St. Barths, la isla que lo tiene todo

Clima tropical, increíbles vistas, tiendas exclusivas, productos importados exquisitos y hoteles de lujo, eso es St. Barths.

22 Nov 2017
St. Barths, la isla que lo tiene todo

“¿Por qué todo lo bueno empieza tan temprano?”, me pregunté refunfuñando a las seis de la mañana, yendo rumbo al aeropuerto mientras intentaba —sin mucho éxito— mantenerme despierta y de buenas. Pero nos esperaba un largo recorrido: la primera escala del viaje sería Cancún y de ahí tomaríamos el nuevo vuelo de Volaris rumbo a San Juan (la mejor opción para llegar al Caribe). Apenas bajamos del avión, un divertido empleado de Tradewind Aviation, muy puertorriqueño —clave que ellos utilizan como eufemismo de ruidoso, disperso y risueño—nos esperaba para llevarnos a la sala de espera, donde estuvimos apenas un par de minutos antes de que vinieran a buscarnos. Sin tener que pasar por documentaciones, revisiones ni demás malesteres (una palabra que acabo de inventar para los menesteres que son un malestar), abordamos el Pilatus PC 12s. No había pasado más de una hora cuando aterrizamos.

Éramos cuatro chicas viajando, y en cuanto pusimos un pie en St. Barths supimos que esa sería la temática del viaje: sólo faltaba un especialista en audio que pusiera a sonar de fondo, en nuestro trayecto rumbo al hotel, esa canción de Vanessa Carlton que dice: making my way downtown, walking fast, faces pass and I’m home bound…  Mi teoría se comprobó cuando llegamos a Le Sereno y en la cuidadísima villa —de tres cuartos, con alberca privada y diseño minimalista al que no le falta ni sobra nada— nos esperaba un guapo y bronceado chico francés, como cliché de película noventera, con una botella de champán, así que brindamos y nos relajamos en lo que llegaba la hora de cenar.

Cuando bajamos, ya inmersas en la privacidad y paz absoluta del lugar, conocimos a Sam (gerente general) y a Carolita (directora de ventas), quienes —muy de escuela latina, pues los dueños de Le Sereno son venezolanos—desbordaron hospitalidad durante toda nuestra estancia, así que desde el primer día se convirtieron en nuestros amigos y guías durante el resto del viaje. La primera noche cenamos comida criolla (a base de mariscos, frutas y ron) en Grain de Sel, el lugar perfecto para probar pesca local de lo más fresca. Yo pedí, de entrada, una ensalada de pepino y manzana, y como plato principal un mahi mahi a la parrilla con salsa criolla. Al terminar, bromeamos con el hecho de salir de fiesta, ¡al fin y al cabo estábamos en St. Barths y todo se parecía tanto a una versión caribeña de la película de Sex and The City!, pero nos sentíamos tan cansadas por las horas de viaje que la simple imagen de nuestras deliciosas camas nos hizo caer rendidas sin un dejo de glamour.

Despertar frente esas aguas de un azul profundo, a diferencia del día anterior, no fue nada complicado. De alguna extraña manera, tu cuerpo se adapta a la luz tan intensa, que se cuela incluso por las cortinas blackout, y antes de las siete ya estás despierto y repleto de energía. Ese día aprovechamos para desayunar muy temprano y pasar la mañana en Le Sereno, primero en el spa y después practicando deportes acuáticos. La reserva marina del hotel, en Grand Cul-de-Sac, es ideal para practicar kitesurf, windsurf, paddle board, bucear o simplemente nadar. Yo opté por el paddle por la promesa de que, a medio camino, me podría encontrar con tortugas, rayas o peces. No sucedió nada de lo anterior, pero terminé con un bronceado espectacular (y mi versión de bronceado espectacular es, obviamente, estar roja, muy roja, por un par de días hasta regresar al blanco total).

Por la tarde, nos dirigimos a Gustavia, la ciudad antigua que está de cara al puerto, donde hay más movimiento y actividad. Primero está la parte comercial, a donde llegan todos los barcos con productos de fuera. Mientras paseamos por ahí, Carolita nos cuenta que por las condiciones climáticas, y las pocas lluvias, muy pocos alimentos se dan de forma natural en la isla, así que casi todo se tiene que importar, excepto la sal, el algodón y los peces. Aprovechando que el proceso en sí es costoso, los insumos son traídos de fuera, muy afrancesados y de altísima calidad.

Si sigues por la carretera, llegas a la parte pintoresca de la capital, donde el paisaje, una península en forma de herradura, está compuesto por casitas blancas con techos color naranja, veleros deportivos y yates estacionados, y, a lo lejos, el mar. Se siente un ambiente entre bohemio y chic en las calles: aparadores de lujo mezclados con tiendas de diseño y cafés se combinan con una extraña, pero coherente, elegancia desganada.

Decidimos perdernos por las calles de la ciudad, dispuestas a dejarnos sorprender. Yo tuve dos grandes hallazgos-amores: Baya, una tienda de diseño con objetos marroquís súper bien curados, desde tipis hasta esencias, muebles y joyas; y Clic, mitad librería, mitad galería y otro tanto de objetos que quieres, aunque no sabes bien a bien para qué. Esta tienda, de Christiane Celle, también fundadora de Calypso, tiene réplicas en East Hampton y Nueva York.

Pero St. Barths no siempre fue el paraíso de los escaparates, las aguas azules de arenas blancas y los jóvenes guapos y bronceados (aquí es cuando entra el necesario pero aburrido pasaje histórico que pone en contexto): quien descubrió la isla fue Cristóbal Colón en su segundo viaje, y en sus primeros años fue colonia de países entre los que destaca Francia, aunque en algún momento incluso perteneció a los suecos, quienes, por cierto, se encargaron de que el puerto siempre fuera libre y próspero, nada de esclavitud. No fue hasta los años sesenta que, por su exclusividad y ambiente relajado (menos de 10 mil habitantes) se puso de moda como destino de lujo, llegaron los Rockefeller y los Rothschild y todo cambió. Antes de eso, cuenta la leyenda que a las ocho de la noche sonaba una campana que anunciaba la hora de dormir, espíritu pueblerino que todavía convive de forma curiosa con tanto glamour, pero que se integra bien.

Llegamos al muelle y el sol empezaba a bajar, y no se nos ocurrió mejor forma de despedir el día que haciendo un paseo en catamarán. Escogimos una excursión de Jicky Marine Service, Sunset Champagne, que, como su nombre en inglés lo dice, sólo implica relajarse y beber champán (una vez más, ¡ay de nosotras!) mientras veíamos caer el sol. Nos estacionamos frente a la playa de Colombier y, con esa increíble vista, nos echamos un chapuzón en aguas profundas hasta que alguien, obviamente, tuvo a bien recordarnos esa escena de Tiburón en la que… y, una a una, fuimos regresando a la embarcación discretamente. Por último, nos tocó ser convidadas, junto a todos los demás huéspedes, de la prueba de menú del nuevo chef de Le Sereno, quien se lució con un delicioso risotto de entrada y, como plato fuerte, pesca del día y carne. De postre, sirvió una tarta de plátano con chocolate que merece una carta de amor más que unos cuantos caracteres. Será en otro momento.

Otra mañana en la que despertar era mi parte favorita del día… algo no estaba bien. Comenzaba a acostumbrarme a abrir las cortinas y dar con el clima tropical y las vistas del Caribe… ¿qué sería de mí cuando regresara a mi adorada, pero gris, Ciudad de México?

Aunque sin problemas puedes pasar una semana entera sin salir del hotel, hay tantas playas y vistas, y todas son tan diferentes, que no queda de otra más que rentar un coche y recorrerlas. Por ser tan pequeña la isla, dos o tres días bastan para conocer todo lo conocible. Nosotras, para la aventura, optamos por rentar una jeep Bluesummer azul cielo totalmente eléctrica que parecía salida de alguna colección de Barbie Ecológica —porque nos gustan los clichés—. Manejar por St. Barths es un reto, pues, aunque la mayoría de los coches son pequeños, sobre todo Mini Coopers, las carreteras son muy reducidas, llenas de subidas y bajadas y, los conductores meten el acelerador a fondo, como si se tratara de una carrera de Mario Kart. Así es que llegamos a la primera parada a tropezones, que fue Petit cul de Sac, una playa más bien frecuentada por locales. Por ser rocosa, atrae  a muchas tortugas que van en búsqueda de comida. Lo mejor es llevar equipo para esnórquel pero, como no era nuestro caso, mejor emprendimos camino rumbo a la siguiente.

Pasamos por Grand Fond —donde casi siempre hay cabras pastando que puedes ver de cerca si practicas hiking— pero no nos detuvimos hasta llegar a Gouverneur Beach, sin duda, mi favorita de todas por ser la más privada: casi no hay gente y el agua es tan cristalina que puedes ver tus manos debajo. El precio a pagar para llegar allí es un camino sinuoso y empinado, pero cuyas vistas apantallan. Cada tanto nos deteníamos en plena carretera a tomar fotos hasta que un ansioso coche nos apuraba; nosotras poníamos cara de “perdón, somos turistas” y creíamos que el asunto quedaba resuelto. Y lo peor es que sí. Nadamos un poco y, mientras el resto se asoleaba, yo corrí a refugiarme en un uvero de playa, la única fuente de sombra de todo Gouverneur, para no transformar mi rojo en rojo tomate.

Nos dio un poco de hambre y, rumbo a conseguir algo para matarla, hicimos una pequeña escala en el mirador de Colombier. Sentada ahí, mirando todo desde las alturas, y con esa espectacular escena que nunca voy a olvidar, fue cuando, por fin, entendí por qué hay tanta especulación sobre St. Barths: es como esa amiga que lo tiene todo (fama, belleza y dinero) pero se mantiene sencilla y terrenal, y por eso cae bien.

Nuestra última parada del día fue St. Jean. Algunos dicen que es el lugar para ver y ser visto, pero para mi gusto el show —más que la gente que te puedas o no encontrar— se lo llevan las avionetas que aterrizan cada 15 minutos. La playa está situada justo junto al aeropuerto y pareciera que, si levantas lo suficiente las manos, un conjuro mágico te permite volver a la infancia, tomar los aviones de los costados, darles unas cuentas vueltas en forma de ocho mientras imitas su sonido y ayudarlos a aterrizar junto al mar.

Llenas de sal pero felices, regresamos al hotel para ver el atardecer y prepararnos para la cena. La última antes de regresar. Fuimos a Mayas, que lleva el nombre de su chef, Maya, y es comandado por Randy: ambos, igual que Carolita y Sam,  te hacen sentir como en casa apenas cruzas la puerta. El menú cambia diariamente para utilizar los productos más frescos, que provienen de la pesca del día, y los postres son conocidos y codiciados por toda la isla. Yo comí una ensalada y un ceviche, algo ligero pero delicioso porque al día siguiente nos esperaba otro largo día de viaje.

Ya en el vuelo de regreso, me puse a reflexionar: al viaje fuimos cuatro chicas muy divertidas, pero conocimos a una quinta de lo más cool: St. Barths (la canción de Vanessa Carlton hace fade out hasta llegar al silencio: If I could fall into the sky, do you think time would pass me by, oh, ’cause you know I’d walk a thousand miles, if I could just see you, if I could just hold you tonight).

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