruta 66

Un paseo que habría que hacer una vez en la vida.

29 Aug 2017
Ruta 66

Hace calor. La carretera tiene un aspecto decadente y oscuro, sembrada de pequeñas piedras que arden al mediodía. A lo lejos, el horizonte tiembla en una ligera niebla provocada por el sofocante aire de un verano cualquiera. Y todavía nos quedan 4 000 kilómetros en moto: es la distancia que separa Chicago de Santa Mónica, una ciudad encajada en Los Ángeles que aún conserva su esplendor. Junto a las calles salpicadas de palmeras y el acomodado nivel de vida de sus habitantes, la Ruta 66 agoniza tras su largo camino a través de ocho estados y más de 80 años de una historia que comenzó en Oklahoma, un viejo y próspero estado petrolero. A pesar de lo comúnmente extendido, esa carretera nunca llegó hasta el océano.

Allí vivía Cyrus Avery, un chico que nació poco después del final de la Guerra Civil y encarnó el sueño americano. Noventa y un años después de haber nacido, Avery se llevó a la tumba el título de “padre” de una de las carreteras más famosas del planeta. Sus primeros pasos como agente de seguros en Oklahoma City eran el principio de una vida profesional en la que acabaría fundando una empresa petrolera. Elegido presidente de la Associated Highway Associations of America en el fragor de los años veinte, también era miembro de la Comisión de Autopistas del Estado de Oklahoma, por lo que en 1925 el Departamento de Agricultura le encargó el diseño de un sistema de autopistas. Cyrus llevaba tiempo pensando una ruta que conectara Oklahoma con el extremo occidental del país.

“¿Cuál es la solución al rápido incremento de los coches de motor y el correspondiente desarrollo de caminos de Estados Unidos? ¿Y del aumento de la demanda para facilitar el transporte del campo a la ciudad, del lugar donde se extraen las materias y donde los productos están listos para su consumo? Mi respuesta es un sistema de autopistas”, les dijo a sus compañeros de la Asociación de la Ruta 66 en el primer encuentro celebrado en febrero de 1927.

En esos días ya se conocían los planes del recién aprobado Sistema Federal de Autopistas, el cual otorgaba a la carretera impulsada por aquel hombre de negocios el número 66. Una larga disputa por conseguir el número 60 para ese camino había propiciado una pequeña batalla, especialmente con los delegados de Kentucky. Hasta tal punto había confiado Avery en aquella denominación, que encargó la edición de 60 000 folletos anunciando que la carretera número 60 cruzaría todo el estado de Oklahoma.

Hasta que el 11 de agosto de 1926 abrió una carta que estaba en su escritorio. Venía de Washington: “Se le informa que el Comité Ejecutivo ha resuelto la larga controversia en referencia al uso del número 60, asignando ese número a la ruta entre Virginia Beach y Springfield (Missouri), y el número 66 a la ruta entre Chicago y Los Ángeles”. Tomó un bolígrafo y escribió en el mismo papel: “Ganamos”.

Era un número más redondo que el 60. Sin embargo, el nuevo camino no se pavimentó íntegramente hasta 10 años después gracias a los esfuerzos de la recién creada Asociación de la Ruta 66. Pero el primer combate del empeño de aquel hombre de negocios caía de su lado: su soñada carretera quedó inaugurada de manera oficial a finales de 1926 con cerca de 1 300 kilómetros pavimentados, un tercio del total.

Empezaba la leyenda.

La ruta de los desamparados

Cuando se diseñó la carretera, alrededor de 22 millones de automóviles y motocicletas surcaban los caminos en Estados Unidos y la fe en el progreso dominaba el país. Pero la bolsa explotó en Nueva York, los financieros se arrojaban por las ventanas de los rascacielos y los planes se retorcieron.

Al bache financiero desatado en 1929 se le unió una sequía que barrió las tierras y secó todo cuanto tocaba. Las tormentas de polvo de los años treinta, conocidas como The Dust Bowl, agudizaron las trampas a los agricultores. Ya no eran sólo las deudas con los bancos las que expulsaban a la gente a los bordes de la carretera y a campamentos, sino unos suelos agotados cuyos rendimientos, con las técnicas utilizadas, hicieron inviable el negocio familiar. El clima, la depresión económica y la voracidad de los bancos sacaron a cerca de tres millones de personas de sus granjas.

La llamada “calle principal de América” se erigió entonces en la válvula de salida “de los refugiados del polvo y de la tierra que merma, del rugir de los tractores y la disminución de sus propiedades, de la lenta invasión del desierto hacia el norte, de las espirales de viento que aúllan avanzando desde Texas, de las inundaciones que no traen riqueza a la tierra y le roban la poca que pueda tener”, en palabras del novelista John Steinbeck en Las uvas de la ira.

El bullicio histórico que trazó el escritor californiano, fotografió Dorothea Lange y cantó Woody Guthrie, quien vivió montado en el boom del petróleo de su Oklahoma natal en los felices años veinte y acompañó con su guitarra y gorra calada a los derrotados en los tristes años treinta, ha quedado impreso en la memoria de la Gran Depresión, con Oklahoma como uno de los estados más visibles de ese sufrimiento. Y es en este cuarto estado donde la carretera desciende, tras pellizcar un extremo de Kansas, y trazar una inmensa recta sobre el mapa que termina donde ya no hay más territorio que conocer.

Atrás hemos dejado ya, después de varios días de ruta, Illinois y Missouri, dos estados donde los infinitos campos de trigo y maíz, el Medio Oeste, los ríos más musicales del país, las granjas y la puerta de entrada a lo desconocido, introducen al viajero a un mundo diferente con la carretera disolviéndose a sus espaldas y escenas donde los camiones exagerados, los remolques de animales, las letras de neón y las leyendas se suceden a ambos lados del asfalto.

En ocasiones, esa carretera es el trazado original concebido hace muchos años; en otras, la ruta ni siquiera existe y hay que avanzar por modernas autovías con neumáticos deshilachados en los arcenes que sustituyen a la ruta original. Entonces, en la autopista hay carteles en los que se indica cuándo se deben tomar los desvíos para salir a esta legendaria carretera de identidad melancólica. En los dos primeros estados por los que pasa la carretera, Illinois y Missouri, se mantienen bares, moteles, atracciones turísticas y la rutina diaria de miles de personas entre motociclistas que van y vienen. La primera noche la pasamos en el Motel Route 66 de Springfield, la capital de Illinois. Se trata de un alojamiento donde se recrea todo cuanto hay de leyenda; en el vestíbulo hay viejas motocicletas, cuadros y surtidores de gasolina. Y ni los baños ni el fondo de la piscina se libra de las letras grandes que trazan el “66”.
Antes de entrar en Missouri conviene conocer el puente Chain of Rock. Esta mole metálica de más de 1 600 metros sobre el río Mississippi se construyó para bordear la ciudad de Saint Louis. Hoy es tan sólo un museo al aire libre, pero se puede pasear y contemplar el río y la ciudad desde el recodo que forma sobre el agua.

Missouri es tierra de bosques, praderas y forajidos. Al menos del más universal: Jesse James. En Stanton se pueden conocer las grutas y un museo de cera dedicados al bandido. Algún museo de Harley-Davidson, las bellas balizas que identifican la carretera original, los pueblos con iglesias donde, en paneles luminosos, parpadea “Jesús es la respuesta”, coches y camiones abandonados en pueblos vacíos y el petróleo que en su día empujó la economía local y ahora tan sólo se refleja en el color de las nubes, se suceden en un desfile de kilómetros que parece no tener fin. “¿Y ahora?”, nos decimos en un kilómetro desconocido de la vieja Ruta 66, en algún lugar indeterminado de Oklahoma. Siguiendo el recorrido original, el asfalto termina en el césped. A 100 metros, en la Interestatal 40, las camionetas rugen ajenas a la leyenda, así que nos unimos a la procesión con nuestras motos, cruzando el campo repleto de baches.

En la ruta, de nuevo avanzamos hacia el oeste, con el norte de Texas como destino próximo. Desde Shamrock, nada más comenzar este nuevo estado, el paisaje se muestra en toda su infinitud. Se trata de uno de esos pueblos que crecieron gracias al tránsito rodado. Tomarse una pausa en el restaurado U-drop Inn, una estación de servicio de 1936, cuya estética art déco representa uno de los iconos más populares de toda la carretera, es una buena opción antes de atravesar Lela (¡las primeras mil millas!) y parar en MacLean, antiguo campo de presos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.

Hacia la mitad del trazado de Texas, uno de los estados más exagerados del país, se encuentra Amarillo. La ciudad, al igual que todos esos lugares esculpidos en el imaginario del oeste, mantiene un aire discreto, de vida tranquila, pero firme. “Nunca se llevarán a las chicas de esta ciudad”, advierte una señal de tránsito en un estacionamiento del corazón de la ciudad. Metáfora del progreso, Amarillo experimentó un rápido crecimiento del tráfico, alimentado por la Ruta 66. Los automóviles atravesaban, atascaban, y congestionaban la ciudad a tal punto que, a finales de la década de los cuarenta, se desvió la carretera para aliviar la ciudad de un crecimiento cada vez más descontrolado que, en la década siguiente, tomaría un significado diferente: el turismo. Hoy, nadie que pase por Amarillo ignora el inmenso restaurante The Big Texan y la instalación de Cadillac Ranch. El primero, además de servir unas carnes exquisitas, le debe su fama a los enfrentamientos contra otras personas y contra el tiempo para zamparse enormes filetes de vaca. El segundo, a las afueras de la ciudad, es una gran extensión de terreno con 10 Cadillac clavados en el suelo que simbolizan la evolución del diseño del coche.

Cada década, un símbolo

El verano de 1947 fue diferente para un chico rubio de 15 años. Quería ver a su hermano, que residía en California, por lo que embaucó a un amigo y ambos se subieron a un coche rumbo al oeste. Pero su viaje acabó cuando la policía los detuvo en Amarillo por conducir sin permiso: “Como no lo he conseguido esta vez, lo volveré a intentar el próximo verano”, le dijo el muchacho al agente. Eran las 11:30 de la noche, y Estados Unidos vivía una era diferente. La Ruta 66 era, en gran medida, responsable de esas ansias por salir a la carretera.

La página de sucesos del Amarillo Globe-News, un día de finales de aquel agosto, apenas recoge más información sobre esos dos chicos que huían de su ciudad, conduciendo un coche, pero que representan el espíritu que sacudía a la juventud estadounidense de mitad de siglo. Sus padres, que fueron avisados de la fechoría por la policía, debieron desatender el consejo que había dado la escritora Dorothy Parker a “la América del automóvil” como fenómeno al sugerir que “la mejor forma de mantener a un hijo en casa es hacer el ambiente agradable y desinflar las ruedas del coche”. El automóvil simbolizaba la independencia, la encarnación del sueño americano. Medio siglo después, miles de camionetas, camiones, remolques y coches surcan la Interestatal 40, una versión actualizada de la Ruta 66. Texas se vuelca al oeste en sus vacaciones: a California, a Utah, a Arizona. La expansión, las huidas, el trabajo, el turismo: siempre se dirigen hacia el oeste. “Buen viaje. Cuídense”, nos dice una mujer de pelo anárquico en una breve parada en el camino. Las áreas de servicio reúnen a trabajadores y viajeros, vaqueros y urbanitas, camioneros y familias. Y la amabilidad es moneda común en esos modernos abrevaderos de autopista. Es una procesión kilométrica en un país donde el coche forjó una identidad propia y contribuyó a desarrollar una fórmula de negocio asentada en los servicios turísticos —que empezaron a brotar— y en el potencial de la naturaleza, utilizada esta vez como reclamo. Los parques naturales se unieron a los hitos y formas geológicas de las diferentes zonas para atraer a miles de personas. Hoy, muchos de los iconos de entonces agonizan: esqueletos metálicos de gasolineras sin manguera, graneros, moteles abandonados, salones de madera podrida, pueblos enteros.

Glenrio es uno de esos lugares cuyo destino lo decidió el progreso cuando, a mitad de los años sesenta, las nuevas carreteras destinadas a reemplazar aquel primer camino que atravesaba todo el país fueron completadas. Y la decadencia y el olvido comenzaron a invadir los restaurantes donde ya no paraba nadie, gasolineras donde reabastecerse suponía desviarse y carreteras con boquetes que aún hoy permanecen. La vieja carretera ya no era útil. “Espero que aciertes en la predicción de que la 66 pronto sea una carretera de cuatro carriles desde Chicago a los Ángeles”, le había escrito en una carta el gobernador de Oklahoma, Raymond Gary, a Avery, el padre de la carretera, en 1956. La predicción se había cumplido con creces. En 1985, el camino pavimentado inaugurado en 1926 fue finalmente descatalogado de la red nacional de carreteras y pasó a ser una pieza de museo con la etiqueta de “histórica”. Este misterioso lugar 40 kilómetros después de cruzar Adrian es exactamente el punto medio entre Chicago y Los Ángeles: 1 830 kilómetros hacia cada ciudad.

Allí está el Midpoint Café, un curioso local donde se come rodeado de todo lo que envuelve la mítica carretera. Levantado a la orilla del destrozado camino, Gingler se encuentra en la frontera con Nuevo México. Una oficina de correos, un motel y una caseta que en su día surtía de combustible a los automóviles reciben a quienes llegan aquí.

Nada palpita en este pueblo fantasma donde la vieja ruta desemboca en un largo camino de tierra rodeado de ranchos y sepultado en el silencio. Las suaves ondulaciones del paisaje delimitan la enorme llanura que se cuela en Nuevo México, el siguiente estado donde la carretera madre se desvanece antes de pisar Arizona y finalizar en California, la sempiterna tierra prometida de los grises años treinta, los prósperos cuarenta y los simbólicos cincuenta. Y aún quedaban los locos años sesenta. En California.

El salvaje oeste

Entre peñascos escarpados, inusuales lluvias estivales y tradiciones históricas desembocamos en Santa Fe. Llegar hasta la capital de Nuevo México no siempre fue fácil. La carretera, a la altura de Santa Rosa, transita hacia al norte para llegar a Santa Fe, aunque inmediatamente después baja hasta Albuquerque. Aquel paréntesis que rompía la línea recta entre dos puntos acabó en un pulso ganado por la población de Santa Rosa, que contaba con pésimos caminos para llegar hasta Albuquerque si quería ir por la senda más corta. Algo que concienció acerca de la necesidad de mejorar los caminos fue un suceso ocurrido en el invierno de 1930 cuando, desoyendo los consejos, un hombre cogió el coche y murió helado tras quedar atascado entre la espesa nieve en una mala carretera.

La presión de la Cámara de Comercio de Albuquerque, en los primeros años de la nueva década, para mejorar la carretera hasta esta ciudad sin tener que llegar a Santa Fe dio sus frutos y, en 1932, el proyecto de la Ruta 66 ya anunciaba que, a partir de Santa Rosa, el diseño de la carretera incluía dos vías para cruzar Nuevo México “con todos sus paisajes maravillosos, ofreciendo tanto un camino fácil hasta el viejo Santa Fe, la histórica ciudad de tres siglos de antigüedad, o un rápido viaje atajando desde Santa Rosa hasta Albuquerque”, como se desprende de la documentación oficial que se conserva. En 1937 quedó establecido el atajo de Santa Rosa hasta Albuquerque.
Este estado de arquitectura indígena y colonial, recreada en la capital como máximo exponente, fue un territorio adherido a Estados Unidos a mitad del siglo xix. Tras muchos kilómetros de llanuras y carreteras que se pierden en el horizonte, Santa Fe puede ser un alto en el camino para hacer algo de turismo. La misión de San Miguel, una iglesia de principios del siglo xvii, la catedral San Francisco de Loreto, la ópera de la ciudad, el zócalo o el museo de arte indígena son algunos de los atractivos de este lugar. Además de impresionantes hoteles de color ocre que trasladan en el tiempo como La Hacienda, existe una amplia y variada gama de restaurantes. La cantina Fresh Peppers, donde sirven buena comida mexicana, es uno de los más recomendados.

Tras un par de días de descanso, seguimos circulando por la arteria que más leyendas acapara del país para cruzar Gallup, uno de esos sitios cuya gloria está en deuda con la Ruta 66, la expansión del turismo y las películas que se rodaron en la zona. Además de ser conocido como la puerta de entrada al área india, Gallup acogió a muchas estrellas cinematográficas a un puñado de kilómetros del Río Grande. Y Nuevo México se sacude las espaldas después de sostener 600 kilómetros de carretera e infinitos trenes de 80, 100 y 120 vagones. Esos trenes que surcan las llanuras del país interpretan algo que se escapa de las capturas de una cámara fotográfica. Como en el anterior estado, en Arizona el enorme espacio ha esculpido el espíritu que Norteamérica presume: la libertad.

Arizona tuvo un importante papel en el desarrollo del turismo gracias a la libertad de movimiento y a veintidós parques nacionales que conviven hoy en el sexto estado más grande del país, incluido el imponente Gran Cañón de Colorado (hay que desviarse hacia el norte, de Flagstaff, para llegar hasta allí). Otros lugares se inscribieron directamente en la historia del cine por sus decorados sin necesidad de acudir a la recreación en los estudios. Siguiendo el trazado de la carretera, nos encontramos con el Bosque Petrificado, un parque nacional de troncos de árboles fosilizados.

El habitual ambiente polvoriento y las tormentas de arenas de esta zona del mundo poco tienen que ver con los aguaceros que en este mes estival viven: la neblina empaña el horizonte y el parque nacional de árboles petrificados está barrido por el viento y el agua. Y está anocheciendo. Museo de mitos
Arizona fue el primer territorio administrativo, junto al ahora lejano Missouri, que comprendió la importancia de la leyenda una vez que la realidad se esfumó. Decidió conservar la carretera como icono turístico como “carretera histórica” gracias a la Asociación de la Ruta 66 de Arizona, creada en 1990. Los establecimientos, las señales y las carreteras en este estado son piezas de museo donde nada tienen que ver con el descascarillado suelo de otros tramos en el centro del país y su abandono.

Hasta Santa Mónica se suceden los moteles y todos los elementos que conforman el imaginario cultural en torno a la carretera. Sin embargo, el actual extenso mapa de carreteras permite abarcar una ruta alternativa para atravesar el Gran Cañón, Las Vegas y el Death Valley. Es el camino que elegimos momentáneamente en lugar de continuar por la histórica carretera a la sombra de la autopista 40. Son las siete de la mañana y, en Beatty, el calor comienza a apretar, algo normal si se tiene en cuenta que el sol, a las puertas del infernal Death Valley, recrea una auténtica olla recalentada a casi 90 metros bajo el nivel del mar. En el Furnace Creek, donde un pequeño hotel y la estación de los guardas del parque nacional desafían la lógica de la existencia, el ambiente abrasa antes de las ocho de la mañana. Hacemos una pequeña parada —reservar cama en este lugar debe hacerse con antelación— antes de dejarnos atrapar en el lugar oficialmente más tórrido del planeta: 56.7 grados centígrados es la temperatura más alta registrada.

Huyendo de las sospechas de un calor en ascenso, comenzamos a subir la suave cordillera desde donde se divisan las enormes extensiones de sal que alguna vez la evaporación dejó al descubierto. Ahora, entre los parpadeos de los rayos de sol y los espejismos, nos deslizamos a la siempre prometida California. El significado de esta exuberante tierra tiene más que ver con los movimientos culturales y su histórica tradición de anfitriona de exiliados de las depresiones que cualquier otro lugar.

La Ruta 66 fue algo así como un surtidero de personas para el estado, aunque el recorrido tan sólo tenga relevancia en el hecho de que atraviese California de este a oeste procedente de Arizona. Y, a pesar de que no alcance San Francisco, si acude a uno toda la mitología en torno a su simbolismo. Paraíso sexual, intelectual y musical, fue en los años sesenta el hervidero del inconformismo burgués, cuyas semillas ya habían sido cultivadas por la generación beat una década antes.

La escritora Joan Didion, que fue a San Francisco por primera vez en 1967, definió así el latido de la nación de entonces: “No era un país en plena revolución. No era un país bajo el asedio enemigo. Eran Estados Unidos de América a finales de la fría primavera de 1967, y el mercado estaba en calma, y el pnb era alto y había mucha gente culta que parecía comprometida con la sociedad, y podría haber sido una primavera de grandes esperanzas y de promesas nacionales, pero no lo era, y cada vez más gente experimentaba la sensación inquietante de que no lo era”.

Estados Unidos, y en particular California, vivía amortiguado en un extendido bienestar que no satisfacía a los más inconformistas. Éxtasis, desfase y aliento libertario se derramaron en reivindicaciones espirituales y mundanas hasta el punto de que el tiempo fraguó una expresión conocida en Estados Unidos que encerraba aquel oasis californiano: “Si puedes recordar los años sesenta, es porque no estuviste ahí”. El Verano del Amor fue la máxima expresión de una fiebre colectiva que contagiaba entusiasmo entre los hijos de las clases sociales boyantes.

Esta mitología envuelve el último tramo del viaje mientras Los Ángeles se asoma a lo lejos, cuando se intuyen los edificios de la megalópolis a través de la telaraña de autopistas. Este conglomerado de carretera succiona cientos de coches por segundo. Miles. Los cerca de 20 millones de habitantes de toda su área metropolitana se distribuyen en cualquiera de los barrios conectados por unas autopistas anchísimas. Y para llegar hasta Santa Mónica hay que atravesar el ovillo de carreteras que transitan ese fértil nido cultural y cruzar los dedos para no perderse.

Después de dejar atrás la ciudad, entramos en Santa Mónica donde una señal anuncia el final de la histórica carretera. En realidad, ese anuncio no es fiel a la realidad histórica, puesto que la carretera finalizaba algo antes, en el inicio de la nacional 101. Pero el cartel no evita que los kilómetros que han quedado atrás hayan tallado una manera de evocar siempre el pasado, los mitos, las historias. Para entonces, ya hemos recorrido más de 7 000 kilómetros de asfalto.
Y vemos el último símbolo del viaje: el mar.

Guía práctica Ruta 66

¿Cuándo ir? 

De mayo a octubre, aunque los meses centrales de verano pueden ser muy calurosos.

La Ruta 66 en 11 etapas. 

Chicago-Springfield, Springfield-Rolla, Rolla-Joplin, Joplin-Clinton, Clinton-Amarillo, Amarillo-Santa Fe, Santa Fe-Hoolbrook, Hoolbrook-Page, Page-Las Vegas, Las Vegas-Victorville, Victorville-Santa Mónica.

Ruta 66 en concentrado. 

Muchas personas centran su experiencia en el último tramo de la carretera, especialmente en Arizona y California. Los atractivos turísticos en mejores condiciones, además de parques nacionales, moteles y restaurantes de cine, están aquí.

Dónde dormir. 

Durante casi 4 000 kilómetros se suceden ciudades turísticas con otras con poca oferta hotelera. En lugares como Holbrook, con sus tipis, tiendas indígenas, para dormir; en Tucumcari, con variedad de restaurantes y hoteles; o en Springfield, donde se reúnen viajeros que a veces siguen las mismas etapas. Se recomienda llevar una mínima planificación para alojarse.

Lo que no hay que perderse.

Se dice que cada persona hace su ruta. A los motociclistas les basta con la carretera y la sensación de libertad. No obstante, merece la pena apreciar los edificios de servicios que bordean la carretera —a veces abandonados, otras restaurados— y la estética que envuelve la Ruta 66. Además, durante todo el recorrido se recomienda detenerse en los importantes atractivos naturales y diferentes símbolos que se suceden.

Libros imprescindibles. 

Las uvas de la ira, de John Steinbeck, y En el camino, de Jack Kerouac.

Alquiler de motos.

 Eagle Rider renta varios tipos de motocicletas y ofrece buenos servicios de asistencia a lo largo de la carretera y en todo el país.

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